Por TERESA VIEDMA JURADO / Tengo un amigo, un buen amigo, lo que no deja de ser extraño a día de hoy, que, leyendo mi artículo “Los bien nacidos”, me aconsejó no escribir de esa manera, no dejar entrever mi esencia, mis opiniones, mi vida… “La gente sabrá entonces demasiado”, sentenció. Y no deja de llevar razón en sus miedos.
No sé si en ese o en otros escritos dejo ver mis pensamientos, mi carácter burlón, mi sensibilidad, mi ideología liberal o mi buena o mala estrella. No sé si cuando escribo me hago presente como un espíritu que vaga por este mundo hasta hallar a su médium, las letras, para manifestarse.
En otros momentos de mi vida, dicho aviso amistoso me habría puesto en guardia: solía importarme lo que conocidos o desconocidos pensaran de mí y cualquier crítica o afrenta habría podido, y de hecho pudo, dañarme. Pero hoy, más por los daños que por los años, y más por las alegrías que por las penas, me da absolutamente igual que alguien sepa o intuya saber algo o todo sobre mí. Aunque, la verdad, me considero muy interesante para mí y poco o nada para los demás. Quizá hubo un tiempo en que lo fui para ciertas personas de conducta mejorable, ya fuera por el cargo que otrora ocupaba o por algún otro atractivo a la vista de aquellos, ya fuera este físico o económico, del que solían aprovecharse cuando me cogían desprevenida.
Si releo cualquiera de mis artículos, compruebo que fácilmente se intuye lo que pienso sobre la política o los políticos, mi idea de la libertad, la importancia que le doy a la cultura y a una buena ortografía y, más aún, lo que para mí significa mi familia, y no hablo en el sentido siciliano del término, que también. Y más claro aún se lee y se ve que no perdono la cobardía. En cada una de mis novelas ahí estoy yo de nuevo: la lucha de una mujer fuerte y capaz por ser tratada con respeto, aunque bien es cierto que mis protagonistas lo logran y yo no siempre lo conseguí en el ámbito laboral, aunque sí en el personal que es mucho más importante e interesante. En los relatos, en los cuentos infantiles… es cierto que se me puede identificar, aunque los personajes sean de lo más dispares. Incluso cuando se trata de personajes contrarios a mis ideales y creencias, que manifiestan lo contrario a lo que pienso, se nota que son mis antagonistas, y por tanto que representan aquello que odio o en lo que no creo.
Realmente, si dejo ver algo de mí en mis palabras no es por poseer un concepto muy elevado de mí misma, un exceso de amor propio, egocentrismo u orgullo mal entendido. No es que sea yo misma en cada golpe de letra que sale de mi alma. En absoluto. Mis personajes se enfocan en distintas direcciones, tienen luces y sombras, ninguno es puro ni perfecto, pero hay algunos que, por más que se endurezcan, que hayan sufrido, nunca son capaces de cualquier cosa para obtener lo que anhelan, que no venden su alma, y otros que, como Fausto, no dudan en hacerlo y no vacilan en matar, física o socialmente, por conseguir lo que pretenden. Estos últimos no suelen tener miedo a que los cojan, y sí que poseen un concepto demasiado elevado de sus capacidades.
Por supuesto, las personas que creen ver en mis escritos mis más profundos sentimientos, temores, sufrimientos o anhelos es porque ya tienen una idea preconcebida, buena o mala, generalmente lo segundo, de mí. Y les agradezco que me lean, que me comparen, que piensen que tengo la mala leche de Rebeca, la suerte de Alicia, la inseguridad de Clara o cualquier otro atributo de mis protagonistas. Pero lo que verdaderamente me fascina es esa gente que me lee sin conocerme, sin haber hablado conmigo, sin imaginarme más que por la foto, realmente favorecedora, de la solapa de algún libro o de las publicadas en mi blog o en las redes sociales. Que no saben en qué he trabajado, qué era mi padre, o cómo pensaba mi madre. Si tengo hermanos, si mi marido me ama de verdad, si tengo hijos, si me gusta cocinar, si he engordado o sigo conservando mi aspecto, antaño favorecedor. A qué partido político voto, si soy feminista de las antiguas o de las confusas de hoy en día… Y que, a pesar de ello, se imaginan a Rebeca Zabala en «El asesino de la puntilla», con su cabello rojo y su vestido de punto verde hierba, inteligente, exigente, curiosa y resolutiva, y no piensan en la autora, o sea, en mí, o si lo hacen es como en alguien abstracto capaz de dar vida a historias que entretienen, que les gustan… O que no.
Y eso me hace feliz. Por tanto, y a pesar de que sé que mi amigo me aconseja lo que cree que es mejor para mí, no dejo de gritar al mundo a golpe de letra las palabras que creo que han de alimentar al menos a un espíritu libre: el mío.
Después de todo, soy de la opinión de que cualquier escritor deja siempre en cuanto escribe algo suyo, su impronta, sus ideales, su manera de ver el mundo, sus ilusiones o desilusiones, aun diciendo lo contrario, aun denunciando aquello en lo que uno cree. La época elegida en una novela histórica muestra el gusto, o disgusto, por la sociedad de la época. Los mundos fantásticos de la literatura de Tolkien señalan la capacidad de soñar, de indagar, de ahondar en lo más profundo de la naturaleza, del hombre e incluso de Dios, o de los dioses… Y las novelas de misterio protagonizadas por mujeres fuertes, aunque sensibles, apuntan a una persona que sueña con la justicia, con el triunfo de la verdad, de la paz.
Así que no, no tengo miedo a que me conozcan en cada letra, en cada palabra, en cada pensamiento que transmito en un artículo porque, si algo he aprendido con la edad, es que, hagas lo que hagas y digas lo que digas, te van a dar lo mismo y yo, al menos, quiero vivir y morir haciendo y diciendo siempre lo que me sale del alma. Todo lo demás, por más que nos engañemos, no deja de ser una conducta deplorable.