Días atrás un famoso escritor proponía que debía ser de lectura obligada para los que quieran conocer los avatares de la guerra civil el prólogo del libro “A sangre y fuego…héroes, bestias y mártires de España”, del semi olvidado periodista Manuel Chaves Nogales. Ese libro escrito en 1937, en plena carnicería, refleja el pensamiento de un hombre que decía de aquellos días «vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justifican todo», y más adelante: «en mi deserción (Chaves se marchó de España) pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes».
Pues bien, tras la lectura de un par de centenares de libros y otros buenos cuantos de artículos y monografías sobre aquella tragedia colectiva, mi conclusión es la misma de Chaves Nogales y me sitúo en el centro del epicentro, en el cruce de caminos por los que circulan unos y otros con su verdad a medias y sus odios incrustados en su ser, como una losa de la que no desean desprenderse y que me pone frente a unos y otros como una isla desierta en un océano de tempestad. En esa indefinición por la que muchos me preguntan para saber si uno es un encubierto conservador o un progre moderado siendo para mí fácil de explicar aduciendo que nadie aún acertó a explicarme dónde se termina de ser de derechas y se comienza a ser de izquierdas o viceversa. Yo prefiero aprender dónde se es mejor persona desprovista de odios y enarbolando siempre la bandera del respeto y la tolerancia hacia los demás. Me apresuro también a decir que estar en ese punto equidistante de los extremos es causa infinitas veces de zozobra interior, de dudas constantes acerca del punto exacto en el que la verdad no admite por contundente ningún tipo de distorsión y sea esa verdad mía, desprovista de hojarasca e inútiles justificaciones, la esencial razón que anima a conformar dentro de mí unas convicciones y principios irrenunciables.
Esta reflexión que hoy hago pública coincide exactamente con el televisado traslado de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos a un mausoleo familiar cerca del palacio en el que con mano de hierro ejerció su poder dictatorial durante casi 40 años. No me voy a detener por asumida en si ha sido una maniobra del gobierno en funciones unos días antes de nuevas elecciones, ni si esa algarabía televisada le otorgará votos. Sencillamente lo único que cabe decir es que los restos que se han trasladado nunca debieron estar donde estaban. El propio nombre Valle de los Caídos lo aclara. Caídos -al menos para mí- fueron todos los muertos en combate en una y otra trinchera, todos los represaliados en uno u otro bando y todos los fusilados tras la guerra en una vengativa caza del hombre posterior al primero de Abril del 39 bendecida ¡¡¡tiene cojones!!! por la propia iglesia católica que se aupaba así a ser uno de los pilares del régimen autocrático que nacía. Ni los miles de curas, monjas y obispos vilmente asesinados por los rojos podían justificarse en el seno de una Iglesia que esgrime el perdón como razón de su existencia. Jesús enseñó a poner la otra mejilla en lugar de apuntar con el fusil de la venganza lo que antes había sido odio.
Por eso Franco muerto en su cama nunca debió ser enterrado en un lugar en el que reposaban sus víctimas. Ahora que ahondé en una investigación de mis antepasados familiares, tan estrechamente vinculados al primero de los dos grandes acontecimientos en la vida marteña como fue la llegada del ferrocarril a finales del siglo XlX (el segundo ha sido la llegada de Valeo) pienso en que por mucho desorden que hubiera en la II República española, por mucha división en el seno de los que gobernaban, por muchas facciones socialistas…Prieto, Largo Caballero y Besteiro, por muchos desmanes cometidos y consentidos por aquel mortecino ensayo de República, por mucho resurgimiento de posturas radicales anarcocomunistas… nada, absolutamente nada podría justificar ni aducir alguna mínima razón moral que ampararse el levantamiento militar de varios generales y sus guarniciones que tras las muertes de Sanjurjo y Mola entregaron poder absoluto a quien, miren por dónde, en nombre el gobierno de la República reprimió los sucesos del 34 en Asturias. Ellos son los principales responsables, si bien no los únicos, de aquella tragedia colectiva que en mi caso me impidió conocer a mi abuelo mandado asesinar en octubre del 36, después de ser encarcelado el 20 de julio por orden del alcalde Alfonso Ruiz, según consta en documento que poseo.
No supe lo que era sentir sus caricias, ni pasear de su mano ni recibir la dádiva del domingo.Y creo sinceramente que de no haberse producido la asomada militar pronto o tarde la democracia hubiera impuesto su ley, habríamos tenido un nuevo gobierno y nadie pequeño propietario y comerciante como en su caso habría sido asesinado. Otros miembros de mi familia tras la guerra fueron represaliados por los tribunales franquistas de represión de la masonería y el comunismo. Porque al fin, la guerra fue cosa de suerte, del lugar donde te cogiera el alzamiento. Imagino a mi abuelo de izquierdas viviendo en zona ocupada por los franquistas. Hubiera tenido tambien el matarile asegurado. ¿Cuántos que hacían la mili en una zona u otra combatieron por aquello en lo que no creían?, ¿cuántos desertaron y cambiaron de bando?, ¿qué garantías jurídicas hubo en una y otra retaguardia a la hora de juzgar y condenar a los desafectos?.
Por eso hoy al presenciar en directo el traslado de los despojos, he recordado muchos de los episodios canallas leídos sobre la guerra para concluir que fue una enorme tragedia en la que todos perdimos, España perdió y hoy 80 años después lejos de apostar por cerrar heridas algunos se empeñan en revivirlas buscando una razón moral. Hagan de una vez leyes que permitan buscar en las fosas los restos de los muertos. Entréguenlos cristianamente a sus familiares para su digno entierro. No alimenten más los odios. Reasignen al Valle el papel de lugar de reconciliación y vayamos al otro mundo los que ya somos viejos desprovistos de rencores. Yo al menos no conjugo la palabra odiar ni a los que mataron a mi abuelo ni hacia los que por su causa lo hicieron posible. Por pensar así como Chaves Nogales en una hipotética y no deseada algarada siempre sería por ambos bandos y como dejó escrito «perfectamente fusilable».