Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Por el título del artículo parecería que voy a esbozar un relato sobre las andanzas de Brillat-Savarin, el jurista y músico francés pionero de la gastronomía, quien escribía, entre otras sabrosas y procaces expresiones, que “un postre sin queso es como una bella dama a la que faltara un ojo”, o de nuestro novelista y periodista Néstor Luján, refinado gourmet, sensual personaje, enamorado de la vida, autor de miles de brillantes artículos que me encanta releer, sin olvidar al finísimo y creativo escritor gallego Álvaro Cunqueiro, para el que la cocina, como la literatura, era el último reducto de la libertad y la imaginación; un mundo mágico y mistérico, tan ajeno por supuesto a ciertas tendencias modernas deconstructivas, y tantas veces falaces. Pero no va mi escrito por esa senda. Tan solo he unido el nombre de tres viandas, una sólida, otra viscosa —como es preceptivo; igual que las cosas deben ser claras, y más, en tiempos turbios—, y la última, líquida y balsámica, que algunos miembros de nuestro foro, la Octava de Maristas, solemos compartir gozosamente, sin fecha fija, en la entrañable calle Espartería, hoy enclave algo desangelado en el centro del Jaén vaciado, para hablar de nuestras cosas, y rendir homenaje a este desayuno tan auténticamente jaenero, que responde a otros parámetros, pues ahora lo que predomina es la cocina molecular, tecno emocional, conceptual —si se añadiera resiliente, empoderada, empática y sostenible sería el culmen de la corrección política e idiomática de esta época gregaria—, cocina de autor con copyright, y, sobre todo, y más que otra cosa, agresivamente vaciafaltriqueras.
Tallos, sí, tallos, que así siempre se ha expresado en lenguaje de la tierra. Tallos crujientes de aquellos que despachaban en mi infancia, a partir de una perra gorda, en el angosto local de la calle Gracianas, esquina a Tablerón, cuyos efluvios, incisivos y aromáticos, planeaban hasta la parte trasera de mi casa natal desde hora bien temprana, cuando, tras izar las verdes persianas enrolladas, abría el balcón para contemplar la intensidad de la llovizna, y más tarde, cargado con mi cartera colegial, cruzaba aquella primorosa, hoy aniquilada, Plaza de las Palmeras, camino del colegio marista de la Merced, o, en años posteriores, enfilaba el Paseo de la Estación saltando y haciendo cabriolas camino del flamante y armonioso edificio colegial que Ramón Pajares había diseñado en la expansión norteña de Jaén.
Tallos del país, como eran llamados los más rotundos, y de patata, que no se apodaban así porque contuvieran tal tubérculo, sino más bien porque la masa adquiría una textura especial, similar al puré de patatas. La diferencia, según me explica un conocido descendiente de churreros, además de cofrade fiel, es que los tallos del país, los nuestros, los de siempre, llevaban una pizca de levadura que funcionaba como impulsora para que floreciera como un expansivo big bang la masa. Yo era un adicto partidario de los tallos del país, consideraba a los de patata, no sé por qué, más propios de señoras maduras de negro abrigo de astracán, misal bajo el brazo, tacón bajo, y velo, quizá por ver a mi abuela, mi madre y amigas varias, desde bien pequeño, elegirlos frente a los más coriáceos y entrañables tallos de siempre. Existían enjundiosos despachos de tallos en nuestra Yaiyán de la seda. Me viene a la memoria, además del citado, el de la Plaza del Pósito, junto al Bodegón, que con tanta gallardía resistió más tarde los procelosos embates del tiempo, o el de Dolores, frente al desaparecido bar Tejadillo —¡qué rica mojama podía degustarse en su barra con un par de biscúter, o un montilla!—, lindando con el palacio de los Vélez, aunque me consta que abrían, cada mañana en los años cincuenta, muchas otras y afamadas tallerías en Jaén —en Almendros Aguilar, junto a la plaza de la Merced, en el puente de Santa Ana, en el callejón de las Flores, en las Protegidas, en el “Lejío de Belén”… —, que yo no llegué a frecuentar en los años de mi infancia.
Debatido resulta el origen de los tallos. Parece ser que Marco Polo ya importó, en el siglo trece, desde de una China gobernada por la dinastía Yuan, la receta del youtiao, o tiras de masa con sal que se freían para ser consumidas al alborear el día. Los moriscos, siempre sensuales y lamerones, también trabajaron este producto a base de ingredientes similares a los actuales, mientras que los judíos elaboraban la zalabyya, un tipo de buñuelo o rosquilla trabajada con agua y harina muy compacta, a la que se añadía almíbar, miel y cardamomo, que después freían en abundante aceite. Me acuerdo en mi viaje a Tierra Santa como probé el tallo jerosolimitano cierto crepúsculo, tras salir, desde el intrincado dédalo de callejas de la ciudad vieja, por la Puerta de Damasco cuando, junto a las escaleras de subida, me vino hasta la pituitaria el aromático latigazo de la fritanga. La masa estaba muy trabada, bañada en miel, y frita en un aceite de origen indefinido —o quizá pretérito anterior—. El sabor, que me hirió con una suerte de estallido inédito y exótico al germinar en la boca, me resultó sorpresivo, intrigante, insolente, críptico… Don Santiago García Aracil, el recordado obispo, que presidía la expedición cofrade, al verme probarlo —siempre me imitaba en mis catas de cualquier vianda callejera—, quiso hacerlo también, pero por la precavida expresión de su rostro al paladearlo, y la cortedad del ensayo, más una serie de gestos, ambiguos y desapacibles, que realizó con cara de mimo pasmado, me parece a mí que no le hicieron una impresión demasiado agradable, como después confirmaría con una sonrisa.
Y qué decir del chocolate espeso, consistente, libidinoso, con el grado justo de dulzor y reconfortante temperatura que nos sirve Emilio en estas tertulias jubilosas que mantenemos en el exterior del establecimiento, desafiando en invierno el frío, como fornidos mocetones septuagenarios olivareros que somos, y siempre el paso de vehículos diversos de descarga que trabajan a horas tempranas que nos hacen a veces levantarnos de nuestra sede para facilitarles la maniobra debido a la estrechez de la calle.
DELICIOSOS ATENEOS AMICALES
Deliciosos y entrañables ateneos amicales celebrados con las primeras luces del día en los que pasamos revista a variados asuntos de actualidad, o pretéritos, y nos regocijamos con sabrosas historias menudas relatadas por los contertulios que nos hacen sentirnos felices entre unos compañeros de colegio, que creo firmemente mantenemos lazos imborrables. No puede existir amistad y relación más incombustible que esa. Recuerdo unas declaraciones del poeta y escritor barcelonés bilingüe, Pere Gimferrer, al que preguntaban cuál eran las bases para establecer sólidas y duraderas amistades en la existencia. Contestó que tan solo dos: compartir ideas artísticas y vitales similares, o haber sido compañeros de colegio. Cuando el entrevistador le espetó a continuación cuál era su relación con el novelista Terenci Moix, —constándole al muy ladino reportero que no era demasiado halagüeña—, Pere, con ironía exquisita, contestó certeramente: “Bueno… no fuimos compañeros de colegio”.
Por eso nos sentimos bien estando juntos. Nos conocemos hace siglos, sabemos de nuestras luces y sombras, nada tenemos que fingir, como muchas veces es habitual en otros ambientes, debido a la mutable e inconsistente condición humana, siempre presta al engañoso universo de las apariencias, quizá por falta de seguridad en uno mismo. Hablamos como somos, sabiendo que vamos a ser aceptados independientemente de nuestro pensamiento y trayectoria vital. Es una relación directa, pacífica, relajante, pues no debemos estar tensos comprobando las reacciones del resto de tertulianos, o intentando demostrarles cosas que no sentimos, ni asumimos. Nos profesamos cariño. No podríamos engañarnos. Nada que revelar, poco que ocultar, nada que simular. Naturalidad y cercanía de los que han vivido una infancia y juventud común. Más de diez años juntos. Pocas cosas unen más que eso.
Más tarde llega el villariego Emilio con su bandeja repleta de copas de anís Castillo de Jaén —celestial ambrosía, tonificante, inspiradora, única—, que vaciamos tras haber brindado por la salud, y por la repetición de tales reuniones en el futuro. Pero resta tiempo aún, mientras prende en el esófago la llama candente de la umbelífera, para comprar una tira de cupones de la ONCE y compartirlos, sabiendo que siempre tenemos suerte, pues va a salir un número veinticuatro mil quinientas trece posiciones posteriores o anteriores al nuestro, aunque eso sea lo de menos, pero también tenga su mérito… Alguna vez acertaremos, y más sabiendo que en tal cofradía colegial hay alguno que otro, cuyo nombre silencio —pues preguntarían por él en el programa de Juan Imedio y yo quiero salvar su matrimonio—, que ya fuera afortunado en la Lotería Nacional años atrás, y en el que confiamos plenamente a la hora de compartir algún décimo, ya que bien sabido es que la suerte es repetitiva con ciertas personas. Alguna vez seremos afortunados en los treinta y cinco, treinta y ocho años que nos quedan aún de vida, siempre que no abusemos en demasía de las grasas saturadas, el gasto abusivo de electricidad, las redes sociales, las sesiones del Parlamento, o los telediarios de sobremesa.
Es la hora de vaciar la vejiga, y en ese momento epopéyico, homérico, hasta circense, maldigo con furia vesánica al inventor de los botones en la bragueta de los calzoncillos, artilugio ridículo, tautológico, prescindible y ciertamente demoníaco, que hace que la septuagenaria urgencia mingitoria se transforme en juegos malabares del Circo del Sol; desesperación y ansiedad ante el riesgo de un inoportuno riego por aspersión del conjunto del vestuario inferior, amén de las paredes encaladas del estrecho cubículo, pues, no sé por qué, en esos momentos cruciales y apremiantes, los dedos se muestran de una torpeza inaudita para desabotonar tal estructura infernal y superflua de los gayumbos. Conseguido a última hora, sin auxilio del VAR, como ciertos equipos del noreste de la península suelen beneficiarse, relajada la expresión facial tras el aciago lance, y ungidas las manos lastimadas por la maniobra con el refuerzo del gel, volvemos a la tertulia ya en sus compases finales, no sin antes curiosear los libros que están exponiendo en la tienda de al lado, todo a un euro, porque en tal rebusca siempre puedes toparte —nada es casual en la vida; existe la sincronía que describiera Jung—, con algún ejemplar predilecto y añorado que me apresuro a pagar y acariciar con ternura, tal es mi pasión intemporal hacia el papel impreso y mi desprecio absoluto hacia el horrendo y desalmado e-book, artilugio gélido y mefistofélico, enriquecedor de oftalmólogos, que presenta una notable carencia de hálito vital y latido cordial, vil ladrón de la poesía, intimidad y profundidad que acompaña al sublime acto lector. Porque leer es todo un rito compuesto de previas secuencias mágicas: flechazo amoroso a primera vista, compra ilusionada, honda aspiración del perfume añoso de sus páginas, temblorosa terneza en el tacto de su portada, pausado recuento de sus hojas que amarillean con el tiempo, como un otoño dorado renovador de recuerdos que creíamos perdidos, y escalofrío final al intuir que me va a proporcionar momentos inefables en su compañía. Saber que podré subrayarlo —es mi costumbre inveterada —, escribir en sus márgenes, hacer alguna anotación en las primeras páginas, llenarlo de mí mismo. El libro es un ser vivo. Está animado por un corazón que late al compás del mío. Hay una perfecta concordancia entre ambos. Es un amigo, un fiel compañero, y, aun estando camuflado entre cientos de ejemplares, siempre intuiré el lugar exacto de la biblioteca donde yace, lo cual pasa también con los amigos del alma, que, por mucho que se puedan esconder en su decurso vital conoces bien su posición en el espacio y el tiempo en cada momento. Forman parte de ti.S
ÍTACA SIEMPRE AMADA Y AÑORADA
Entrañables casinillos matutinos. De una sencilla profundidad, de una inexplicable sintonía. Van y vienen los contertulios. Pero siempre hay un grupo de cinco o seis habituales: Ahí estará Lorenzo, Corazón de León, jaenero acérrimo y leal que aprovecha cualquier ocasión desde su hogar granadino para visitar la ciudad de sus amores, la que tiene herrada a fuego, como divisa de amor, muy dentro de él. Jose Manuel, con su apabullante aspecto de intelectual disidente —tan necesarios en estos tiempos gregarios e inanes de pensamiento— cuyas frases están llenas de una sabiduría socarrona, pero tantas veces cierta. El elegante y prudente Gabino, entrañable compañero, atento y cordial, que jamás tiene un mal gesto, o pronuncia frase ofensiva para nadie; todo un señor baezano. Víctor Manuel, cofrade y latinista, de estilosa y noble planta, al que llamo con cariño, Víctor Mature por su parecido físico con el actor americano de origen italiano protagonista de aquella película inolvidable “La túnica sagrada” que tanto nos conmovió en nuestra infancia. Tomás, nervioso, hablador, cariñoso, inteligente, vivo, entrañable; le brillan los ojos, como luciérnagas nocturnas, cuando se expresa a velocidad de vértigo… Jesús, la exquisita prudencia hecha persona. Agustín, prócer jaenero, quien todavía ejerce su profesión jurista con solvencia probada, y cuyas anécdotas, contadas con precisión y sumo gracejo, nos hacen llorar de risa… por hablar de los más asiduos, aunque hay otros guadianas del grupo que se dejan ver , o se ocultan según la ocasión y los asuntos que deban atender: Jerónimo, Cayetano, Antonio, Carlos, Joaquín, … Todos queridos, todos imprescindibles. Hasta incluso Eduardo, deportista de casta, y hábil componedor de quebrantos óseos, se va a incorporar a la tertulia, al menos una vez, desde tierra valencianas, tras ver este artículo la luz.
Y con los cupones en el bolsillo, los libros en la bolsa de plástico, y la argamasa de tallos, chocolateados y anisados, a punto de llegar al píloro, produciendo una indefinible ardentía, el grupo se encamina al mercado de san Francisco donde alguno de sus miembros deberá realizar una compra menuda, con verdadero cuidado de no equivocarse en género y precio, so pena de ser amonestado con cierto rigor por alguna señora de edad provecta, pero de intacta energía vital y notable capacidad reprendedora —esa destreza siempre se refina con los años—, con la que conviven desde hace tiempo, y le ha hecho el encargo del que espera su cumplimiento fiel. Últimos y sentidos abrazos —de oso grizzly de las montañas Rocosas—, aunque nos vayamos a ver muy pronto, y un paseo a buen ritmo para llegar a la altura del coche, siempre aparcado en las afueras de la ciudad, junto al Parque del Seminario, y así será mientras mis piernas sean las de Ícaro y me permitan volar. A la vuelta no tengo otro remedio que hacer un alto en Jabalcuz, descender admirado la florida escalinata —festoneada de balaustradas con grandes maceteros— de acceso a sus jardines versallescos, y, junto al Niño de la Espina, sentarme un momento para retrotraerme a otros tiempos, cuando me solazaba en este encantador paraje soñando los mismos sueños que aún me mantienen despierto. Porque conviene no dejar de soñar hasta el último día de la existencia. Eso sí, con mucho cuidado de no llegar a dormirse; eso sería morir en vida, desde luego. Mientras tanto, los tallos no han acabado de sedimentar del todo en el cuerpo gástrico para iniciar un desmenuzado desfile por parajes duodenales. No tendré otro remedio al llegar a casa, que tomar un largo y refrescante trago de agua de los Villares que ayude al último procesado de los restos del combate con los jugos gástricos. El carminativo anetol del anís y una marcha por el monte a buen paso serán mis aliados en la etapa final, mientras la mente dé gracias a Dios por permitirme conservar estas amistades fraternales que hacen que la vida sea digna de vivirse, con Jaén, ciudad natal, de testigo; Ítaca siempre amada y añorada.
Foto: Una reunión siempre entrañable.