“Une saison en enfer” es el título de un delirante poema en prosa —marca de la casa— del escritor simbolista francés Arthur Rimbaud en el que expone, con lenguaje novedoso y osado, el fracaso de sus más íntimas convicciones. De todas formas, en dicho abismo conviene no precipitarse jamás, porque de él es casi imposible escapar por espacios eternos aunque, en estos tiempos buenistas y falaces, se haya decretado su cierre —no sé si definitivo— por obras de reforma y demolición teológica, jesuítica y postmodernista, gestionadas, inflexiblemente, desde la cúpula de alguna alta colina romana.
Pero nuestro Real Jaén ha caído, desgraciadamente, en ese lugar hórrido al que jamás debiera haber sido condenado, si nosotros, los jaeneros, hubiéramos decidido impedirlo. Porque, aunque se trate tan solo de un juego, en su historia reciente siempre han estado latentes las características de los habitantes de la ciudad representada por el equipo. Hemos condicionado, entre todos, su futuro.
Tiempos pretéritos, aunque latentes e inolvidables en mi memoria. De la mano de mi tío, Ángel Carriazo, y de mi abuelo, Antonio Tobar, bajaba, una tarde gélida de Marzo de 1958, hacia el norte de la ciudad con infantil inquietud aleteando en el corazón. Era un río de cauce humano el que se precipitaba por el evocador bulevar del Paseo de la Estación, en dirección a “La Victoria”. Por “La Guitarra”, los transeúntes, ataviados con sus mejores galas, se detenían un instante delante de los carrillos regentados por ancianas desdentadas, tocada la cabeza con negra toquilla, para aprovisionarse de tabaco, pipas, barras de regaliz, pictolines y chicles bazooka —siempre en la boca—, que serían útiles aliados para serenar los latidos cardíacos al compás de las trepidantes incidencias del juego. Los seminaristas de pelo corto, negras sotanas y aire juvenil, formados en fila de dos, caminaban a paso rápido, encabezados por sus prefectos —quienes cubrían su alopecia con el bonete de airosa borla azabache—, pues también iban a asistir al partido ubicados en varias filas bajo el “Marcador simultáneo Dardo”. Se oían comentarios en todos los corrillos que nos topábamos en el camino:
-¿Al final juega Bermúdez?
– Claro que sí. Dicen que está lesionado pero yo no me lo creo, ya lo dijera “Pepe el Largo” o el prior de san Ildefonso
– Pues como juegue hoy acaba con el cuadro. Es un pelotero de los que no hay; todo empuje y corazón. Él y Cerrillo los tienen bien puestos. Eso es lo que hace falta para domar esta tarde a los leones.
Mientras mi abuelo —impaciente como siempre— seguía su camino en busca de su palco bajo los cipreses, mi tío boticario entraba, sin perderme de vista, al bar Stadium donde bullía una multitud, abigarrada y bulliciosa, que se abría camino hacia la barra —codazo vivo, mirada torva y frase de excusa— para encargar el negro brebaje, y un vasito de “agua de sed” —dicho al más puro estilo jaenero—. Alguno de ellos entonaba una cancioncilla, con guasa notoria y tono zumbón, mientras le guiñaba un ojo a uno de los camareros:
-¿Qué será… Sará…? Lo que tenga que ser…será…
Era una forma de usar, con calculada ironía, la letra de una balada popular en ese tiempo —que había cantado con éxito la escultural y turgente, Doris Day, en la película de Hitchcock: “El hombre que sabía demasiado”—, aprovechando sus compases para hacer sutil alusión a la irregularidad de Pedro Pablo Sará Giordano, el fino jugador argentino, capaz de lo mejor y lo peor sobre el césped jaenero. Su clase indudable, la genialidad de otro compatriota, Adalberto, la potencia de Arregui en el salto y el pundonor de Bermúdez eran algunas de las claves de aquél equipo histórico de albo uniforme y medias negras.
La radio emitía en ese momento el himno del Real Jaén cuya ingenua melodía me enardecía sin remedio. Entonces, le daba tirones nerviosos al pantalón de mi tío suplicándole acabara el café de una vez para poder estar sentado ya en el campo contemplando los prolegómenos de tan decisivo evento. El me pedía paciencia diciendo:
—No te preocupes moreno… queda tiempo todavía. Tómate una juanola…vamos, ¡cógela! — y me alargaba la redonda caja para que me sirviera a mi gusto lo que, lejos de tranquilizarme, me impacientaba aún más, mientras sonriente retiraba, con la larga uña del meñique izquierdo la ceniza de su “caldo de gallina”.
Por fin accedíamos al recinto cuya entrada tenía un encantador regusto mediterráneo, con las enhiestas y elegantes cupresáceas otorgándole un toque, campestre y patricio, de Via Apia romana. Guardaba el aficionado la picada entrada en el bolsillo de la chaqueta. El ambigú todavía estaba repleto de aficionados —está como nunca el coñac que mejor sabe…¡Fundador!…—. El palco familiar estaba repleto de conocidos que habían sido invitados a compartirlo. Pepe Payá, un amigo de mi abuelo, blandía su bastón al aire diciéndome repetidas veces: “Ramoncito, ¡vamos a ganar!”… El ambiente era apoteósico. Había llegado gente de toda la provincia para ver al Atlético de Bilbao de Carmelo, Garay, Maguregui o Gainza…, cuando la escuadra vasca era admirada, por su buen fútbol, juventud, caballerosidad y nobleza, en toda España; hasta existían varias peñas del conjunto norteño en nuestra provincia. Pese a lo que se jugaba el equipo de la tierra los aficionados querían, asimismo, gozar de un buen partido. Era distinto al actual el fútbol de aquella época. Y otros sus aficionados. Aunque ya estaba comenzando a imponer la Real Sociedad, en los recintos deportivos, su nuevo concepto balompédico. Por eso era llamada la Real Suciedad, quizá debido a su férreo sistema defensivo que se apoyaba en gran cantidad de faltas —“fau”, decía el jaenero de cierta edad— sobre los atacantes contrarios en unos tiempos en que el juego era alegre y vistoso, ofensivo y abierto, noble y limpio en su dureza, antes de que llegara la maldita plaga de la presión arriba, los dibujos tácticos complejos y el no dejar jugar al contrario como objetivo principal de la estrategia. Porque en estos tiempos el fútbol más que un arte deportivo se ha convertido en un gimnasio de mentes autómatas. Está, desde luego, a tono con los tiempos.
Tarde de catártica tragedia griega, con máscaras, coro y corifeo. Nuestro Real Jaén se jugaba mucho en el envite. Los nervios estaban a flor de piel. Uñas roídas, manos en la frente, almohadillas de la Cruz Roja dobladas con rabia, silbidos intempestivos para localizar conocidos, gestos de angustia, largas chupadas al puro, ojos ansiosos…
No he podido olvidar el partido desde entonces. Aún están en la retina de mi memoria los dos goles, de Torre y Marcaida, con los que se adelantaron los vascos en los primeros veinte minutos, ante el silencio del camposanto jaenero. El empuje impetuoso del equipo de la tierra para acortar la distancia en el marcador antes del final del primer tiempo, con un gran tanto de Sará, la igualada —ya en el segundo período— de Peiró, el catalán afincado en nuestra tierra aceitera, y, por fin, el penalty final, faltando siete minutos, que nadie quería lanzar pues estaba en juego un posible descenso de categoría. Pero Bermúdez —el pundonoroso futbolista grancanario fallecido tan solo hace algunos días, con noventa años— se fue con decisión por el balón, lo situó cuidadosamente en el punto de cal de la portería de “general” —mientras algunos de sus compañeros, de rodillas, se tapaban los ojos con las manos, pues no querían presenciar el desenlace de la jugada—, y clavó la pelota a la derecha de Carmelo haciendo brotar un rugido de alegría inacabable de miles de gargantas, entre ellas la de un niño enardecido, que nos hizo enronquecer durante varios días.
El aluvión humano que salía de la Victoria era una fiesta gozosa e inaudita. Nadie reparaba en el hielo de la tarde, ni en las primeras y amoratadas tinieblas del crepúsculo. Jaén estaba con su equipo en años difíciles, de penalidades autárquicas, de lucha, a cara de perro, por la existencia. Pero aún el jaenero no hacía gala —al menos en el fútbol, tampoco quizá en otros aspectos vitales— de la dejadez y abulia que han atenazado su existencia en años posteriores.
He vivido diversos momentos, a lo largo de mi vida, con el equipo de mi ciudad. Sus penas me han hecho llorar y sus logros vibrar de entusiasmo y de amor al terruño. Unas veces he estado más cerca de su trayectoria; en otras ocasiones me he alejado bastante de ella. Pero, en los últimos tiempos, todos hemos colaborado a enfriar el calor jaenero hacia sus colores desertizando las gradas del nuevo estadio. Hemos abandonado la pasión por un uniforme deportivo, por un sentimiento local, por una causa común. Y no valen las excusas habituales: el cambio que se ha operado en el fútbol, los precios de los abonos, o lo lejos que está el flamante coliseo sin lugar para aparcar y de tan difícil salida… Ha sido tan solo consecuencia de la abulia y derrotismo que nos atenaza, nos deprime, nos paraliza, nos alicorta el espíritu. Ha sido la ingente dejadez jaenera la que se ha reflejado también en la decadencia irreversible del equipo de nuestros amores. Una decrepitud, lenta pero anunciada, que podría haber sido evitada. Nosotros —yo también— lo hemos condenado, a transitar una o más temporadas en el infierno. Porque eso es la tercera división de nuestro fútbol. Un profundo pozo de cuyas negruras abisales resulta difícil emerger para alcanzar la plenitud solar. Espero que no tenga validez la frase que recoge el Dante en su Divina Comedia, puesta sobre el dintel de la entrada al Averno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”. “Perded toda esperanza los que entráis aquí”. Confío en que volvamos, al unísono, la mirada hacia el equipo de nuestra tierra que tantas alegría nos ha dado a lo largo de la historia. Confío en que volvamos a alentarlo —ahora nos necesita más que nunca—, para que muy pronto recupere la categoría perdida y sea una más de nuestras enseñas jaeneras, pues necesitamos por estos pagos cualquier suceso ilusionante, hasta el éxito futbolístico, en una tierra que, antes o después, debe renacer como el ave fénix de sus cenizas para situarse a la altura de su historia, de su inigualable paisaje, de sus potencialidades ocultas y del grandioso corazón de sus habitantes.
Escribía nuestro gran dramaturgo barroco, Pedro Calderón de la Barca, en su auto sacramental: “El día mayor de los días” estos versos:
“Que las lecciones del tiempo/ siempre doctas siempre sabias/ han sido o por lo que enseñan/ o por lo que desengañan”…
Que, por tanto, nos ilustre el tiempo antes que desengañarnos. Aprendamos de una vez la única lección que nos queda por asimilar en esta ciudad de luz y sombras. Hagamos memoria y no cometamos los mismos errores de siempre. Seamos lázaros momificados, convocados por la voz divina —la del amor a la tierra— para hacer rodar, entre todos, la roca de nuestro común sepulcro y salir a contemplar el amanecer de un tiempo nuevo. Resucitemos, por fin, de tanta parálisis y desidia consuetudinaria.
Hay que llenar de sentido, de una vez por todas, la vida jaenera en vez de dilapidar la existencia en la habitual racanería de mente y espíritu que profesamos sus habitantes. Dejemos de contar los ahorros, de admirar, con gesto bobo, otros enclaves, de repetir lo ordinario… Hay que vibrar con cada causa desarrollada en este rincón único del universo. Seamos todos Beatriz Portinari, guía y protectora espiritual de Dante, para rescatar del infierno a nuestro entrañable equipo. Y, de esta forma llevémoslo al cielo en poco tiempo sin pasar por purgatorio alguno, para que sea una más —y no menos importante que otras— de las enseñas de esta ciudad que necesita símbolos para ilusionarse, personas de valía en quién reflejarse, mitos en los que fijar los sueños cotidianos, miradas y mentes abiertas para sacarla de sus rincones oscuros y proyectarla hacia el futuro que merece; claridad divina que siempre ha poseído pero que no han sabido detectar sus hijos mejores para alumbrar a los que vagan, buscando a tientas, en su ceguera.
Aquél niño, que había sido feliz en el estadio de sus amores, daba vueltas, desvelado por completo, en la cama de su habitación asomada a la Plaza de las Palmeras. No podía conciliar el sueño. Una secuencia imparable de fotogramas recientes danzaban en su mente como vértigo imparable. Veía el blanco pañuelo anudado sobre la despejada frente de Arregui, las geniales e imprevistas evoluciones de Adalberto, la briega sin descanso de Cerrillo, la elegancia de Oliva, las acrobáticas estiradas de Madriles despejando a córner el balón de color marrón oscuro —de piezas poligonales cosidas a mano como si fueran cicatrices de guerras lejanas— que tan frecuentemente se desinflaba, o el gesto de alegría dibujado en tantos rostros jaeneros cuando el pepinazo de Bermúdez rompió la red de Carmelo Cedrún.
Mientras soñaba despierto, una música, que le parecía celestial, desgranaba su secuencia en las alacenas del alma:
…”no hay equipo que compita, con tu furia y tu tesón. Y por eso todos gritan: El Real Jaén campeón”…
En ese momento se sentía orgulloso de haber nacido en la ciudad. Una lágrima de alegría resbalaba hacia la almohada mientras pregonaba el sereno, con voz cavernosa, la medianoche entre la llovizna: “Las doooceeee…y serenoooo”… Y él se sintió feliz al compás de esa proclama entrañable que en otro momento lo hubiera espantado haciéndole embozarse bajo las sábanas almidonadas. Pero esa noche…¡no!… ¡el Real Jaén campeón… De pronto todo se desvaneció, impulsado por un mágico sortilegio, y el sueño llegó, súbitamente, como una caricia anestésica y tranquilizadora. Mientras tanto las palmeras jugaban al corro en la plazuela, rendidas de amor, en la hechizada y neblinosa noche jaenera.
(Foto tomada de internet, de la que es autor Francisco Miguel Merino Laguna, de una imagen del antiguo Estadio de La Victoria)