Vienes en silencio, Señor. El blando rumor de tus pies, tiernos y descalzos, es como una divina caricia de terciopelo que funde nuestra escarcha vital. El adviento de tu llegada nos remueve el alma en la ansiedad del prodigio. Mientras tanto proseguiremos nuestras francachelas navideñas, profusos ágapes de cincuenta euros, mínimo, las luces caleidoscópicas en las viviendas, los regalos carísimos que penden del árbol, por supuesto, que eso es lo proverbial en estas tierras de culturas ancestrales mediterráneas, la ansiedad mal disimulada, camuflada entre compras compulsivas, bullas anheladas, corazones rojos de wasap —¡qué fácil resulta “amar” virtualmente!—, carreras hacia ninguna parte, mensajes sin alma, gritos de “felices fiestas” que significan muy poco, aunque los recomienden desde la Comisión Europea, tecleo incesante del móvil enviando frases hechas, y cierta congoja candente que roe las entrañas, travestida de jolgorio y jocosidad.
Te acercas, Jesús. Una virgen galilea te presiente en cada instante que ella eterniza con la seda de su gesto manso, preñado de esperanza, mientras cruza, con la Vida en las entrañas, los límites provinciales a lomos de un dócil borriquillo que un hombre justo, humilde, creyente y temeroso de Dios, guía con ternura del ronzal bajo el desmayo trémulo, infinito y remoto, de la grandiosa menorá de las estrellas. A ella le abrasa como hierro ardiente tu calor divino en el seno —limpio vergel de azucenas gloriosas—. Guarda las palabras del ángel en su corazón, las medita, saborea, rumia, recrea en la mente, una y otra vez, sin poder acabar de entenderlas, pero aceptándolas confiada —la fe es aceptar el qué, no entender el cómo; y siempre es un don de Dios—, con un pellizco indefinible de recóndito gozo que la hace temblar. Mientras tanto nosotros continuaremos con nuestras risotadas estériles, nuestras ridículas y vacuas prepotencias, los gimnasios matutinos y la exaltada oda a los alimentos, mágicos y saludables, como si fuéramos a ser eternos —pero es calidad de vida, decimos, cuando lo que sentimos en nuestro dietario vital es una secreta impotencia que aumenta con los años; un miedo cerval a lo desconocido, a ese oscuro enigma de la muerte que nos desborda de ordinario, aunque lo disimulemos—, nuestras ideas confusas, nuestras obediencias ciegas, nuestra banalidad cotidiana, nuestras tele consignas inconscientes, nuestra cortedad de pensamiento. Y luces, en las casas, y más luces, desde finales de noviembre. Luminarias a veces rimbombantes, ridículas, cuando no horteras. Frías candelas de escaso brillo interior acompañadas de símbolos que no son propios de nuestra cultura mediterránea: desmadejados papanoeles, barbudos, blanquirrojos y orondos, que escalan los balcones pese a su artrosis galopante, cuando ese es un territorio hace largo tiempo reservado por estos parajes a los donceles reales, e incluso a Carbonilla, el ladino personaje del séquito del rey negro —¡bueno!, afroasiático, a ver si me va a censurar el artículo, algún férreo reprobador con carnet de progreso, celoso y democrático vigilante de la corrección ideológica y lingüística—, quien siempre ha traído carbón a los niños que no se han portado demasiado bien. Aunque eso ya ha prescrito, ¡oh gloria ecuménica!, pues “tó er mundo es bueno” —como en la película de Summers—; nada resulta ya transgresor, cualquier conducta, por inhumana y aberrante que sea, es lícita, alabable y provechosa; cualquiera, salvo aquella que atente contra las inflexibles e integrales imposiciones de los nuevos dirigentes laicos, o religiosos, preclaros profetas de un nuevo y global mundo de progreso indefinido bajo su tutela. ¡Sostenibilidad! ¡Ecohumanismo! ¡Resiliencia!…, predican. Y caen en arrobo místico, en lisérgica experiencia, ante el poder taumatúrgico de tales sintagmas, mantras que parecen talismanes capaces de abrir las siete puertas de acceso a ignotas dimensiones. Y renos, extensos rebaños del artiodáctilo, ¡faltaría más!; ¿cómo no iban a verse en esta época renos refulgentes, con albas y sedosas cornamentas, pululando por nuestro paisaje olivarero de zorzales, liebres y jabalíes que hozan tenaces en la profunda madrugada en busca de raíces y tubérculos? ¡Renos del bosque mediterráneo!, iluminados y estáticos, en los jardines urbanos y rurales bajo la luz de Selene que brinca los montes para impartir, desde su cátedra nocturna, lecciones de misterio y hermética ternura. ¿Podría faltar un reno de la taiga en nuestro Jaén de los tajos olivareros, la pipirrana, los ochíos y el canto de pan y aceite? Pero es que como se ven en la tele, en Central Park, o en la City londinense, y la tele es el catón de estos tiempos…; la tele, los medios, los parlamentos, los nuevos púlpitos climáticos, o las proclamas de la ONU…Y el que saque los pies del plato se le censura en facebook que esta es una época, por fin, libre y sin cadenas para el ser humano, dios único del nuevo mundo y de todas las agendas previstas en la próxima centuria. Y, en casas y balcones, todavía más luces sin sentido, multicolores, cambiantes, en ocasos momentáneos, en destellos sincopados, en ráfaga de ametralladora, que parecen más bien anunciar un lúgubre lupanar de carretera que la alegre esperanza cristiana por la llegada de la palabra encarnada; el vuelo de la Vida desde el seno del Padre, donde fue engendrada antes que naciera el Tiempo, hasta las entrañas, humildes y purísimas, de una virgen nazarena. Y en el territorio urbano, un alquilado, mimético, carísimo y hueco cono de luz, plantado junto a la fachada del templo matriz, para que las gentes entren en tal cubículo con cara turulata, como si atravesaran, viajando hacia otra dimensión, alguna frontera del Universo, y se hagan cada año —tal honda “experiencia” parece olvidarse pronto— idénticos autorretratos inefables, con sus bolsas mercantiles en bandolera, y expresión de estar satisfechos de la vida, del progreso sine fine, y de estas celebraciones comerciales, sin hálito espiritual o humano alguno, que algún adocenado personaje calificó como las fiestas de los afectos.
Pero la casta virgen galilea, ajena a estas minucias —ella que fuera concebida sin mancha—, seguirá su periplo gestatorio sobre su cabalgadura, y cruzará nuestras tierras fronterizas, al paso de la luna lunera que argenta con delicadeza la vieja esmeralda del olivar. Caminará el borriquillo por sus plazoletas, que al día siguiente estarán pobladas por un cortejo de cuadrillas que despojarán al viejo árbol de sus brillos aceitunados para extraer el óleo bendito, riqueza, símbolo y motor de nuestra tierra, mientras palpita con júbilo en las entrañas de la desposada, encinta milagrosamente, el niño divino que nos viene, pues quiere abrir ya los ojos para contemplar el perfil inolvidable de la ciudad olivarera. Una Luz que está a punto de llegarnos para disipar para siempre angustias y sombras de muerte de nuestro existir cotidiano. Mientras tanto, últimas reuniones, de empresas, de familias, de grupos y entidades. Condumios onerosos, globales, clónicos, raquíticos menús sin alma; cocina de diseño con repetida similitud de sabores, blanduras y durezas. Ágapes plagados de fotos, gritos y brindis espumosos que tantas veces quieren ocultar, aunque las revelan sin palabras, hondas congojas vitales. Carcajadas nerviosas, ridículos gorros de Papá Noel —que nunca fue san Nicolás, obispo, sino un invento de la Coca Cola en 1931—, matasuegras, ¡patataaaa!… en la instantánea del recuerdo, bicarbonato vespertino, orfeón nasofaríngeo nocturno, y sensación de desasosiego pese a tanta jarana y alegría impostada.
AQUELLA NAVIDAD
La Virgen va caminando
con su Niño y San José
y en la mitad del camino
pidió el Niño de beber,
y en la mitad del camino
pidió el Niño de beber.
No pidas agua, mi vida,
no pidas agua, mi bien;
que las aguas vienen turbias
y no se pueden beber…
Aguas turbias que pueden limpiarse con el recuerdo de tiempos pasados, que no eran siempre momentos de gloria, ni todo era mejor que ahora, pero al menos la forma de vivir estos días santos resultaba más auténtica y humana. Aguas turbias depuradas por la celebración auténtica no de unas “fiestas de invierno”, sino de la Navidad —sintagma que resulta de la contracción léxica de Natividad—; el nacimiento en un oscuro portal, esclarecido por fulgores celestes, del Hijo de Dios encarnado que va a acampar entre nosotros para situarse a nuestra altura humana sin despojarse de su condición divina, tras latir nueve meses su corazón divino, al compás del de su madre terrena, y de esta forma, sublime y misteriosa, marcarnos para siempre el camino de la verdad y la esperanza. Yo nunca voceo en este tiempo felices fiestas, porque no entiendo a qué pueden referirse cuando se emiten tal risueño pregón. Si no fuera creyente nada tendría que celebrar. Por tanto, tan solo desearé a mis seres queridos, amigos, hermanos en la fe y lectores una cristiana, íntima, gozosa, silente, sencilla, recogida, sobria y austera, esperanzada, familiar y entrañable celebración de la Natividad de Nuestro Señor. Una Navidad repleta de símbolos que han sido siempre nuestros a lo largo de los años, que traen a la memoria recuerdos de la infanci marcados a fuego dentro de mí.
La preparación del belén casero pasada la Concebida, situando con mimo infinito cada figura que había pasado el año cuidadosamente envuelta entre papel y pajas, en su lugar correspondiente, el puente de espejos sobre el río, que atraviesa el cortejo real de los monarcas Melkón, persa, Gaspar, árabe y Balthasar, indio, nombres que cita el evangelio armenio de la infancia de Jesús. Quedar extasiado ante el sonido de los primeros villancicos emitidos en Radio Jaén EAJ 61, la voz del Santo Reino, los sabores tempranos del alfajor casero, o los mantecados del Horno Chinchilla, la visita, de la mano materna, a los belenes jaeneros con la bufanda bien calada en torno a la boca, los puestos de zambombas y panderetas junto al Hotel Nacional, las manadas de pavos ignorantes de su próximo auto de fe en la cazuela, la cena familiar, íntima, cordial, pausada, sentida; plena de una serena alegría, de una paz confortadora. La estremecedora misa del gallo embrujado en noche tan señalada ante el mágico arcano, belleza y hondura de la liturgia latina, tan lejana a la cada vez más plebeya y “creativa” vulgaridad cultual de los tiempos que corren, aunque hay excepciones que confortan. De vuelta a casa los últimos villancicos cantados junto al nacimiento, con mi rotunda zambomba —no grites, Monchi, que el abuelo ya está durmiendo—, los grupos de jaeneros festejando en las calles la llegada del Niño Dios, cantando coplas antiguas de la nochebuena jaenera, coplas con sabor a cortijo serrano con ciprés junto a la lonja, a fiel mastín que custodia su rebaño humano, a lastimero ulular de la lechuza en su posadero, ruinoso y críptico, a copa de aguardiente que caldea las entrañas, a lágrima furtiva que añora algún ausente, a noche estrellada que suspende el ánimo; coplas de chirri y pastira, de aceituna recién prensada, de luna de miel helada, limpia, moruna, afilada como un alfanje, coplas de gatos que ronronean enroscados en los capachos ajenos al inmenso trajín del molino, coplas de beso y recuerdo de los que ya se fueron, de suspiros de añoranza. Coplas de amor, cantos de fuego entonados con la masa de la sangre, junto al calor de la lumbre de olivo, o por las pinas y empedradas callejas jaeneras entre pequeños sorbos de resolí de hierbas o de anís dulce para aclarar las gargantas. Villancicos de la tierra gritados a coro, a veces con voces destempladas, afónicas, pero siempre cálidas, acompañadas de zambombas, almireces, carracas, panderetas, platillos, triángulos o botellas de anís de cuyas rugosidades vítreas se extraía por frotamiento un sonido inolvidable, navideño tantán jaenero. Villancicos entrañables de la Nochebuena de aquel Jaén perdido. Después, el frío de las sábanas almidonadas, templados los pies por la bolsa de agua caliente, la sensación de paz interior que la imaginación de un niño era capaz de plasmar antes de alcanzar el sueño. Y la llegada de este mientras me arrebataba el sonido de los cánticos navideños en la fría madrugada jaenera. Sueño que venía de la mano de un sonrosado niño Jesús al hacerme presentir que iba a ser mi compañero a lo largo de una vida, y cuya presencia no he cesado de ventear, a mi vera, sin dejarme ni un momento —ni tan siquiera en los instantes más oscuros de mi periplo vital—, pese a mis constantes infidelidades humanas hacia el inmenso regalo de su Gloria, de su inefable Verdad tan lejana a nuestras pequeñas, mudables y mezquinas certezas humanas. Navidad entrañable para el creyente, que ahora al evocarla me conmueve su recuerdo y su llegada, y más si está sonando en este momento la pequeña fuga para órgano en sol menor bachiana –BWV 578—, que me hace llorar sin lágrimas y temblar serenamente.
ES MÚSICA LA POESÍA
Y comienza a martillear mi mente otra música poética, porque eso es la poesía, fluida y rítmica melodía que recorre el caudal apasionado de la sangre:
Zagalejo de perlas,
hijo del Alba,
¿dónde vais, que hace frío
tan de mañana?
Como sois lucero
del alma mía,
al traer el día
nacéis primero;
Pastor y Cordero
sin choza y lana,
¿dónde vais, que hace frío
tan de mañana?
Perlas en los ojos,
risa en la boca,
las almas provoca
a placer y enojos;
cabellitos rojos,
boca de grana,
¿dónde vais, que hace frío
tan de mañana?
Que tenéis que hacer,
pastorcito santo,
madrugando tanto
lo dais a entender;
aunque vais a ver
disfrazado el alma,
¿dónde vais, que hace frío
tan de mañana?
Así se expresaba Lope, nuestro excelso poeta del Siglo de Oro, en unos versos que leía de niño sintiendo escalofríos, pese a no asimilar totalmente tan depurado y lírico léxico, aunque asombrado, eso sí, por la musicalidad de los versos que me recorría, como torrente desbordado, la sangre en tal lectura. Nace el Pastor y Cordero sin choza, ni lana. El Niño divino cuyos ojos son perlas y su sonrisa un tizón candente que abrasa el alma de una alegría inexpresable capaz de otorgar sentido a la existencia.
Alegría para todos. Porque ese niño que va a nacer nos traerá la paz, es decir, la sencilla humildad del espíritu, la serenidad de la conciencia, el orden, la armonía; el poder redentor del verdadero amor. Pero no nos traerá la “paz del mundo” (Jn 18, 36), aunque ahora tanto destacado jerarca quiera equiparar dimensiones tan distintas y opuestas. Su paz es el abandono y confianza en su providencia, la escucha y el seguimiento de su palabra de fuego.
Profundo misterio de la Navidad. Alegría interior. Paz en el alma. Silencio creativo. Celebraciones íntimas y gozosas. Y después, debemos mantener en nuestras casas, los belenes, los adornos cristianos que nos recuerdan el prodigio, ya que el tiempo litúrgico no acaba con la llegada de los Reyes Magos, sino que llega hasta la celebración del Bautismo del Señor, el domingo posterior a la Epifanía, aunque había tiempos en que se prolongaba, en nuestra tradición católica, hasta el día dos de febrero, el día de la Candelaria, la fiesta litúrgica de la Presentación del Señor en el templo.
Está pariendo María, la elegida de Dios, en un portal escondido sobre el bosque de olivos. Cantan los ángeles sobre la ciudad de los vientos y los sueños. Se abren los ojos de Jesús y su primera mirada es la de una ciudad sencilla, humilde, que no termina de dar todo lo que encierra dentro de sí, pero de una belleza y tal carga escondida de valiosos talentos que debemos aprender a captar, a valorar, a despertar, a defender y a vocear a los cuatro vientos. Es un recién nacido, pero ya sabe que volverá, en brazos de su madre, una noche de junio, cuando callen las chicharras, y los ladridos de perros lejanos, silenciados por tan insigne misterio. Sabe que su recuerdo será imborrable entre sus murallas. Sabe que la Cruz de su redención, blanca por la luz de su gloria, presidirá las alturas calizas para bendecir a los jaeneros de toda clase y condición. Sabe que, hasta el último día de su existencia, Jaén tendrá ese símbolo redentor señalando a la rosa de los vientos, pues esta ha sido y será una ciudad creyente. Sabe que, si alguna vez esa Cruz fuera arrasada, la ciudad no volvería a ser la misma. Moriría junto a sus despojos.
Buscan un lugar adecuado María y José. Sigue sin haber sitio para ellos en la ciudad. Necesitan silencio, paz, recogimiento y la única luz de los luceros, y de esa estrella que señala el lugar donde tendrá lugar el acercamiento de Dios al Hombre. Va a nacer Jesús en alguna cueva tapizada de musgo, del Zumel, de las faldas del Castillo, de la Mella, o por las peñas de la Imora. Cantarán los ángeles, caerán de hinojos ante la luz de su rostro pastores y hortelanos, chirris y pastiras. Y Jaén y los jaeneros quedarán benditos en esta Noche Santa. Por las plazuelas del olivar algún juglar —nacido en primavera en aquel oasis urbano que fuera cruelmente aniquilado—, tañerá su rabel y entonará una copla de amor al recién nacido, y a la ciudad a la que nunca dejó de querer, porque si algún día eso ocurriera ya no podría seguir viviendo:
En la noche de luna,
plata y tomillo,
¡va a nacer mi Jesús
por los olivos!
Va el borriquillo
que cabalga María
con alegría.
Trote sencillo,
frío de cuchillo,
hielos furtivos.
Va a nacer mi Jesús
por los olivos…
La mira su esposo
con gran ternura.
Admira su hermosura,
fiel y amoroso.
Respira ansioso
con gesto vivo.
¡Va a nacer mi Jesús
por los olivos!
Mi dulce esposa.
Mi bien, ¡cariño!,
¿sientes que viene el Niño,
cara de rosa?
Noche grandiosa,
cielos altivos.
¡Va a nacer mi Jesús
por los olivos!
¡Bendita esta ciudad!
rincón querido,
¡que presta a mi Jesús
cuna de olivos!
¡Bendita seas, Jaén,
bella ciudad,
pues te vistes de gloria
por Navidad!
Ramón Guixá Tobar.
En tiempo de Adviento. A ocho días de la Natividad del Hijo de Dios.
Imagen: Fotos Antiguas de Jaén. La tienda de Galerías Preciados con el ambiente de la Navidad.