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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

La luna mengua como mis recuerdos. Eres pasado, munca voy a acordarme de ti. Te entregué mis ojos.

Duermen las estrellas y todos los animales del bosque. Canta el poeta. Y también descansa mi hija. Por fin, ha dejado de tener miedo. En las oscuras noches, jamás volverá a ver la penumbra de sus manos golpeando mi cuerpo, que gozabas, unos días antes, diciéndome todo lo que me querías. Estuve a punto de darte mi vida.

Sin embargo, los tipos como tú nunca cambian. No has sabido dominar el látigo implacable de tus celos.

Solo me arreglé. La falda roja y los tacones me hacían sentir bien. ¡Cierto que no me arreglaba para ti, ni para otros! Solo para mí, para pasear por los caminos del ocaso, mientras la gaviota volaba entre las olas, antes de buscar el acantilado de su duermevela.

Ahora ya soy yo. Te has ido, entre todos te echaron. El penúltimo de mis gritos fue tu condena. Ellas y ellos derribaron la puerta de sus silencios, de sus prejuicios y miedos. Me acompañaron a recorrer con valentía el duro camino que tantos años excavaste en mi corazón.

Duermen las montañas y todos los seres vivientes creados por el trovador. Y tú, maldito, duermes en la cárcel, de la que, si alguna vez sales, que sepas que nunca volveré a tenerte miedo.

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