Cada inicio de ciclo, como es la llegada del Año Nuevo, brota la esperanza a borbotones, la esperanza por empezar proyectos que se resisten, por alcanzar objetivos, por dejar atrás situaciones que nos pesan y ensombrecen, por plasmar en definitiva, los sueños de siempre que aún permanezcan vivos en nuestro interior.
Sin embargo, el ingrediente necesario para llevar a cabo esas realizaciones, nuestra actitud interior, no es fácil de activar. Los planes y proyectos no se ejecutan solos, requieren de valores y aptitudes que muchas veces no sólo no están activadas, sino que apenas alcanzamos a saber cuáles son.
La filosofía proporciona ayuda en este sentido, especialmente la filosofía “a la manera clásica”, aquella que abandona el campo especulativo para adentrarse en el terreno de la práctica y la acción. El objetivo de este artículo es compartir siete ideas que pueden ayudar en esa indagación interior, en la puesta en práctica de nuestros valores esenciales. Son ideas extraídas de diferentes tradiciones, filósofos y corrientes de pensamiento y no son exhaustivas, podrían haber sido otras o más de siete, pero las que expongo son perfectamente válidas para el objetivo propuesto, siempre y cuando se lleven a la práctica.
Distinguir entre las cosas que dependen de nosotros y las que no
Epícteto decía que las cosas son de dos clases: las que dependen de nosotros y las que no dependen de nosotros. Hay que saber distinguirlas. Las que no dependen de nosotros no deberían preocuparnos, porque nos son ajenas. En cambio las que dependen de nosotros requieren toda nuestra atención. Esta simple distinción es muy valiosa, porque es muy frecuente que acabemos dolidos, frustrados o empecinados en situaciones que nunca dependieron de nosotros, y en cambio aquello que sí cae en nuestro campo de acción, queda desatendido. El hacer lo que depende de nosotros, aun cuando resulte difícil o doloroso, es un poderoso campo de pruebas para todos nuestros valores.
Valor de la generosidad
De entre todos los valores o virtudes a poner en práctica, la generosidad es la primera a desarrollar. La generosidad es un genuino logro evolutivo en el proceso de humanización, que cristaliza en la búsqueda del bien común en las sociedades, la suma positiva (“yo gano, tú ganas”). Sin generosidad no es posible el desarrollo interior, el crecimiento espiritual. Desarrollar esta actitud generosa está en relación con poder distinguir lo que es correcto y lo que no es correcto. ¿Cómo reconocer lo correcto? Muchos filósofos estarían de acuerdo en afirmar que desarrollar lo mejor de nosotros mismos, actuar según nuestra naturaleza, nuestras virtudes y valores, sería correcto.
Cada acción provoca una reacción; cada causa tiene su efecto
Hay un concepto oriental, la idea del Kharma, que se puede interpretar como que todo es acción y produce una reacción. Todos los efectos tienen una causa, aunque no conozcamos cual es. Nada se produce porque sí. Esto encierra una consecuencia trascendental: si se quieren conseguir determinados efectos en el futuro, sólo hay que activar las causas correspondientes (si se conocieran).
Como diría el poeta Amado Nervo, somos “arquitectos de nuestro propio destino”. Se recoge lo que se siembra, consciente o no de ello. Esta idea es muy poderosa, porque otorga libertad (y responsabilidad) individual. Una parte de nuestro futuro ya se sembró, pero queda otra parte en la que siempre se puede decidir qué se quiere.
Reconocer nuestros apegos
En el juego de la vida, la realidad se nos presenta de manera confusa, y con frecuencia no orientamos bien nuestros apegos, aquello a lo que nos aferramos. Siddharta Gautama en su indagación acerca del dolor advierte sobre este asunto, y desarrolla una idea muy interesante y práctica: el apego a las cosas temporales, aquellas que desaparecen con el paso del tiempo, genera frustración y sufrimiento. Por tanto, nos conviene reconocer qué hay en nosotros que sea atemporal y qué que sea temporal, para diferenciar y dirigir nuestros apegos. Un ideal es atemporal y universal, puede servir de eje vital durante toda la existencia para cualquier persona.
Reflexionar antes de tomar decisiones
El ser humano es un todo complejo, que alberga diferentes realidades conjugadas entre sí, con distintas necesidades, con múltiples servidumbres. Hay un “yo animal”, irracional, impulsivo y temporal; un “yo humano”, de elevados sentimientos, capaz de los desarrollos mentales y de albergar realidades atemporales (ideales); y un “yo divino”, apenas presente, que activarían los grandes místicos o sabios al vivir su realidad espiritual.
La idea a extraer de esta multiforme realidad humana es simple y rotunda: las decisiones no debe tomarlas el yo animal, sino el yo humano, con aspiración de yo divino. Nosotros como individuos debemos satisfacer las necesidades de nuestra existencia, pero desde la razón. Necesitamos alimentarnos, pero si comemos sólo lo que nos gusta (yo animal), seguramente seguiremos una dieta inadecuada y perderíamos la salud. Este ejemplo lleno de sentido común vale a la hora de cubrir todas nuestras necesidades: materiales, energéticas, afectivas, cognitivas y espirituales.
Todos los seres humanos somos excelentes
Al menos en potencia. Esta idea es muy relevante porque encierra dos perspectivas igualmente importantes: por una lado la fraternidad y por otro el camino de la auto superación, y ambas abren escondidos tesoros interiores.
Todos tenemos la posibilidad de desarrollar los más elevados valores, capacidades y sensibilidades, todos podemos disfrutar de la belleza, todos podemos discernir lo más adecuado, todos podemos percibir ideales. Y si no llegamos a hacerlo es por una injusta falta de oportunidades, por un desequilibrio social inhumano.
Lo más elevado del ser humano, común a todos, nos une por encima de cualquier división. Sócrates y los estoicos creían profundamente en esta idea, que daba lugar al cosmopolitismo, el ciudadano cosmopolita. La convivencia se consolida cuando se anteponen sentimientos elevados y valores por encima de otras diferencias formales y circunstanciales.
La vida interior es imprescindible
Esta frase de Jorge A. Livraga bien podría ser el colofón. La vida interior, o nuestro mundo interior, es el ámbito interno donde podemos comprender la realidad que vivimos, donde nos representamos las ideas, donde vivimos nuestros sentimientos más humanos, donde podemos encontrar sentido a la existencia. La vida interior es el escenario de nuestra espiritualidad, de nuestra creatividad, de nuestros valores y sólo nosotros tenemos acceso a ella. La vida interior se puede enriquecer y alimentar con la cultura en general, la amistad, la naturaleza, el estudio y es el máximo exponente del ser humano.
Estas son las siete ideas básicas que sugiero para 2020. Merece la pena profundizar en cada una y buscar donde aprender más de ellas. Si se transforman en valores morales, es decir, si se aplican, ayudan a desarrollar lo mejor de nosotros mismos, requisito primordial para alcanzar todos los sueños y objetivos que nos hemos propuesto.