Enero. Estimulante paseo al alba bajo el morisco candil de una rotunda luna, yacente sobre Jabalcuz, antagónica de Marte y Júpiter que forman, al este, un dúo próximo, rojo y plata. Entre ambos, Zubenelgenubi, la estrella de Libra, modera la caricia planetaria.
De vuelta en casa, bien confortado por una taza de porcelana azul —es mi color—, rebosante de ardiente café con leche, recuerdo, escribiendo, o, más bien, escribo al recordar, postales jaeneras de otros tiempos, cuando aquellos niños maristeños nos llamábamos por nuestro apellido, mientras trotábamos, vocingleros, sudorosos y jadeantes, por los campos de juego:
– No seas agonía y pasa el balón, Carrascosa, no lo sobes tanto…
-Pero ¿qué dices, dilo?, ¡ay Quero!, será porque tú no chupas…
-Mira Aybar, mira, solo, pasa ya…estoy solo…solooooo…
-Gol, goool… Anda Orozco, que te han metido un “chicharito” como la “pata un camello”…
-Pero ¡si es que no cubrís!, os hacen el “agarejo” siempre que quieren, ¡”so” maletas!…
Yo, en tal jerga infantil, debía haber sido Guixá, pero casi nadie, en aquellos tiempos, pronunciaba bien mi apellido. Por tanto era Güisa, Jisa, Guisal…y hasta algunos me llamaban Isaac, convirtiéndome en vástago del famoso perfumero del Paseo de la Estación cuyas odoríferas y embotelladas pócimas alegraban axilas y cuellos ebúrneos de las damas, y afilados pómulos o fofas carrilleras de los caballeros de la ciudad, allá por los años sesenta.
Aquellos viejos compañeros que nos nombrábamos por el apellido, vivimos en una nube la infancia: riendo, llorando, sufriendo castigos, soñando y compartiendo mundos intangibles, codo a codo, en gozosa piña. Ahora ya nos llamamos por nuestro nombre de pila — aunque cuando la reunión sube de voltaje volvemos a pretéritas costumbres—, y, con los ojos llorosos nos estrechamos como “grizzlies”, aporreándonos con sonoros zarpazos, en cada uno de nuestros joviales cónclaves.
Porque cuatro ángeles custodios, garantes del recuerdo y la cercanía: Calabrús, Carrascosa, Serrano y Trigo; dos Antonios, un José y un Jesús, decidieron hace años que debíamos invertir, juntos, la flecha del tiempo para eternizar mundos jamás prescritos. De esta forma, celebramos las bodas de plata, y, al cumplirse medio siglo de aquél sexto de bachillerato finalizado, en junio del año 65, en el recinto escolar maristeño, nos volvimos a reunir, en dorada y festiva coyunda, para ser de nuevo niños al rememorar universos añorados.
Han sido muchas, jubilosas y entrañables, asambleas desde entonces. La semilla plantada por tales incansables querubes germinó en fruto glorioso del actual paraíso cordial. Al menos ocurren dos veces al año, más algún que otro viaje cultural y gastronómico, amén de encuentros furtivos de algunos de los miembros de esta cofradía escolar, por cuanto nos mantenemos próximos en perpetuas y cósmicas odiseas por los caminos del espacio-tiempo.
Y en cada concilio sesentón volvemos a ser los mismos de siempre. Pero ahora nuestro encuentro es apacible y fluido. Nada nos exigimos, todo lo disculpamos, por cosa alguna competimos; blanda y comprensiva es nuestra mirada ante las debilidades ajenas. Nos mostramos como realmente somos —con lo difícil que resulta eso en un mundo de fingimientos habituales—. Para nosotros no rige la máxima de Maquiavelo que tanto condiciona nuestra modernidad, y es tan seguida por políticos y ciertos orates embaucadores —de juglaría y clerecía—, de diverso pelaje: “Al vulgo se le seduce por la apariencia”. Nosotros preferimos cautivarnos por la autenticidad. Por eso resultamos ser, al reencontrarnos, los mismos infantes y adolescentes que aprendimos a establecer entre nosotros lazos estrechos e imborrables. Porque las mayores amistades, las que jamás pueden diluirse en el proceloso y traicionero légamo vital, son las que ligan para siempre a los componentes de una misma promoción escolar.
De esta forma cada convención de ojos brillantes es un muestrario de espontaneidad y cercanía; un inacabable repertorio de muecas, sonrisas y gestos cómplices. Nos queremos de manera natural que es la única forma posible para que el afecto perdure. Indultamos nuestras diversas pequeñeces. Nos alegramos por los triunfos, o ausencia de ellos, de cada miembro de la asamblea —donde abundan grandes, fecundas y valiosas personalidades; una promoción casi irrepetible—, aunque nuestra mayor conquista sea volver a descubrirnos, con mirada cariñosa y renovada, en cada jornada compartida. Y, por si fuera poco, nos igualamos en el amor hacia un colegio inolvidable, y por una ciudad única: Jaén, nuestra querida hurí paralizada; de ordinario recostada, indolente y hermosa, a las faldas del peñasco calizo sobre cuya cúspide se planta esa cruz que muchos luchan denodadamente por arrancar de la historia humana. ¡Qué más puede pedirse!
Somos la “Octava de Maristas”, una promoción inolvidable de jaeneros, de hecho o de derecho, que aprendimos a encarar la vida en aulas y patios escolares comunes. Primero en el viejo caserón de la Merced, más tarde, inaugurando unos terrenos de expansión norteños de una ciudad proyectada hacia un futuro que no sé si alguna vez acertará a vislumbrar. En un principio el recinto colegial se erigía, imponente y aislado, bordeado de campos, cenagales y baldíos. Era la calle de “Escombreras”; así denominaba un hermano marista irónico, a la entonces inexistente y desolada Avenida Ruiz Jiménez, en la que tan solo se aposentaba una casa de labranza algo descuidada por el tiempo.
Nuestro estrenado y elegante liceo era un edificio soberbio, acogedor, radiante de luz, construido en su estilo artístico inconfundible por Ramón Pajares Pardo, un arquitecto montañés que llegó a la ciudad en el año 1945. Erigió una obra grandiosa, equilibrada, simétrica, plena de armonía. Rebosaba de modernidad y vida. Sus instalaciones lo tenían todo: un alargado salón de actos, con cine, diversos laboratorios y museos, aulas amplias en las que resultaba muy fácil aprender, capilla de coloristas vidrieras cuya hornacina central mostraba a la Buena Madre —presidiendo solícita el recinto sagrado desde su airoso marco troncocónico—, un bien equipado gimnasio al que algún despistado empollón accedía con abrigo y bufanda para intentar —sin conseguirlo— subir la cuerda lisa, mientras otros la remontaban con las piernas en escuadra, extensos campos de juego: fútbol, baloncesto, hockey sobre patines, balonmano, piscina de aguas glaucas —alimentadas de un venero propio—, donde nos chapuzábamos, en festiva algarabía, con nuestros “meybas” unicolores, disciplina precisa, normas claras, orden y método, profesorado exigente. Y un internado donde se reunían, con babi y carita de asombro, alumnos de toda la provincia y de alguna limítrofe. Todo un lujo que no siempre hemos sabido agradecer, porque en aquellos tiempos, desgraciada e injustamente, no todos los niños de nuestra generación podían acceder a estudios tan costosos, a instalaciones tan grandiosas. Es ahora cuando comprendemos la suerte que tuvimos al disfrutar de ellas, y de una educación, científica, humanista, religiosa, técnica y personal que tanto nos ha condicionado para hacer frente a los embates de la vida, pese a que algún desagradecido no lo quiera reconocer; aún habiendo conseguido sabrosos réditos de la misma en su periplo social y laboral. Todos recibimos idéntica y valiosa herencia escolar. Cada uno la ha asimilado a su manera, pues, como pensaba Aristóteles: “Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”. Es decir: lo que se recibe, lo que se conoce, lo que se adquiere, toma la forma del que lo recibe. Idéntico patrimonio adquirido que cada uno ha modelado en su interior de manera única.
Y todas esta reuniones tienen sede en Jaén, útero maternal de nuestras inquietudes; génesis de nuestro amor cotidiano. El agua de sus claros raudales subterráneos constituye el líquido amniótico en el que nos gusta refugiarnos. Todavía gestamos, agradecidos, en su seno. A ella acuden alguno de los congregados desde diversos puntos de la geografía española. Muchos son fieles a sus raíces, como algún “granadino” —libador de los vientos de la luna Catalina—, que sigue sintiéndose más de Jaén que Nuestro Padre Jesús o que “la esquina el Sagrario”, y le falta tiempo, con cualquier excusa, para enfilar la carretera hacia el norte y patear estas calles y plazuelas, floridas de historia y recuerdos, en las que se siente pletórico de felicidad: Por ellas sueña trazar los últimos pasos de su existencia. “Cuando estoy en Jaén —me dice—, olvido hasta mi nombre”. Y, tras la encendida sentencia, apura con pupilas rutilantes y una expresión facial de Lisa Gherardini, el penúltimo “chato” de vino, acodado en la barra de la taberna castiza frente a la Puerta del Ángel, en cuyo seno la clientela fija expresa los dichos jaeneros más auténticos, picantes y procaces que puedan imaginarse.
Por tanto, en cada cónclave periódico de diversas Sixtinas, de Jaén hablamos, de sus grandezas y miserias, que comentamos en voz baja, espantada la mirada de ansiedad, pues quisiéramos que, de una vez por todas, evolucionara hacia el modelo de ciudad que todos hemos diseñado en el magín. Quizá ya no podamos hacer nada. Es posible que las carencias de nuestro terruño querido deban también cargarse, como pesada cruz, sobre nuestras espaldas, porque no hemos sido capaces de atemperarlas. Pero nos hace dichosos querer, apasionadamente, a la ciudad que nos dio el ser y los mejores años de nuestra vida. Por ello esta reunión de entrañables compañeros es también momento para expresar un cariño profundo por nuestra tierra natal, un amor incondicional hacia esta villa sobria, lánguida, sencilla, inane que nos acoge, nos desborda, nos inquieta, nos remueve, nos consume, nos irrita a veces, pero a la que amamos siempre, con delirio inmarcesible. Y hasta somos optimistas. Algo de cambio atisbamos ya en el horizonte; esperemos que no sea tan solo una vana ilusión. Confiemos en las nuevas generaciones tan distintas a la nuestra en planteamientos vitales, pero con las que compartimos idénticas inquietudes ciudadanas.
Me llaman desde la planta de arriba. Voy a tener que poner fin a este escrito. Pese a tener los auriculares bien calados, mientras martillea en las entrañas el Beethoven de Klemperer — para mí, excepcional, grandioso, solemne, pausado, único—, oigo vocear a alguien, con insistencia:
-Ramón, Ramón, ¡Ramooooón!…
Parece estar destinado a mí tal reclamo. Siempre me ha estremecido oír mi nombre en labios femeninos. Tenía razón don Antonio Machado cuando poetizaba: “ Dicen que el hombre no es hombre/ hasta que no oye su nombre/ de labios de una mujer”…Pero chiissssss…silencio…que no oiga ni lea estos versos ningún ideólogo/a de género. Podríamos tener problemas autor, bloguero y lectores. ¡Guardemos pues el secreto!
Y vuelve a ocurrir el milagro una vez más. Me vuelvo a sentir hombre a los acordes de tan dulce, pero inapelable, pregón, aunque esa mujer sea la mía desde hace cuarenta y tres años, más otros tres de escarceos preliminares. Pese a la costumbre, todavía, oyendo tan mirífica cantiga en sus labios, fluye al caudal sanguíneo la testosterona —a instancias del hipotálamo—, desde las glándulas de mis partes nobles, como ha ocurrido desde aquellos primeros devaneos compartidos en el hechizo misterioso de la primavera granadina, y se agiganta tanto cariño estratificado sin pausa, en los adentros, por el tiempo y los vaivenes de la vida. Lo siento Ludwig, hay llamadas que resultan inapelables para mí. Más tarde volveremos a encontrarnos. Tu música siempre estará ahí para que vuele, solo y libre —como un águila real sobre los tajos serranos—, mi corazón sexagenario. Que Dios te lo pague.
¡Os quiero, “Octaveños” !