Mi salto gozoso del tálamo ronda entre las cinco y media y las seis menos cuarto de la madrugada. Son momentos de tal silencio y hondura que siento hasta vértigo; quizá sean mis horas preferidas de la jornada; mágicas secuencias en las que la soberanía de un tiempo paralizado se hace gozosa presencia de uno mismo. Aunque para comenzar con buen pie el periplo cotidiano debo hacer un copioso desayuno. Es la comida primordial del día; dicho esto con osadía en un país que mantiene, con una tozudez inasequible al desaliento, una agenda de pitanzas de auténtica locura, agravada por la anomalía del nefasto cambio horario que nos hace vivir en verano dos horas por delante de la carrera solar, lo cual es aberrante para nuestros ritmos biológicos tan incardinados a procesos relacionados con la luz. Pero yo hace tiempo que sigo mis propias y personales cadencias. Por eso mis desayunos son tempraneros, y constituyen todo un rito de preparación, ejecución y masticación agradecida.
Tomo tres o cuatro huevos a la semana. Se trata de un alimento completísimo -¿podría la Naturaleza equivocarse al diseñarlo cuando de su esencia blanquigualda se generará un nuevo ser vivo?-, y más para personas de mi edad. Y los consumo siempre en el desayuno, de todas las maneras posibles: fritos, con una loncha de jamón como vistosa escolta en el plato, amén de unos dorados ajitos, celosos manigueteros de los ribetes tostados de la clara, revueltos lentamente -para que queden esponjosos- con una pizca de pimienta, en tortillas variadas… Además acompaño esta delicia con un par de tostadas de pan integral de masa madre con pasas, untadas amorosamente con ajo, aceite en rama, aguacate y tomate rallado, además del zumo de dos naranjas, siempre con su fibra original que añado al vaso, pues si no lo hiciera así favorecería una peligrosa descarga de azúcar en el torrente sanguíneo que podría encaminar mis pasos al segundo guarismo de la diabetes; la que se alcanza en edad provecta. La sublime liturgia, fragante y visual, de estos manjares yacentes en la bandeja está presidida, como toque final, por la gloria, vaporosa y ardiente, de un aromático café con leche, enriquecido con canela como único aditivo. Todo un espectáculo visual, olfatorio y papilo gustativo que no solo me aporta la energía suficiente para encarar las horas siguientes, sino que además me hace radicalmente feliz -y esto es también importante; más que otra cosa-, desde antes que el alba comience a florear con delicadeza infinita para diluir la ubicua mancha de tinta que forman la noche y sus cortejo de sombras.
Tan opíparo, sensual y reconfortante festín lo acompaño con música sintonizada en Radio Clásica – siempre que no estén emitiendo largos y tediosos parlamentos, que es lo habitual en los últimos tiempos – , desechada hace tiempo la tele, y la radio, porque la carga publicitaria y política que contienen resulta abrumadora para mi estabilidad emocional. Aunque ya pasó Navidad y han desaparecido de la parrilla publicitaria los memos e ininteligibles anuncios de perfumes que parece ser debemos adquirir en esas fechas sagradas. Pero ahora están en plena vigencia los de tema virásico y antigripal, incluyendo sinusitis, constipados habituales, o moqueos y espasmos nasales de diversas etiologías. Y les digo una cosa, con el corazón en la mano; ya no puedo soportar por más tiempo la horrenda y repetida cantinela que me conmina cada minuto a leer el prospecto del medicamento y consultar al farmacéutico majando sin descanso mis neuronas, con decidida constancia, al ritmo de tan insulsos e insistentes pregones. Tal proclama sería pedagógica, interesante y propedéutica voceada tan solo alguna vez, con mesura, pero no desde luego reiterada hasta la saciedad, como un martilleo inmisericorde en la corteza prefrontal del cerebro, sin un momento de pausa; entonces se convierte en un tormento peor que el de la “gota china”, suplicio consistente en proyectar, cada cinco segundos, una gota de agua sobre la frente del desgraciado y maniatado reo, que practicaban algunos mandarines de malas entrañas, con los atrevidos tenorios amantes de sus señoras, o con algún pelafustán de ojos rasgados.
Porque llega un momento en el que se siente el morboso deseo de reunir todos los prospectos medicamentosos de las boticas locales, domicilios urbanos, bibliotecas municipales, casas de recreo, balnearios, tanatorios, caserías y cobertizos varios, para hacer con ellos un gigantesco taller de papiroflexia, o erigir una crepitante y abismal pira funeraria –que me perdone la niña Greta si es que me lee desde el colegio al que parece ser está a punto de regresar-, donde ardan, como en los infiernos, todas las kilométricas indicaciones con que se curan en salud los laboratorios, además de convencer a un juez de verbo perspicuo y pluma independiente –existe alguno todavía-, para que emita una orden de alejamiento que sitúe al farmacéutico más próximo –salvo a los más amigos-, a más de cuarenta km. de distancia, para no tener que consultarle ni tan siquiera el tiempo que hará en Semana Santa, y así gozar de una cierta paz mental mientras degluto con gesto fascinado manjares tan deliciosos. Por eso he renunciado, desde hace tiempo, en esta hora placentera y feraz para el espíritu, al bombardeo ideológico de las cadenas públicas de radio y televisión, y al ideológico, publicitario, sexual y antineuronal de las privadas. He elegido, para amenizar mis entrañables condumios de estos instantes apacibles, buena música o mejor silencio, que tanto monta monta tanto…
Y tras recoger con sumo cuidado los restos del banquete para que mi primera mujer bendiga mi nombre al tirarse de la cama, cuando se encuentre la cocina limpia, transparente y rutilante como un cristal de Bohemia, yo me tiro también, pero hacia el monte, como solía hacer Jose María el Tempranillo, perseguido por los migueletes – antecesores de nuestra mirífica Guardia Civil-, de Fernando VII, pero no huyendo de la justicia, sino para relajarme en época de exámenes, antes de seguir preparando el último de ellos, de cuyo contenido tendré que dar cuenta, en unos días y por escrito, en el acogedor edificio de la UNED ubetense. Tampoco llevo trabuco, ni chaquetón de coderas, ni catite calañés, ni tan siquiera una manta rondeña rayada para abrigar mis huesos, sino un fino anorak, un perro negro de carácter más blando y buenista aún que muchos políticos del PP, pero que se desenvuelve a las mil maravillas a esta hora indecisa según marca su instinto cazador, y un perrillo blanco, ya en la tercera edad, terco, peleón y gruñón como es habitual en los de su talla corporal. Pero somos verdaderos amigos, y vagamos juntos por esos cerros, dos veces al día, desde hace bastantes años. Así que podría decir, remedando la letra de la sentida sevillana de Rafael del Estad:
“Mis perros vienen conmigo,/ con mis perros marcho yo / igual que con dos amigos/ hablando con ellos dos / con palabras y ladridos…”.
Los parajes que acogen mis pasos son calizos, al igual que los montes rondeños, punteados los cielos de alfilerillos de plata avergonzados ante la diamantina redondez selenita. Pero la decadente plenitud de la celeste escultura de hielo no es suficiente para atenuar el brillo de la constelación de Escorpio que brinca los montes, hacia el sureste, con Antares presidiendo el conjunto. Es una estrella supergigante roja; tono de color que se observa con nitidez a simple vista. Su luz nos llega tras una odisea viajera, a través de ingentes campos galácticos, de 550 años. Las veredas que piso están cuajadas de olivares recién vareados, más tarde despojados de sus ramas inútiles. La luz de Selene me permite ver con nitidez el sendero por el que asciendo jadeante como si fuera un día de tonos cenicientos, acogedores, mistéricos. De inmediato recuerdo a Lorca:
La luna vino a la fragua /con su polisón de nardos./El niño la mira, mira./El niño la está mirando./En el aire conmovido/mueve la luna sus brazos,/ y enseña, lúbrica y pura,/sus senos de duro estaño…
Cuando gano altura, observo, frente a mí, por las vecinas laderas sureñas del coloso Jabalcuz, cómo despuntan, aquí y allá, fogosas y cimbreantes hogueras prendidas en las pinas lomas por olivareros que han madrugado para aprovechar la jornada. Queman las ramas inútiles que han sido desvestidas, con habilidad de artista, del árbol centenario. En la distancia la contemplación de estos “chiscos”, como llaman a las fogatas por tierras villariegas, aviva en mi interior ingentes fuerzas atávicas que me hablan de ancestrales culturas de la zona, que encendían sus candelas de madrugada para celebrar quién sabe qué ritos crípticos, mientras aguardaban la llegada de las primeras claridades, esas que matan de pena la noche. Porque estos parajes serranos estuvieron habitados desde antiguo, y de vez en cuando aparecen vestigios, por estas laderas margosas, de enterramientos de los habitantes de aquellas poblaciones.
La luna lunera me sigue acompañando de regreso a casa, pronto comenzará a adelgazar su cuerpo. A la luna le sucede lo que al amor, cuando no crece, decrece; su plenitud dura bien poco. Ya se han encendido los primeros candiles del alba por los farallones rocosos cercanos, y un cielo color rosa palo se insinúa como gigantesca caricia que colma de tibieza el alma:
La luna deja un cuchillo/ abandonado en el aire,/ que siendo acecho de plomo/ quiere ser dolor de sangre/ ¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada/ por paredes y cristales!/ Abrid tejados y pechos/ donde pueda calentarme…!
Y ya sentado al ordenador acompañado por otro café cortado que me sabe a ambrosía celestial intento reunir todas estas impresiones de hace unos días para dar forma al artículo. Porque se escribe de recuerdos, aunque sean estos recientes, apenas de hace una semana. Así lo aseguraba Bécquer, el grandioso poeta hispalense. Afirmaba que cuando sentía no escribía, sino que almacenaba todas esas imágenes para más tarde plasmarlas sobre el papel. Terminaba diciendo en sus “Cartas literarias a una mujer”:
“Todo el mundo siente. Solo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más, creo que por esto únicamente lo son”.
Se escribe de recuerdos. Es una forma de sacar afuera imágenes que gritan desde los hondones del alma con la misma intensidad con la que dañaron los sentidos al ser captadas. Puede ser que escribir sea una necesidad, una liberación, una catarsis personal. Desde luego yo lo asumo como el imperioso mandato de una inapelable voz interior que no me permite contradecir sus designios.
Y lo estoy haciendo ahora absolutamente conmovido por la música de la marcha “Palio Blanco”, cuyos poéticos compases han colonizado hasta el tuétano de mis huesos, y me hacen repetir su audición a través de los auriculares sin descanso, una y otra vez. Fue compuesta por el alicantino Miguel Sánchez Ruzafa, casi 40 años director de la Banda Municipal de Música de Granada. Está dedicada a la albaicinera Virgen de la Aurora, cuya salida el Jueves Santo, prende una hoguera inextinguible en el corazón de la multitud , por los aledaños de la plazuela de san Miguel Bajo, ya sea por la ternura infinita de su gesto dolorido, por los sonidos de cristalina quincallería que trazan en el aire de la tibia y perfumada tarde las bambalinas de su artístico palio, o por la infinita plenitud de los sentidos que se adquiere en enclave tan enjundioso de una ciudad mágica, puerta de universos inefables. Y no solo se interpreta en tierras granadinas, sino que también he podido oírla en Sevilla, embriagado de incienso de vainilla, anonadado de amor y con lágrimas en los ojos, al paso de una dolorosa de marcha cimbreante. Es el poder de la música que atenaza el corazón con sus cadencias, y me tiene en este momento con las entrañas bloqueadas de pasión, y la ansiedad brotando como una rosa de fuego en el plexo solar, preso de una agitación febril que me hace pulsar teclas equivocadas, y así debo volver a releer el párrafo para corregir los errores. Es el infinito poder de la música. Con ella pueden decirse cosas que jamás podrían ser escritas. Siempre he deseado ser músico. Ha sido mi asignatura pendiente.
Tiempo de espera. Por fin, liberado de obligaciones académicas, que por otra parte asumo con placer en este momento vital, tras duros meses de contacto con la literatura de los siglos XVIII y XIX, o con las teorías literarias formalistas, idealistas o deconstructivas, podré volver a Jaén muchas mañanas, para toparme, tras aparcar el coche, con la belleza inaudita de nuestra Catedral, todavía luminoso el sereno entusiasmo barroco de su prodigiosa fachada, rodeada de un telón celeste azul prusia que clarea con exquisita delicadeza cada minuto, pellizcando de emoción mi corazón jaenero. Asistir al oficio religioso en su interior, postrarme a los pies del Señor de la Muerte Buena, gigante que me alivia el alma desde el abismo misericordioso de su cruz, tomar unos churros crujientes con algún amigo, hablando de temas menudos, insustanciales; estampas entrañables de la vida jaenera; minucias que alteran el curso del tiempo. Pasear más tarde por la vieja y escarpada ciudad de mis amores, sabiendo que cada vez pertenezco más a esta tierra humilde, pero grandiosa, que es tan hermosa que casi da miedo alumbrar su oculta belleza porque cegaría al osado que se atreviera a mantenerle la mirada. Comprender, una vez más, que estamos ciegos los jaeneros pues tienen que venir de otros confines para hablarnos del infinito atractivo de la tierra que vio latir por vez primera nuestro corazón. Y volver por la plazuela de los azahares por si estuviera abierto el templo, franquear sus umbrales y sentirme desmayado de amor ante el crucificado más bello y palpitante de nuestra imaginería de pasión, o ante la dolorosa sevillana, naturalizada ya jaenera, de la que ahoran celebran sus cofrades el veinticinco aniversario de su llegada a esta tierra. Ahora entiendo el porqué de algunas de las lágrimas que surcan su hermoso y terso rostro: le hubiera gustado nacer en esta ciudad de luz y sombras, que no es casi nada, y sin embargo puede serlo todo. Un universo al alcance de cuantos se acercan a sus murallas, o han elegido latir dentro de ellas.
Tiempo de espera… Pasará el carnaval. Paseará los cielos la luna de marzo, ya en plena Cuaresma. Olerá a incienso, a cera y a flor recién cortada delante de las imágenes, mientras los cofrades recen contemplando los misterios de la Pasión. Y casi sin darnos cuenta, con un nudo de ansiedad atenazando el ánimo, la luna de Nisán redondeará su anatomía celeste para decirnos que, una vez más ha llegado la Semana Santa, en la que siempre se repetirán idénticos fotogramas, pero nada será igual al pasado año, porque cada momento volverá a ser único, distinto, infinitamente nuevo y pleno. Y alternaré mi pasión sevillana –¡qué difícil resulta no apasionarse con cuanto proceda de aquella ciudad, rincón de los sueños, donde siempre han vivido hermanados el sol, la luna, el azahar y el cielo!-, con la pasión jaenera, vestido de blanco y negro, mientras se exprima por los caminos del poniente el jugo de un caudaloso río de rosas rojas, precediendo la severidad, grandiosidad y elegancia de la Buena Muerte de Cristo por las calles de la ciudad que me vio nacer, y que conoce el rumor de mis pasos a lo largo de toda mi existencia. Tiempo de espera, de contemplación, de reflexión. Horas preciadas rumiando recuerdos, saboreando momentos nuevos que ya no podré olvidar jamás. Tiempo de amistades y pasiones compartidas. Tiempo de amor fecundo, nuevo y renovado a la tierra que nos dio el ser y a la que ya no podríamos dejar de amar aunque nos obligaran a ello. Porque ella, con su pequeñez, con su humildad irredenta, con su belleza apenas perceptible, nos enseña a quererla apasionadamente cada día de nuestra existencia. Pero a cambio hay que saber corresponderle sin reservas. Gerardo Diego definió muy bien este sentimiento:
Me estás enseñando a amar. / Yo no sabía. / Amar es no pedir, es dar/ noche tras día…
Me estás enseñando a amar./Yo no sabía./Amar es no pedir, es dar./Mi alma, vacía.