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Para ir terminando esta larga excursión sobre los modos de exigir responsabilidades a nuestros representantes públicos -que son maestros en escabullirse de ellas- afronto hoy el cauce que aunque casi siempre no es el adecuado, resulta el favorito de la clase política como medio contundente de ataque y defensa: las responsabilidades penales.

La continua avocación a la jurisdicción penal está en la calle; con crispación o en calma, cualquier político o grupo de esta naturaleza que considera le han lesionado cualquier derecho, por nimio que sea, piensa de inmediato en denunciar, en querellarse, en poner ante el juez y a ser posible llevar a la cárcel al adversario como medio de la efectividad del propio derecho.

Es una mala praxis, vicio extendido por cuanto tiene de permanente intento de judicializar la actividad política y -más aún- hacerlo en la jurisdicción criminal que, como debía ser sabido de todos, es la “última ratio” precisamente por su gravedad y contundencia y que, por el principio de intervención mínima del derecho penal, no es el medio idóneo para resolver contiendas de otra naturaleza.

Cuando hablo de judicialización criminal de la vida política no sólo me refiero a la denuncia interesada de supuestos delitos comunes del código penal, sino también a los delitos específicos de los funcionarios públicos, que también son bastantes. La cuestión se complica bastante con los aforamientos, pues esta circunstancia dificulta seriamente la tramitación y hace disminuir hasta el infinito la ya escasa eficacia de los Juzgados y Tribunales de instancia.

¿Qué se consigue? En primer lugar, eternizar  los procesos y, entre tanto, mantener al adversario, sea acusado, procesado, imputado, investigado… y así busquen palabras hasta que se acabe el diccionario, para alguien que se ve en el trance de defenderse de acusaciones a veces gratuitas o, cuando menos, instrumentales.

Lo de la presunción de inocencia, aquello por lo que lucharon los ciudadanos políticos de toda raza y condición hace apenas cuarenta años, sólo sirve para que se nos llene la boca con ello, cuando los acusados somos nosotros; o para olvidarlo cuando somos acusadores.

Otra consecuencia directa de la truculencia de la acusación penal –por desgracia, querida y a veces buscada de propósito- es la escenografía; frente a los procesos civiles y administrativos que suelen ser escritos, y rara vez requieren la presencia de los interesados, aquí los protagonistas han de comparecer y acudir a citaciones y declaraciones, tan públicas como las de otras jurisdicciones, pero a cuyos actos se ha dotado de toda la parafernalia mediática. Hasta el punto que muchas veces es más importante la presencia de los medios en las diligencias judiciales, que la de los propios intervinientes en el proceso, abogados, procuradores, jueces y secretarios incluidos. Los paseíllos, las salidas de vehículos policiales esposados a la hora del telediario y la pena de banquillo son el primer fruto de esa judicialización torticera por la vía penal que utilizan tirios y troyanos para su defensa y ataque en muchos casos, estrictamente políticas.

Al final, casi siempre después del circo mediático, después de muchos años, unos con el sambenito y otros con la acusación, vagando de arriba a abajo o de abajo a arriba por la escala judicial; tarde y a veces mal, se dicta sentencia, cuando no un auto de archivo; después vienen los recursos, y cuando llega la última resolución, que se demora bastante, nadie queda contento. No son escasos, con tanta demora los supuestos en que la muerte del acusado da al traste con todo el proceso.

Los aficionados a la judicialización penal de los problemas políticos, rara vez son felices con el resultado, porque casi siempre los archivos, sobreseimientos, los defectos procesales y el ya citado principio de intervención mínima, dejan casi todo en agua de borrajas.

Desde la otra cara de la moneda. La de los sujetos pasivos, los acusados, tampoco se sienten al final plenamente felices,  porque después de tanto incordio y molestia, simplemente son absueltos, o sobreseídas sus imputaciones, es decir, que el Tribunal no inicia causa de beatificación a su favor ni siquiera les propone una condecoración ni indemnización.

Y el público expectante –que en esta materia siempre lo hay, espoleado por la opinión pública o publicada, también queda defraudado pues rara vez los buenos salen a hombros; ni los malos cumplen largas penas en la cárcel ni, por supuesto –gracias a la denostada Constitución- ninguno puede ser condenado a muerte.

Perdóneseme la licencia de estas líneas, quizá en exceso irónicas y -en algún caso- jocosas, pero puro reflejo emitidas desde mi convencimiento personal de que la justicia penal casi nunca es solución para los problemas surgidos entre los políticos, salvo que lo que se pretenda sea la truculencia y el ruido mediático del proceso; las ganas de unos y otros de llevar el agua a su molino.

Y lo peor que tiene la combinación del aforamiento más la lentitud de la justicia, es la pérdida de tiempo, para en muchos casos volver a la casilla de salida y dificultar y a veces hacer inviable la exigencia de otro tipo de responsabilidades más viables como son las civiles, las administrativas o las propias responsabilidades políticas, que serán el colofón de estas quizá largas colaboraciones.

Pasa el tiempo y Jaén sigue partida en dos por el costurón viario y su parafernalia, el tranvía en cocheras ¿No habrá llegado el momento de ir pensando en retirar los obstáculos?

   

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