Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / No sé por qué, en esta tarde de primavera, me he decidido a contaros mi historia. Mi historia que es como la de tantos otros que no supieron abrir sus ojos a tiempo y tuvieron que seguir el camino con las sienes blanquecinas y el alma llena de arrugas, con heridas abiertas, con la tristeza a cuestas.
Hoy, mientras mi silueta se intuía en una recoleta plazoleta por la que a veces pasáis sin mirar, he sentido la necesidad de desahogarme, de soltar de un plumazo todo aquello que llevo dentro y que lleva siglos aprisionando mi alma, así como una losa blanca que cae en seco sobre un cadáver inerte.
Algunos podréis recordarme. Mi silueta encorvada, siempre sosteniéndose sobre un bastón, solía frecuentar la plaza de San Juan a la sombra de la Torre del Concejo, o cerca del Raudal de la Malena mientras mi mirada silenciosa atisbaba leyendas sentado mi cuerpo maltrecho en la plaza que antes fuera el Foro Romano, o ante el Palacio del que fuera Virrey del Perú saboreando un pasado morisco que nos ha marcado a fuego, que ha hecho de nuestras mujeres sultanas y de nuestros hombres personas honestas. Tal vez, me sospechasteis bebiendo agua de la Fuente de los Caños.
Antes de todo aquello, las voces me dijeron que la cultura se adquiere leyendo y viajando. Y, con eso de viajar, en un ir y venir de pensamientos malditos, un día siendo aún joven me fui de mi hermosa tierra. Mientras caminaba lejos de aquí mi corazón regresaba silencioso a sus rincones, vuestros rincones. Porque, todo lo que veía ya lo había visto antes, en mi querida tierra, en mi añorado reyno. Poco a poco, lejos de aquellos rincones que me habían dado la vida, mi corazón comenzó a languidecer. Fue entonces cuando, ante mis ojos, se me reveló la verdad: mi tierra había sido la cuna de tantas culturas que simplemente amándola podría conocer la historia de la humanidad, mi tierra era tan rica en patrimonio que simplemente conociéndola podría entender el por qué del arte, mi tierra estaba tan llena de gente buena que simplemente estando en ella podría hallar el amor verdadero.
Y así fue que volví, una noche de invierno con luna plateada que ofrecía un halo de misterio sobre el Abrehuí. Traía el alma rota y el corazón hecho jirones pero pasear por mis calles, nuestras calles, volvió a darme vida. Yo ya no era el mismo. Mi caminar era lento y mis pasos vacilantes. Mis cabellos blancos hacían sombras extrañas en los adoquines de las callejas, pero a mí me gustaba. Me gustaba el olor a antiguo de nuestras plazuelas, el color de los atardeceres en el cielo jaenero, el sabor agridulce de los pasos que se pierden en la oscuridad. Y supe de la paz, supe de la felicidad.
Fue una tarde de primavera cuando un olor profundo a azahar embriagó todos mis sentidos. Y mis manos cayeron lentamente sobre mis piernas que, a su vez, se desplomaban en un silencio profundo. Alguien había allí que recostó mi sien en su hombro. No sé quién era, solo sé que no estaba solo y que mi corazón dejó de latir.
Y, siendo ya sólo espacio, mientras mi alma sobrevolaba por encima de mi cuerpo inerme pudiendo ver, desde arriba, mi hermoso lugar, tomé una gran decisión. En ese preciso instante, decidí dejar de ser hombre y convertirme en Poeta para cantarle a mi tierra.
Desde entonces, me disfrazo de Duende para poder seguir deslizándome por nuestras callejas. Y, si guardáis silencio, podréis oírme susurrar mis poemas. Pasead nuestras calles, amad nuestra tierra. Yo, como Duende y Poeta, os impongo la sentencia:
“vuestros ojos podrán ver la belleza
amando nuestras raíces
en el corazón de nuestra tierra»