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Por Antonio de la Torre Olid /

Por supuesto que el asunto de las filtraciones de los audios entre el Rey emérito Juan Carlos I y Bárbara Rey no es salseo, sino que es un asunto de Estado. Y por supuesto que esa cuestión obliga una vez más a mentar la bicha, el tabú que impide poner sobre la mesa el perjuicio y el anacronismo que supone el modelo de Estado que tenemos en España de la monarquía parlamentaria.

Vaya por delante el más profundo de los respetos a aquellas personas que no opinan así, opuestos a una república. Aunque habrá que reconocer que tampoco se sabe de cuántos españoles hablamos, porque la tradicional autocensura a hablar de este tema, también en los medios de comunicación, nos ha tenido anémicos de demoscopia, más allá de la que se manejen en ámbitos gubernamentales. Apenas si se publicaron en el punto más álgido del descrédito, antes de la abdicación, poco después de la cacería que nos deparó aquello de “Me he equivocado, no volverá a ocurrir” (no ni ná).

Sí es crónica rosa el que Juan Carlos haya tenido un ramillete de amantes y, como siempre los españoles lo bordamos y le añadimos un componente socarrón: porque el prolífico monarca tripuló un yate llamado Bribón, una de esas amigas tiene como apellido artístico Rey, la cual tiene una hija que se llama Sofía. O que se cogiera un helicóptero, para aterrizar en la finca de Paquirri y decirle que dejara en paz a Bárbara, ¡qué potente!.

Bromas a un lado, y por más que Felipe González diga que no le interesa el asunto porque esto es “chismografía” (a Aznar no le han preguntado aún), es bastante serio el hecho de que unas relaciones amistosas y sexuales sí afecten a los ciudadanos por tres cuestiones: por la utilización de fondos reservados que se utilizaron sin control para afrontar el chantaje de una amante; porque en esos audios se vuelve a poner de manifiesto una sombra de sospecha sobre el papel del Rey en el golpe de Estado del 23-F, con las alusiones al general Armada; y porque los audios ponen de manifiesto la hipocresía con la que a la postre paga a Felipe González, que siempre le profesó lealtad y con el que se comentaba su buena relación, o sus recelos ante el afán de Alfonso Guerra y de otros intelectuales de promover el republicanismo, esto sí es lógico, claro.

¿Y por qué en un episodio de crisis como el de Juan Carlos no es lo mismo tener en la Jefatura del Estado a un rey que a un presidente de la república? En Francia, Michael Sarkozy, que fue elegido en unas elecciones como presidente de la república, más tarde fue condenado por corrupción. Bien es cierto que la condena fue posterior al abandono del cargo, pero de haber estado en él, no se hubiera sustraído a la justicia penal o a su derrocamiento: bien mediante mecanismos de levantamiento de su aforamiento a través de un suplicatorio en un caso o bien sencillamente por su relevo en otras elecciones.  

Sin embargo el rey de España es inviolable e irresponsable mientras es jefe del Estado (artículo 56 de la Constitución). No es elegido en unas elecciones. En el régimen absolutista el rey estaba investido de poder por designio divino. En España hoy lo es por herencia. Después de ser hecho príncipe por Franco, la monarquía encarnada en Juan Carlos se votó, claro, pero incluida en el pack completo de la Ley para la Reforma Política y en la Constitución de 1978. En la mítica entrevista de Victoria Prego a Adolfo Suárez, vimos cómo el entonces presidente del Gobierno se tapaba el micrófono y le contaba a la entrevistadora que la monarquía no se sometió a referéndum, porque las encuestas decían que se perdía.

Y por eso no es lo mismo una monarquía, y menos si te toca un Borbón. El historial de resignación en España ante los distintos capítulos de usurpación y saqueo o devaneos amorosos han transitado desde Fernando VII a Isabel II y desde la regente María Cristina a Alfonso XIII. 

Así que cuando se escucha en la barra de un bar que no es tan grave que Juan Carlos fue investigado por el fisco, que diga que no tenía ni para defenderse ante Corina, o que acabe de crear una fundación porque ahora sí hay fondos para que hereden sus hijas, eso sí, en otro país sin tributar en España…  en todos esos casos, asistimos de nuevo al resignado dicho de mal de muchos, al referirse a que la corrupción está muy extendida. Eso sí, con distintos niveles de reclamación de responsabilidad como se ve. Y por supuesto del fraude a todo un legado de admiración ciudadana o del deber de ejemplaridad, ni hablamos. Por eso, entre que el rey es inamovible y que la corrupción está en todas partes, probablemente quienes presenciaron los desmanes de Juan Carlos, pensaron que no tocaba más que taparlo y a seguir, con la aquiescencia de una prensa advenediza. A un rey, te lo tienes que quedar.

Insistimos en que, siempre que una mayoría social lo reclame -de lo contrario no, claro-, no se podrá privar al pueblo español de un cambio en el modelo de Jefatura del Estado. En España ya se ha reformado la Constitución tres veces, aunque bien es cierto que por sus materias y posición constitucional (sufragio pasivo de los europeos residentes en España en las elecciones municipales, estabilidad presupuestaria y la discapacidad), no fue preciso someterlo a referéndum. El caso de la Corona es distinto por afectar a la especial protección del Título II. En la España actual ya sería difícil obtener una mayoría suficiente aprobar un texto y someterlo a referéndum (la del artículo 168). No deja de ser chocante que el PSOE, partido de concepción federal y de preferencia republicana, no haya meneado durante décadas este debate. A buen seguro habrá sido porque ha antepuesto la decisión popular votada en urnas y el respeto a la estabilidad institucional.

Mientras ese debate se abre, no estaría mal, al igual que se han resignificado otros lugares por su componente antidemocrático, ir cambiándole el nombre a tantos colegios, hospitales, universidades… Rey Juan Carlos; y al igual que su hijo Felipe redujo los componentes de la Casa Real, que por dignidad de los ciudadanos, vuelva a hacerlo en la persona de sus ascendientes en el emérito primer grado.

A mayor abundamiento, es cierto que de Felipe VI, ante el que desfilan las Fuerzas Armadas, con quien el que escribe se lleva quince días de edad, se podría decir que se lo está currando, con una agenda intensa y con un perfil serio, de sentido común y de cierta empatía. A buen seguro consciente de que, tras tan supremo desgaste por causa de su padre, tiene mucho que hacer para mantener el favor de los ciudadanos. Y así, tampoco estaría mal que se profundice en la regulación de la transparencia de la Corona, como en su día se mejoraron los controles desde una comisión específica en el Congreso y en la legislación realativa al hoy llamado Centro Nacional de Inteligencia (CNI), desde cuyo antecesor se abonaron los favores de Bárbara. 

Dentro de unas décadas nos acordaremos de cuando en España, en Reino Unido y en otros países había reyes y reinas.

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