Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Llueve con cautela a las puertas de san Lucas. Escribo en mi atalaya del alba paladeando un café que me sabe a paraíso, mientras suenan en la radio de la cafetería del hotel villariego canciones de finales de los setenta avivadoras de recuerdos de mis años de enseñanza en Bailén y Andújar, cuando viajaba a diario hacia Sierra Morena para cumplir con mi devoción didáctica.
Todo el mundo habla de una sequía histórica, pero a mí me parece una situación más que habitual por estas tierras. La de principios de los noventa, por ejemplo, fue mucho más prolongada y drástica, hasta que por san Martín del año 1995 — ¡qué calor hizo aquel verano! —, comenzó a bajar la presión de forma continuada y se abrieron las compuertas celestes durante tres inviernos consecutivos de precipitaciones intensas y duraderas causadas por los ábregos del suroeste que son los responsables únicos de la generosa fecundación del olivar jaenero. Aún recuerdo cómo se desplomaba tumultuosa la arroyada por el Barranco de los Puercos, en la cara sur de Jabalcuz —tan solo ocurre en época de grandes lluvias— arrasando cuanto encontraba a su paso, o la doble y gran tormenta de la Virgen de Agosto del 96, en la que muy bien pudo haber desaparecidos si la primera de ambas trombas de agua hubiera ocurrido por la noche, con la natural confusión y falta de luz para evacuar las viviendas en la zona de los Puentes. Yo viví el comienzo de la primera e ingente arroyada, junto a un número de la Guardia Civil y un paisano, en el puente del río Eliche, y fue algo digno de ver cómo el flujo incontrolable de agua arrastraba desde frigoríficos y lavadoras, hasta una caballería que pataleaba impotente panza arriba, mientras álamos de gran porte caían abatidos por la fuerza colosal de la corriente.
Quiero decir con esto, que en nuestra zona estas alternancias de años secos y lluviosos es perfectamente cíclica y se sucede a lo largo de los siglos con exacta puntualidad. Nada especial digno de resaltarse como excepción.
Muchas personas de mi generación siempre comentan que en nuestra juventud caía del cielo mucha más agua que ahora, y es que los sesenta fueron particularmente lluviosos en esta zona —la década más lluviosa del siglo pasado—, como el 60, 62, 63, 66 o 69, años en que lo hizo de manera abusiva, y cuando bajábamos al colegio marista equipados con nuestras pesadas carteras —era duro aquél bachillerato de seis años y dos reválidas, amén de un complejo Preuniversitario con exigente examen ante tribunal, en Granada—, y las flamantes botas katiuskas. Resultaba un verdadero placer cruzar las grandes balsas de agua formadas en el Parque de la Victoria —así se llamaba entonces—, o la gran laguna junto al campo de fútbol del mismo nombre —¡qué romántico encanto cupresáceo tenía aquel estadio! — con el riesgo de entretenernos en demasía en tal acuática y cenagosa aventura y llegar tarde a clase, para ser apuntados en la lista negra por el alumno encargado de ello, al que mirábamos de manera torva, pese a que él nada podía hacer por aliviar nuestro retraso.
En la memoria el curso 68-69 cuando, los alrededores de la recién estrenada Facultad de Ciencias granadina, aún no urbanizados del todo, se convertían en un barrizal, en una resbaladiza pista de motocrós que nos hacía estropear el calzado estudiantil de la época, antes de sentarnos en las luminosas y amplias aulas para asistir a las clases de profesores recordados como Fontboté, Calvente, Rancaño o Guiraum.
Por cierto, en nuestro Jaén cayeron en enero, febrero y marzo de aquel 1969 las nada despreciables cantidades de 226, 279 y 128 litros por metro cuadrado, respectivamente. O, para establecer una interesante correlación, tiempo atrás, en el año 1937, en plena y fratricida guerra civil, cayeron 700 litros en ese trimestre, mientras al año siguiente, tan solo fueron 16 litros desde principios de año hasta finales de marzo. Una absoluta irregularidad, que, en aquellos tiempos si fueran estos se hubiese resaltado con titulares pavorosos de cambio climático y alteraciones del equilibrio atmosférico, que, sin duda es la capa menos equilibrada de nuestro planeta viajero por el sistema Solar, si no fuera ya suficiente el apocalipsis de la guerra que atenazaba España, y que aún muchos pretenden perpetuar en el tiempo, como si no existiera una leve posibilidad de que el ser humano fuera capaz de aprender de la historia y encaminarse en paz hacia el futuro, aunque yo sea pesimista con esta última hipótesis y piense, con desgarrada certeza, que los dos últimos seres que habiten nuestra piel de toro morirán lanzándose misiles, discursos feroces, o… cantos rodados, vaya usted a saber, voceando, con pupilas dilatadas y mirada inquisidora e implacable, sus irreconciliables pensamientos políticos esgrimidos como evangelios laicos inapelables.
Los años más secos del siglo pasado en nuestro Jaén fueron 1953, cuando cayeron tan solo 219 litros por metro cuadrado y 1995, con 246 —218 llevamos hasta ahora por estos pagos, por lo que pienso que rebasaremos holgadamente tales cifras antes del día de san Silvestre; sé que no superaremos la aridez de aquellos años estériles—. Mientras que los más húmedos y lluviosos, por la llegada de vientos ábregos atlánticos del SW, fueron 1960, con 1057 litros por metro cuadrado, 1969, con 1049 litros, 1963, con 1031, y 1937, cuando precipitaron 1020 litros sobre las fratricidas trincheras. A la vista de estas cifras podemos comprender como, para alguien de mi generación, cuando vuelve atrás la vista sin consultar tablas estadísticas, piensa que aquellos tiempos llovía mucho más. Pero es que 1941 y 1947 también rozaron los mil litros. Dicen los taurinos que los años de intensas lluvias, los toros de lidia son más peligrosos y agresivos por estar mejor alimentados de pastos naturales y por tanto ser más fuertes y bravíos. ¿Sería esta la causa de que el miureño Islero, tuviera el poder suficiente para abatir al asténico califa cordobés en aquella tarde malhadada de Linares del día de san Agustín de 1947?
Puede diluviar con fuerza en los compases finales de la feria jaenera, hecho por otra parte nada infrecuente en nuestra geografía. Aunque, al mismo tiempo, de irregular temperie, como es nuestro clima. Yo he conocido fiestas sanluqueñas de manga corta, cerveza helada y sofocos continuos, y otras, por el contrario, de chaquetón, tiritona y friegas de Vicks VapoRub. Ferias secas y polvorientas, mientras que, en otras la violencia inusitada del Céfiro y la descarga torrencial de aguas y granizos provocaba que las portadas feriales terminaran planeando sobre el Guadalbullón, mientras que en plena comida de la caseta cofrade había que arremangarse para cavar unas zanjas en el albero que evacuaran el torrente que amenazaba llevarse mesas, viandas y hasta personas de poco peso — estas últimas eran escasas en aquella caseta cofrade expiracionista— hasta el mismísimo Puente Nuevo.
El octubre más lluvioso del siglo pasado fue 1926 con 280 litros por metro cuadrado, el citado y muy lluvioso 1937, cuando cayeron 278, el primero de la centuria, 1900, con 215 litros por metro cuadrado, seguido de 1926, con 204 litros por metro cuadrado, y 1960 con 196. Tampoco fueron despreciables los octubres del 72, 76, 79, 91, 92 y 99. Por lo que respecta a este siglo, en las mediciones que realizo puntualmente observo que, en conjunto, los 23 años transcurridos han sido más lluviosos que el promedio de los últimos 100 años, destacando 2010, cuando casi se rozó la cifra de los 1200 litros por metro cuadrado —en febrero de dicho año cayeron nada menos que 312 litros—, y 2009, 2013 y 2018 en que se acercó a los 900 litros por metro cuadrado. En cuanto a sequías cortas destaco la de 2005 y 2015 en que no se llegó a los 400 litros, y esta última, que a mí no me parece nada del otro mundo pues comenzó a finales del año pasado, y no sabemos si puede prolongarse en el tiempo. El punto meteorognómico de san Martín nos aclarará el futuro, porque no suele equivocarse sobre todo si marca un ascenso o descenso claro de la presión y de otras circunstancias ambientales. Tiempo habrá para tratar el tema.
VIVIR CON INTENSIDAD
¡Qué maravilla organoléptica posee el café que acabo de degustar! Estoy a punto de encargar otro, pero resistiré la tentación, porque mi dosis es de dos de ellos diarios y, a estas alturas mantengo unas costumbres bastante morigeradas en cuestiones alimentarias, lo que me permite mantenerme en un peso adecuado y sentirme fuerte todavía, aunque eso, como todo en la vida esté en manos de Dios y Él decida cuanto tiempo te conceda aún en este peregrinaje vital.
Hoy, en mis estados he transcrito una frase que ronronea en la mente desde hace tiempo, pero no recuerdo donde la vi escrita. Decía algo así: Es como cuando la arena quema y te da igual porque sabes que corres hacia el mar. Así deberíamos vivir hasta el último día.
Es decir, quemándote con alegría, hasta la total consunción, en la hoguera vital. Hay que vivir intensamente cada día de la existencia. Que no nos ocurra lo que escribía mi admirado Goethe, el profundo genio alemán: En un momento dado de la vida, morimos sin que nos entierren. Se ha cumplido nuestro destino. El mundo está lleno de gente muerta, aunque ella lo ignore.
Vivir en plenitud, con ojos como platos, sin temor a abrasarte en los incendios vitales, siendo tú mismo y no un clon manejado por los tramoyistas de turno, ahora tan abundantes e implacables, religiosos y laicos —¿existe diferencia en estos tiempos? — que planifican tu vida al detalle y deciden qué es bueno o malo para ti, qué debes comer, o cuándo ayunar, qué coche tienes que usar, cuánto puedes gastar y en qué, cómo debes vestir, cuándo debes viajar y a dónde, qué autores debes leer con fruición, y qué libros mandar a la hoguera de inmediato, y qué debes pensar, opinar, falsear o callar sobre cualquier asunto, por nimio que sea, para no ser acusado de conservador, fascista, insolidario, negacionista y demás lindezas que tienen siempre a mano para decretar tu rotundo anatema, tu condena a un total ostracismo, cuando no un señalamiento inquisitorial, a una expulsión de Facebook, a un amarre en la picota ante el escarnio público. Y, mientras tanto, voceando proclamas de libertad desde todas las tribunas. Y de progreso, faltaría más, ¿cómo podría progresarse de otra manera?
Pero sin miedo a tanto censor, a tal sinfín de cirujanos lobotómicos, a tanto agendista de un futuro global y clónico hay que seguir viviendo siguiendo tus propias claves vitales, y hacerlo con tal intensidad que conviertas cada minuto en un universo eterno. Día a día, sin desmayo, intensamente, lúcidamente, apasionadamente, poniendo en ello todo lo que verdaderamente eres, y hacerlo generosamente, sin esperar nada a cambio, como dice la Bhagavad-gītā, texto sagrado hinduista al que tengo mucho aprecio pues contiene fragmentos de innegable y contrastada sabiduría como este: Tú tienes derecho a la acción, pero sólo a la acción y nunca a sus frutos. Que los frutos de la acción no sean nunca tu móvil. Son las almas miserables las que hacen del fruto de sus acciones el objeto de sus pensamientos y de sus actividades. Hay que vivir sin pensar nunca en los frutos de la acción. Eso es vivir desprendidamente, lo demás puede ser una vida útil, práctica, o bien vegetativa, tranquila, sin riesgos, eso sí, pero irreal, una especie de muerte en vida que jamás ha ido con mi carácter, pese a algún que otro desengaño vital que me he llevado en la existencia, aunque ese es el precio que debes pagar por ser quién eres, ni más ni menos. He dicho verdadera autenticidad en el gigantesco teatro de guiñol que es la sociedad postmoderna; verdad por la mañana, mentira por la tarde, todo verdad, o todo falso dependiendo de los intereses de los directores de la tragicomedia. Es tarea ardua, pero compensa. Por eso me consuela la frase del poeta, pintor y escritor americano E.E. Cummings, cuando escribía: Ser nadie más que tú mismo en un mundo que hace todo lo posible, día y noche, para convertirte en todos los demás, significa librar la batalla más dura que cualquier ser humano puede librar.
EL ARTE JAERDINERO
Cada año, en estas calendas llamo a José para que me arregle el jardín. Jose es un villariego de pura cepa, de los Simeones (por resaltar su mote villariego familiar), agricultor y jardinero, trabajador nato, primoroso en el ejercicio de sus tareas, limpio, pulcro, eficaz, cuidadoso; un verdadero artista de esta disciplina ornamental, pues sin duda es un arte el cuidar de esta forma un jardín, recortar, podar, repasar, darles forma a las plantas, airearlas, y hacerlo con método, precisión, limpieza absoluta y natural habilidad y siempre con una sonrisa en los labios. Jose es un culé impenitente —yo le digo con cierta sorna que ahora, con los avances de la medicina, hasta puede que existan tratamientos novedosos, que se informe, por tanto—, aunque ahora anda algo desencantado con los temas negreiros y amnistíacos y dice que ha decidido ni ver la tele, ni oír la radio, lo cual me parece que es una profilaxis genial para una vida apacible y sensata, pues es tal la confusión, la sarta de mentiras, contramentiras, medias verdades, cambios de opinión y barullos programados que reina en tales medios y redes sociales que conviene aislarse y llegar a tener pensamientos propios, lo cual no es tan difícil si lo intentas, aunque goce de mala prensa tal osadía.
Jose es un gran aficionado a la bicicleta y cada fin de semana hace largas y complejas rutas con un grupo de amigos por nuestras sendas serranas inigualables, únicas en Andalucía. Jose es franco, leal, cercano; alguien de quien te puedes fiar en todos los aspectos. Como decía el recordado Santiago Bernabéu: para conocer a una persona tan solo debes mirarle la jeta. Ahí está escrito todo. La jeta de Jose habla por sí sola. Es una mirada cuya cuna es el corazón y te informa con claridad sobre su franqueza, lealtad y bonhomía. Puedes confiar en él sin lugar a duda.
Quiere terminar la faena hoy, pese al chubasco intermitente que está cayendo en este día de san Lucas. Ya ha recortado jazmines azules, tuyas, evónimos, pitósporos, cicas, adelfas…despojado con pericia de sus vestiduras otoñales a catalpas, moreras, pinos, acacias, lilos, albaricoques y pistacheros. Ha dejado bien podados de su carga de ramaje a los caducifolios, lo que nos hace recuperar unas vistas dilatadas del exterior el resto del otoño e invierno, permitiendo que mi casa, orientada al SW, reciba plena insolación en los meses más fríos. Por el contrario, cuando recuperen sus galas primaverales nos protegerán de la canícula.
Dos días ha durado su faena que acaba de terminar con el primor y limpieza con que lo hace cada año. Ahora se encamina a casa de otro buen amigo que le ha pedido ayuda para solventar un pequeño problema. Y yo hablo con mi hijo Ramón sito en tierras catalanas, pues es su cumpleaños que no podremos pasar juntos. Monchi nació un día de san Lucas, jornada en que su madre no quería acudir demasiado pronto al paritorio a dar a luz y de esta forma estábamos, en la mañana de aquél 18 de octubre de 1978, en una caseta infantil contemplando un teatro de marionetas, junto a mi hija mayor de dos años, hasta que las contracciones fueron tan evidentes que la parturienta dio la señal de alarma para encaminarnos al maternal —no sé cómo pude conducir con semejante taquicardia—, donde nació la criatura sin problema alguno. Después fue bautizado el día de santa Catalina en san Ildefonso, y pasado posteriormente por el manto de la Virgen de la Capilla, como en su día hicieron con su padre que ahora escribe con nostalgia infinita sobre el asunto.
RECUERDOS DE OTROS TIEMPOS
Quizá esta tarde, me dé una vuelta por la feria, aunque la edad no sea ya la más propicia —tampoco mis actuales intereses vitales—, y las diversiones feriales hayan cambiado tanto y tanto. Si lo hago, será para recordar otros tiempos, ni mejores, ni peores, tan solo distintos a estos. Aturdirme en la memoria con las sirenas del Látigo, el Alaska y los Coches Locos, imprimir labios y mejillas de un algodón nuboso, rosado, dulce y peguntoso, tirar al blanco en alguna caseta para ganar una sencilla bola de anís, o manejar con habilidad y suerte los mandos de la carrera de camellos, beber una copita de cariñena, con barquillo, bajo los maños pisadores del lagar, oír los pregones del locutor de la Tómbola del Cubo, o volver a mi casa de la Plaza de las Palmeras, bajo el rosicler del crepúsculo y la caricia furtiva de estrellas temblorosas, aspirando el aroma de las primeras castañas asadas que viejecitas arrugadas, cubierta la cabeza de negra toquilla, despachaban en el cartucho de papel de estraza. Es decir, recordar que siempre es volver a vivir.
Son otros tiempos, otras costumbres más globalizadas. Ferias calcadas unas a otras sea el lugar que sea. Idénticas actividades. Bullicio de reuniones diversas y calcadas. Parecidos menús. Música atronadora. Similares selfis de rostro bobalicón y etílico, las mismas fotos de pulgares hacia arriba, gin tonic en la otra mano, bocas femeninas esbozando besos, sonrisas dentales algo forzadas, análogas músicas, bailes, gritos y diversiones. Hemos perdido, como en muchos otros campos, nuestra identidad jaenera, y hemos ganado en globalidad y uniformidad de costumbres, pensamientos y sentimientos, aunque nuestra feria sigue viva para las nuevas generaciones lo cual celebro, aunque ya no me seduzca compartir. Pero la ilusión infantil, el olor y sutil evocación de los recuerdos de aquellas ferias sanluqueñas, que aún me hacen temblar, siempre estará archivado como un tesoro en lo más profundo del corazón. Y escribo esto último estremecido por los compases de la desgarrada Allemande de la Partita tercera en La menor para piano interpretada por sir András Schiff, el genial intérprete de Bach.
Me pregunta ahora mismo por wasap un joven filólogo, jaenerísimo y sabio amigo, al que la ciudad deberá mucho en su momento, lo aseguro, si creo que, esta tarde desapacible y huracanada de jueves, Eolo, el señor de los vientos odiseico, abrirá con su potencia olímpica la Puerta del Perdón de nuestro templo mayor como ya sucediera en otras ocasiones. Le digo que no lo veo posible, que pronto cesará un tanto su ímpetu para dejar paso al agua esperada y ubérrima.
Porque esa puerta grande del espíritu jaenero ya sueño con verla abierta de par en par, pero otro Miércoles Santo, cuando la Cruz de Guía de la Hermandad catedralicia blanquinegra marque el camino penitente a seguir por sus hermanos por las calles de nuestro Jaén de los vientos y los sueños. Faltan tan solo 159 días, si Dios quiere. ¡Sí, sí, está bien hecha la cuenta! El próximo febrero es bisiesto. No se me ha pasado.
Braman los últimos compases del vendaval ábrego. Ahora diluvia con fuerza sobre el olivar reseco. Bach en el alma. Tiempo de otoño. Tiempo de contemplación y recuerdo. Tiempo de pasado, presente y futuro. Tiempo eterno.
Foto: Jose, agricultor y jardinero villariego.