Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Aquella noche, el viento afilado que bajaba de Jabalcuz se acompañaba de un silbido premonitorio de tragedia. En el barrio antiguo todo estaba en calma. El aire enojado arremolinaba suspiros en la Plaza del Pato y marchaba indolente por la calle Santo Domingo. Sin embargo, todos dormían ajenos a la sentencia del tiempo. Todo estaba en calma, todo… menos en una casa cerca de la plazuela. Las luces permanecían encendidas y algunas vecinas estaban postradas en la puerta esperando noticias. La mujer se había puesto de parto. El doctor acababa de llegar. Las únicas palabras que salieron de su boca versaban acerca de la debilidad de la parturienta. Por ello, a pesar del viento, entre las vecinas reinaba el silencio.
Pasaban las horas, el viento seguía azotando los árboles adormecidos en su extraño letargo. Casi amanecía y, desde el piso alto, llegó el llanto de la criatura. Una de ellas subió casi sin aliento las escaleras. Jadeando, abrió la puerta y le vio con la criatura en brazos, con un temblor inexplicable. Ya dentro de la habitación pudo comprenderlo todo. El doctor se hallaba postrado junto a la mujer intentando tomarle el pulso. Después, se levantó lentamente y, mirando al hombre con ternura le dijo: “Hay que avisar al cura. Ha fallecido” Antes de marcharse, rodeó con su brazo el cuerpo del hombre que lloraba en lo más profundo de su alma mientras miraba a su bebé y le murmuró despacio: “es una niña”
La vecina se rompía en mil pedazos observando aquella escena. El hombre de pie con su pequeña en brazos, intentando calmar su llanto con la impotencia de alguien desolado por el destino. En la cama, la mujer muerta rodeada de charcos de sangre. Su último latido había coincidido con el primer lloro de su hija, sin haber podido ver su rostro porque el cielo injusto se la llevó en un suspiro, se la llevó con el viento que bajaba de Jabalcuz…
Al día siguiente, quienes se hallaban en el cortejo fúnebre que volvía de San Eufrasio pensaron en la necesidad de bautizar a la criatura cuanto antes. El hombre comprendió que era lo correcto. Por ello, una vez de vuelta a casa, acurrucó a su niña en brazos y cruzaron a la iglesia de La Magdalena. Las vecinas no le dejaron solo ni un solo instante porque, tanto su llanto como el de la criatura, llegaban al cielo que parecía ajeno a todo aquel dolor. Cuando el cura le preguntó qué nombre habría de ponerle, él no podía casi responder. Ni siquiera había tenido tiempo para pensarlo. Así que, ya que estaban en aquella iglesia decidió respetar la advocación y aseveró que la niña se llamaría María Magdalena.
Los primeros días se iban convirtiendo hora a hora en una cuesta hacia arriba, casi tan desalentadora como la cuesta de la Fuente de los Caños. Empezó a ser consciente de que él no podía tirar hacia adelante, a pesar de la inestimable ayuda que recibía de las vecinas. Se veía superado entre los llantos de la niña, los biberones… sumando a ello que no podía ir a trabajar a la carpintería para traer el sustento necesario a casa. Fue una decisión muy dura pero tenía que dar el paso. Estaba claro que su hija estaría mejor cuidada por las monjas, debía entregarla en un convento por el bien de todos.
Salió a la calle con la criatura en brazos y, antes de encaminarse al convento de Santa Úrsula, una de las vecinas le recordó el origen de aquella estancia. No estaba bien que la niña creciera entre los muros de una Orden que antaño recogía a las “mujeres de mal vivir”, era más conveniente llevarla a Santa Clara para que se criara bajo el amparo del Cristo de Bambú. El hombre asintió con una inmensa pesadumbre adueñándose de su alma.
Malena, como habían empezado a llamarla todos, dormía plácidamente en brazos de su padre, envuelta en una mantita de lana que le había hecho la vieja que vivía a espaldas del Hospital San Juan de Dios, en la calle Molino de la Condesa. El caminar de todos parecía una procesión pagana que se oculta en lo tenebroso de las sombras. Cuando dejaron a su izquierda el Peñón de los Uribe, el hombre comenzó de nuevo a llorar pero los demás quisieron guardar silencio en señal de respeto. Justo al pasar por la iglesia de San Juan, las campanas de la Torre del Concejo tocaron y la niña se empezó a inquietar. Quizá la caricia del viento afilado quería dejar marcado en su piel el recuerdo de aquel día macabro. Continuaron, con paso ligero aunque tembloroso, hasta que llegaron a las puertas de Santa Clara. Malena empezó a llorar. Una monja salió a las puertas y alargó sus brazos en señal de acogimiento. Pero el berrido de la criatura iba más allá. Su llanto se pegaba a las piedras y se esparcía por los adoquines en señal de despedida no deseada. Sus pequeñas manos se agitaban removiendo la manta y agarrándose al abrigo gris de su padre. El hombre notó cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Y miró a la monjita que permanecía con los brazos extendidos. Murmuró para sí: “no, esto no puede ser. No puedo alejarme de mi hija, es lo único que tengo en el mundo” Abrazó fuerte a Malena y mirando a la monja con los ojos cuajados en llanto, le dijo que agradecía su ofrecimiento pero que él no iba a dejar a su hija allí, ya vería cómo podría salir hacia adelante con la criatura pero que no se iba a separar de ella. Todos respiraron aliviados y marcharon de regreso a la plaza de la Magdalena. Por el camino, las vecinas empezaron a proponer soluciones. Cada mañana, el hombre iría a trabajar y ellas se turnarían a la niña para darle los biberones y para que no estuviese sola. Así saldrían hacia adelante. Él aceptó. Por el día, a la niña no le faltaría de nada gracias a aquellas mujeres y, al anochecer él volvería a estar con su niña viéndola crecer.
Y así fue. Malena iba creciendo en el día a día rodeada de cariño, iba de unos brazos a otros y, por las noches, el amor de su padre la llenaba plenamente. Pero aquel invierno resultó ser muy duro. Las noches frías se alargaban como una sierpe que iba ahogando poco a poco a aquel hombre pues, apenas se encendían los faroles de la calle, el manto nocturno despertaba el llanto de la niña como el palpitar de un ave taciturna. El hombre se pasaba las noche en vela intentando calmarla. Las vecinas le decían que le cantase una nana. Pero el pobre, se encogía de hombros y pensaba para sí: “si yo no sé cantar…”
Tal era el agotamiento del hombre que se le escapaban las noches en vela sentado al lado de la cuna sin saber qué hacer. Hasta que una noche en que el llanto explotaba en sus oídos quiso evadirse y cogió su guitarra. Era la misma guitarra con la que antaño, como aficionado, iba recorriendo las tabernas del barrio por si algún vecino se arrancaba con algún cante. Y el flamenco le hizo feliz durante mucho tiempo. Por eso se refugió en aquel cuerpo de madera y lo abrazó. Escuchó a su alma que le hablaba y, sintiéndose inundado de soledad, acarició las cuerdas y le regaló al infinito un toque por soleá. Los quejidos de la guitarra se esparcieron por todo el barrio. Malena miraba a través de los barrotes de la cuna. Y, mientras su padre estaba bordando un tercio por soleá, los ojos de la chiquilla se empezaron a cerrar y cayó en un sueño profundo cuajado historia y libertad.
Noche tras noche, la soleá sonaba a través de las ventanas de la casa y el llanto de la niña cesaba. Aprendió a dormir al compás de la soleá. Las vecinas le decían: “¿ves?, ya te decíamos que a Malena le tenías que cantar” Y él murmuraba: “No soy yo, es la guitarra o, acaso, la profundidad del toque por soleá” Y así nació aquella nana, en el Barrio de la Magdalena, para dormir a Malena, en los dominios de la ciudad vieja, amparada por el viento afilado que en las noches de invierno bajaba de Jabalcuz, nació la Nana por soleá.