Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / Se había acostumbrado a contemplar aquel cielo a rayas, desde el ventanuco de su celda en la prisión. Llevaba allí casi cuarenta años. Cuarenta años… Era el tiempo
suficiente para planear una venganza. Porque él nunca lo hizo, él no mató al sereno, él
era inocente. Si Clara hubiese hablado, si ella hubiese dicho la verdad, Martín no
habría pasado tanto tiempo en la soledad profunda de una celda. Y más aún, siendo
inocente. Porque él no lo hizo… y Clara lo sabía.
Hacía más de cuarenta años que la pesadilla dio comienzo. Clara buscaba a Martín,
constantemente. Decía que lo amaba. Sin embargo, a la vista de todos, seguía siendo
la mujer de Gabriel, porque no se soltaba de su brazo aunque solo fuese para
aparentar. Pero, a escondidas, ay, lo que ocurría a escondidas.
Martín no podía evitar quedarse mirando a Clara embelesado. Era hermosa, muy
hermosa, a la vez que cruel. Pero él andaba ciego, dejándose llevar solo por sus
encantos. Y ocurrió que una noche en que Gabriel salió de viaje, Clara avisó a Martín
para que fuese a su casa. No pudo sucumbir a sus encantos. Él creyó que ella también
le quería… y, así fue que, en la profundidad de la noche, ambos se amaron mientras la
oscuridad se hacía cómplice de un amor prohibido.
Martín salió de casa, apresuradamente, mientras podía resguardarse en las sombras
de la noche. Pero finalmente, amaneció con ese sabor agridulce de que,
probablemente, durante los siguientes días, durante las siguientes noches, Clara
seguiría en los brazos de Gabriel. Aunque el amanecer fue distinto a como lo
imaginaba. Los gritos de los vecinos inundaban la calle. Martín salió y acudió a la
esquina de donde provenían los gritos. La esquina donde se unían su calle y la de Clara.
En esa calle, agonizaba el cuerpo del sereno, sangrando por una puñalada… hasta que,
finalmente, falleció.
La policía se personó inmediatamente en el lugar de los hechos, cogieron huellas y
analizaron pisadas. Determinaron las 12 de la noche como hora del apuñalamiento. Era
la hora en que Martín estaba en casa de Clara. Pero, sobre las cuatro de la madrugada,
Martín había pasado por allí, embelesado aún por su noche de amor con Clara. Pasó
distraído entre las sombras de la noche, sin darse cuenta de nada… aunque en el suelo
habían quedado sus pisadas.
Y comenzó el interrogatorio a todos los vecinos, en medio de la plaza.
“¿Dónde estuvo usted anoche?”, resonaban las voces de la autoridad preguntando uno a uno. Hasta
que llegó el turno a Clara. Y ella, respondió:
“Estuve sola en casa”. Y los ojos de Martín se llenaron de desencanto. Cuando le preguntaron, tampoco dijo nada, no dijo que aquella noche, en aquella hora, estaba con Clara. Pero, la policía se detuvo ante él y le dijo:
“Caballero, las huellas del suelo eran sus pisadas”. Y él miró a Clara que callaba.
Le apresaron y llevaron a prisión. Pasaron los años y Clara seguía sin decir nada. Y fueron muchos lustros mirando aquel cielo a rayas, en que Martín pudo trazar su venganza. Algún día saldría, sí, y se las vería con Clara.
Un día el carcelero abrió la puerta metálica. Le dijo que ya era libre. Y Martín pensó:
“Libre, para consumar mi venganza”.
Y allá que se fue, con un puñal en el cinto en busca de Clara. Ahora el cielo era inmenso, ya no era un cielo a rayas. Y fue aquella mañana triste en que Martín llegó a la calle de Clara con su puñal en el
cinto. Y vio a una mujer triste y vieja que apenas podía subir a su casa, se agarraba a las paredes porque estaba ciega, no veía nada. Alguien, al pasar, la saludó y ella respondió con voz cascada. Aquella que fue tan hermosa ahora estaba sola, Gabriel también la abandonó y ahora no le quedaba nada. Se acercó bien a ella, sacando el puñal de su cinto… pero, mirando en lo que había quedado, ya no tenía sentido su
venganza. El tiempo ya había hecho justicia con ella, con Clara. No sintió ni siquiera pena. Volvió a guardar su puñal en el cinto y se alejó calle abajo, despacio, mirando a aquella que tanto fue y ahora ya no era nada.
Y volvió a caminar libre, sabiéndose inocente. Mientras ante él se abría un cielo limpio e inmenso que le hizo olvidar, aquellos cuarenta años viendo tras el ventanuco de la celda, un cielo a rayas.