Poco me dice el día de la Constitución, como cualquier otra conmemoración de tal estilo, basada en hitos humanos, mudables cada cierto tiempo. Por otra parte, en un país como este en que muchos no solo no cumplen sus preceptos, sino que algunos luchan activamente para aniquilar tan fecunda función como ha hecho en estos años, el espíritu de concordia que emana de ella, y anhelan reescribir a su conveniencia sus cánones, ante el silencio de los corderos restantes, pues llega a cautivarme aún menos. En mis tiempos de actividad laboral —¡cómo recuerdo el inconfundible olor matutino de los pasillos del Instituto, el limpio color de la tiza en la pizarra, y la cara expectante de mis alumnos para comprobar, a mi llegada al aula, cuál era mi estado de ánimo!— era tan solo el pretexto para ejercer de pontífice —no quería pontificar, sino construir puentes que esa es la primigenia etimología del término— y viajar con la familia y amigos a tierras pirenaicas gerundeses, en las cercanías de Camprodón. Otros años a nuestra Sierra de Segura para hacer largas rutas en los todoterrenos de mi amigo Gabriel, de la Matea, o a pie, recorriendo los Campos de Hernán Perea, o los caminos que conducen al mirador de Juan León desde Fuente Segura, y allí quedar sobrecogido por la excelsa vista abierta a mis ojos, con el perfil ruinoso de la cortijada de Los Centenares, como ejemplo vivo entre pinos de lo que en su día fue vivienda habitada por serranos auténticos; gentes esforzadas que estaban incardinadas al medio natural, plantando cara a la inclemente climatología invernal, y a la dificultad de acceso a tan arriscados y soberbios parajes; los verdaderos artífices de la humanización de aquella serranía, aún no desvirgada del todo, que es patrimonio de Jaén, aunque muchos lugareños se quejen amargamente de que desde la capital se haga a sus gentes el caso justo, y por ello tiendan más a ligar vida, afectos y afanes con tierras murcianas o granadinas.
Pero ahora ya, ni eso. Cada día detesto más viajar en fechas festivas —las aglomeraciones humanas, las excursiones guiadas como ovejas trashumantes, los paseos “senderistas” en fila sioux, las colas en cualquier actividad es algo que me horroriza—; por supuesto prefiero en esos días la tranquilidad de mi adorada rutina cotidiana, ya que, aunque pueda parecer repetitiva, cuando amanece cada día estalla el Big Bang de un nuevo universo, si sabes hacer de la jornada un renovado génesis, al vivir con intensidad cada minuto, como si fuera el último de la existencia. La vida es un regalo preciado que conviene no desperdiciar deambulando por sus veredas en estado cadavérico y autómata, sino más bien abordarla en tensión constante de cuerpo y espíritu, para que al llegar el final del viaje sientas que te has comportado como una flecha que buscara certera el blanco deseado. Por otra parte, se te juzgará por el empleo de tus talentos, en el juicio menos democrático, ¡gracias a Dios!, que haya existido jamás, pues a nadie se aplicará idéntica vara de medir que al vecino, que esa es la naturaleza humana; un compendio de dones, diversos y valiosos para cada ser, de los que algún día deberemos dar cuenta detallada de su usanza, por más que la veleta vaticana gire ahora errática indicándonos no la existencia de cualquier juicio o castigo, sino el gozo de un edén eterno para todos…si cumples, claro está, las inapelables y programadas normas del desguace de la Tradición, de la gobernanza global, de los preceptos climáticos, y de un ecumenismo de usos y costumbres, ajeno por supuesto a lo numinoso. Creo que me ha salido algo ácido el comentario, pero, lo dejo así. Tampoco miento. Y el silencio es muerte y olvido; lo saben bien los que manejan cualquier tipo de tiempos…;los custodios rigurosos de tan extenso rebaño.
He estado unos días en Barcelona con uno de mis hijos, su mujer y mis dos únicos nietos. Reunión familiar entrañable en una ciudad que me sigue pareciendo algo sucia y poco cuidada en esta última época, cuando en su día fue emporio de clase y distinción urbana. Me he movido sobre todo por el barrio de san Antonio, y en su acogedor mercado he degustado en el desayuno las exquisitas malagueñas; un bocadillo caliente y jugoso de pan tostado, pincelado levemente su interior de mantequilla, y relleno de berenjenas ligeramente sofritas y butifarra negra, combinación que te deja sin aliento y estrábico al primer bocado. Por lo demás, ciudad multiétnica y abigarrada, cuya limpieza y aseo deja mucho que desear, y no es opinión mía, sino que la comparto con muchos de sus residentes que se han rendido a la evidencia, por más que les duela reconocerlo.
TIEMPO DE DICIEMBRE
Son tiempos decembrinos que ya nos hacen ventear la Navidad. En antiguas calendas el día de la Concebida era el elegido para abrir las puertas de las almazaras y facilitar el acceso de la cosecha al molino, cuando la aceituna ya había adquirido en la oliva un adecuado y rutilante envero. Una fecha clave que marcaba el inicio de la campaña. Jornadas de inmenso trajín, de bregas compartidas en los que nuestros campos olivareros se transmutaban en un paisaje, humanizado y entrañable, que definía lo mejor de nuestros usos y costumbres.
El campo
de olivos
se abre y se cierra
como un abanico.
Sobre el olivar
hay un cielo hundido
y una lluvia oscura
de luceros fríos.
Tiembla junco y penumbra
a la orilla del río.
Se riza el aire gris.
Los olivos,
están cargados
de gritos.
Una bandada
de pájaros cautivos,
que mueven sus larguísimas
colas en lo sombrío.
Como expresaba el gran Federico en su poema de la siguiriya gitana “Paisaje”.
CAMINO DEL TAJO
Llegó la Concebida. Madrugaban los aceituneros. Ya lo decía la copla popular: “Levántate morenita, / a la aceituna temprano/ a darle los buenos días/ al airecillo solano”. El tajo estaba lejano y en ocasiones no había caminos ni pistas para abordarlo. Había que acceder a sus contornos a lomos de mulos percherones, dóciles borriquillos de color gris claro, o rucios de capa torda, que cargaban con mansedumbre toda una ingente colección de arreos, sin olvidar la gran cántara de agua para aliviar la sed de la cuadrilla.
Un gigantesco bullicio se presentía en los ruedos olivareros. A las seis de la madrugada, con Orión de testigo, ya estaban los aceituneros en pie. Ellos se ocupaban en alimentar a las caballerías, ellas preparaban sabrosas pitanzas; recios desayunos a base de huevos fritos de yema anaranjada con exquisito chorizo de un sabor ya perdido, picatostes bien alicatados de azúcar, o bautizados en vino blanco, o incluso unos rotundos cuencos de garbanzos, con todas sus pertenencias chacineras, al mismo tiempo que organizaban la “talega” que trashumaría al remoto olivar serrano compuesta por huevos duros, trozos de bacalao, lomo en manteca, gruesas piezas de tocino de veta salado, o cantos de pan densamente trabados con aceite. Y no faltaban quienes se iban al tajo tan solo con el café bebío, pues no habían madrugado lo suficiente para apañar el desayuno. Mañanas gélidas. Un vuelo punzante de alfileres era el relente sellado en los atezados rostros de unos aceituneros que se balanceaban sobre sus monturas, somnolientos aún, bajo el último guiño de algún perezoso lucero. Llegada al tajo, escalofríos convulsos, frotamiento de manos enguantadas para combatir la escarcha, lumbres improvisadas con más humazo y picor de ojos que calorías confortadoras, saltos gimnásticos para combatir la helada, y un aluvión de los primeros dichos y chanzas, picantes y sabrosas, para alegrar los corazones, y así, con algazara festiva, dar comienzo a la faena tras los últimos e indecisos temblores del alba. Sonaban las coplas, iluminados los cantantes por unos tímidos y pioneros rayos solares. Era el inicio de una ueva jornada en el olivar:
El que tiene un olivar
Y no le cava los pies,
es como el que tiene novia
y no la sabe querer.
Los ojos de mi morena,
ni son chicos ni son grandes,
son como aceitunillas negras
de olivaritos gordales…
Comenzaban los “avareaores” su trabajo con los músculos aún entumecidos. Con la vara más larga, hecha de ramas de olivo o de álamo, se coronaba la copa del soberbio ejemplar, con las pequeñas se sacudían las ramas más accesibles, o se ordeñaban a mano con suma agilidad las más bajas y tiernas, cuando un sol de naranja comenzaba a caldear el azulado cristal de la mañana: Una lluvia aceitunada planeaba sobre los manteos —como si se estuviera desgranando desde los cielos un rosario de cuentas de turmalina—, que se habían ajustado con primor en todo el perímetro del árbol sagrado. Cuando estos estaban colmados de fruto se volcaban en otros de menor tamaño para que comenzara la limpia del ramaje de mayor tamaño. Las mujeres, puestas de hinojos con sus espuertas sobre los lienzos, no paraban de hablar y reír, mientras con dedos ágiles y precisos recogían el preciado fruto, incluso el que volaba lejos del ruedo, para volverlo al redil. Más tarde las espuertas se trasladaban a un rudimentario y efectivo artilugio para proceder al proceso de cribado, por el que se dejaba escurrir la brillante cosecha, reteniendo las ramas, terrones y hojarasca. Ya más limpia caía a los dominios de una mujer que iba venteando las últimas ramas, hojas y tierra que había escapado a la criba, depositando el fruto ya limpio en las canastillas. Posteriormente estas se vaciaban en sacos ya dispuestos para encajarlos en los serones de las monturas y, de esta forma viajar hasta el molino incesantemente, hasta terminar las faenas del día en el tajo. A las once se hacía un alto en la faena de diez minutos para que los hombres pudieran fumar su tabaco, negro y bronco, con ansia mal disimulada. Sobre la una y media era la hora convenida para reponer fuerzas perdidas y así dar buena cuenta del condumio que había viajado en las talegas clausuradas por un nudo difícil de desatascar, más que nada por la impaciencia de los cantarines estómagos por dar cuenta de su contenido. Salían a relucir las navajas, afiladas protagonistas del ágape campestre, que servían tanto para rebanar gruesas rodajas de pan, como de generosas tajadas de lomo y tocino, o largas tiras de bacalao, pero también de tenedor improvisado. Era tiempo, de chirigotas o cruce de audaces apotegmas entre ellos y ellas, e incluso el inicio de romances preñados de eternas miradas de soslayo que sembraban universos en las entrañas, y espasmos cordiales mal disimulados.
Los amores del invierno
son amores de fortuna;
que te quiero, que te adoro
mientras dura la aceituna…
Como una aceituna verde
rejelea tu querer
déjalo que se madure
y sabrá como la miel…
Cante este que hacía alusión al amargor de los primeros compases del ars amandi, y su posterior sabor melífico, que ese es el ancestral juego amatorio, y el tira y afloja de sus inicios que exige, al menos hasta ahora así ha sido, el desarrollo de sutiles técnicas de seducción —las mujeres son refinadas maestras en tal arte, nosotros, sumisos aprendices, aunque todo está cambiando…—, para ir aplacando con presteza el acíbar de sus inicios.
Del hueso de una aceituna
tengo que hacer un tintero
para decirle a mi novia
lo mucho que yo la quiero.
Daba el manijero la señal de vuelta al tajo y la cuadrilla reanudaba el trabajo estirando los miembros entumecidos, aunque sin cesar en sus sonrisas, requiebros y cantares. Un sol próximo al solsticio descendía ruborizado por su trayectoria celeste produciendo sombras alargadas. Proseguía la faena:
Yo estoy cogiendo aceitunas
y mi amante vareando
y entre ramita y ramita,
los dos nos estamos mirando…
No tengas pena ninguna,
que yo me caso contigo
cuando acabe la aceituna.
AQUELLOS AÑOS CINCUENTA
Eran otros iempos que ante la mirada interior se revelan precisos al recordar mis visitas mañaneras con mi abuelo, a finales de los años cincuenta, a la Casería de Piedra, o a la de las Pilicas en los llanos de la carretera del Puente de la Sierra, y cómo contemplaba boquiabierto, con ojos avizores, la inmensa pregnancia del cuadro; aquel mosaico entrañable de costumbres humanas, de quehaceres agrícolas que ocurría en las alineadas callejas del olivar, y en las plazuelas cobijadas por el árbol centenario de varios y retorcidos pies, las risas, gritos, consejos, coplas, chicoleos, dichos, regaños a los remolones, el toque rítmico, pero tierno, tabaleante, de los avareaores sobre las ramas del viejo coloso, mientras la luz de los cielos caldeaba los cuerpos y deshacía en finos hilillos humeantes la escarcha acumulada en los terrones margosos. Y la afónica coral de los gallos de la casería entonando su proclama de hojalata, los relinchos de asnos y burdéganos, el ladrido de los perros celosos vigilantes de la frontera del tajo, la zancada de una liebre joven y alarmada, el vuelo vivaz de zorzales y estorninos, o la huida veloz de algún autillo que había visto desvelado su posadero nocturno…Tiempo de recogida, campos jaeneros de diciembre, olivares plenos de historia; árbol sagrado de nuestra cultura local y mediterránea. Pues como dice Carolina Toral Peñaranda, escritora de madre portorriqueña y de padre jaenero, el poeta José Toral y Sagrista, en su detallado estudio “El olivo y el aceite en la Biblia” que leí ávidamente en mi juventud, y vuelvo a él la mirada de tiempo en tiempo: “Con su jugo sagrado se ungen sacerdotes, reyes, profetas; es derramado su aceite sobre la piedra de los testimonios; flor de harina, heñida con aceite en el altar de las primicias para el sacrificio pacífico…”
Olivos intemporales de Jaén, el símbolo más venerado de nuestra tierra, con cuyo óleo ungimos nuestras entrañas para mantener la salud del cuerpo y el espíritu, y con cuyo viejo ramaje, hábilmente podado por artistas del hacha —ahora de la horrísona motosierra—, caldeamos el cuerpo en las tardes eternas del invierno, frente al hogar crepitante, junto a una compañía cordial, mientras suena una partita de violín bachiana y nos confortamos con la cálida caricia de un buen libro en las manos, —¿existirá n placer similar? —, aunque en la antigüedad bíblica tan solo pudiera quemarse madera de olivo en el altar por tratarse de un árbol sagrado. Jamás debemos olvidar lo que este símbolo ancestral, bandera de nuestra tierra de prodigios, ha significado y significa para nosotros. Al olivar hay que quererlo, entenderlo y defenderlo con pasión, pues es la fuente viva de nuestro carácter jaenero, el símbolo de nuestra tierra, bandera de nuestro esfuerzo colectivo.
Vuelven las cuadrillas del tajo al ritmo cansino de sus cabalgaduras. Bulle la almazara de voces humanas. Relinchos y roznidos de las caballerías que han visto aligerado el peso que soportaban. Se descarga el contenido de los últimos serones. Trabajan sin descanso las grandes muelas graníticas en forma de cono. Circula generoso por el canal de la regaifa el líquido que ha salido de los capachos ahítos de aceituna bien molida y prensada, método que otorgará al producto resultante un sabor inconfundible. Queda separado el óleo bendito del alpechín inservible. Un olor a aceite nuevo sobrevuela Jaén y sus campos colindantes. Los aceituneros abordan, exhaustos y embarrados, sus hogares; tan solo quieren asearse y descansar un rato a la vera de una lumbre que sembrará sus caras de rosas ardientes. Mañana será otro día de intensa faena. Mientras tanto saltará la luna los montes en el silencio de la noche y alguien podrá oír coplas idílicas por la selva olivarera, como las imaginó José de la Vega Gutiérrez, el destacado jurista y fino escritor cazorleño que vivió en Jaén los años de su juventud y describió nuestros usos y costumbres con el primor de su pluma, al dictado de un corazón sensible y delicado.
Luna de noviembre juguetona y clara
que, en las plazoletas de los olivares,
a las cuatro esquinas, jugando, se encara
con los fandanguillos y las soleares…
Ahora son distintos los usos y costumbres. Ya nada significa la fecha de la Concebida para comenzar la campaña; la gloriosa celebración festiva en memoria de la que fue concebida en el seno de su madre libre de pecado original, que eso significa la festividad de la Inmaculada, pues hay quien confunde esta conmemoración con la concepción virginal del Hijo de Dios en el seno de María, la virgen galilea. Pero todo ha cambiado. La campaña comienza mucho antes. Las modas del momento hacen que se recolecte aceituna verde temprana para fabricar aceite joven; un zumo frutal de delicado sabor, tan al gusto de las gentes. Ni es habitual la alegría espontánea, y el trato distendido que ligaba en lazos imborrables el afán de las antiguas cuadrillas en estos días. Por otra parte, ya no existe un silencio humanizado en el olivar, como en tantas facetas de nuestro mundo acelerado, pero vacío de contenido. En las faenas de la recogida resulta imposible hablar, pensar, cantar, amar, reír, cortejar, suspirar…, pues prima el sonido atronador de vibradoras y sopladoras, que silencian las voces de la cuadrilla, aunque aceleren el proceso recolector. Pero yo vuelvo la vista atrás a aquellos tiempos añorados, donde la relación personal era estrecha, sencilla, plenamente humana, y presidía la faena de recogida en el tajo olivarero, cuando los lazos entrañables entre personas tenían preeminencia sobre tantas otras cosas.
Y en estas noches que preludian la Navidad, bajo un cielo que tiembla de estrellas, volará la lechuza buscando alguna ruina cercana donde establecer su posadero, mientras la distinguida señora, delicada princesa del nocturno hermético, ilumine con una luz misteriosa, indecible elegía plateada, el bosque sagrado que rodea, cual collar de esmeraldas y azabaches, nuestra ciudad del alma. Y tanta añoranza y pasión olivarera de siglos que está grabada en nuestro inconsciente colectivo, sobrevolará por Jaén, la ciudad alta y quebrada desde cuyas cimas urbanas pueden verse las águilas por el lomo. Y a poco que escuchemos desde cualquier mirador con los oídos del corazón, podremos oír un rasgueo de guitarras acompañando el cantar de algún rapsoda invisible que resuene en la madrugada eternizada:
¡Ay lunita, luna, que escucha y se para
al oír el canto de las soleares…!
¡Ay lunita luna, juguetona y clara
que en diciembre cruzas por los olivares…!
Ramón Guixá Tobar.
En Jaén, a veintitrés días del Nacimiento de Nuestro Señor.
Foto: La recolección de la aceituna en una imagen retrospectiva, los años a los que alude el autor en este artículo rememorando antiguas faenas en los tajos olivareros. FORO DEL OLIVAR.