Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Era una mañana de principios de primavera en que el aroma a azahar de los naranjos de San Bartolomé, se apoderaba de los recuerdos de muchos en un juego macabro de pasado y pérdida. Hacía pocos meses que fue inaugurado el nuevo colegio, justo al lado de la iglesia, en el mismo lugar en que se ubicaba el antiguo Colegio de San Agustín. Las gentes de la pequeña ciudad sentían una especie de nostalgia extraña, pues iban a recoger a sus hijos a la puerta de la escuela donde sus padres les contaron que, antaño, estudiaron ellos. Había quedado toda una generación, entre medias, que cargaba sobre sus hombros un enorme vacío. Pobre ciudad, cuajada de pérdidas pero altiva que lucha por conservar la esencia.
Y, aquella primavera, en aquella ciudad en la que se empezaban a ver resurgir brotes extraños, nadie, absolutamente nadie, sospechaba que estaba a punto de acontecer un gran milagro. Aquella mañana, en clase de lengua y literatura, se empezó a hablar de la lección del día: “la poesía”. La maestra era una mujer delgada… excesivamente delgada, con las facciones del rostro muy marcadas y una fuerte personalidad. Las niñas y niños escuchaban sus enseñanzas como quien escucha atento un cuento. Ella, les contaba de los versos, de la rima, de la esencia en el corazón del poeta -quizá, aquella mujer, hubiese querido ser poeta, pero la vida se lo impidió-. El final de la clase fue anunciado sin haber podido terminar la lección ni ver ejemplos de poemas. Por lo que decidieron terminar el tema al día siguiente.
Durante la tarde, las niñas y niños estaban ansiosos contando las horas. Lo que la maestra les había contado, llenó sus corazoncitos de una esencia que no conocían hasta ahora. Mientras jugaban por las callejas, imaginaban cómo serían aquellos poemas. Les contaron que su lectura era agradable, que cierta musicalidad llenaba sus almas y que, al cerrar los ojos, podrían ver cosas maravillosas que acaso ya no existían pero que ocuparon su lugar en la ciudad. Contaban las horas hasta el amanecer…
Era la hora de la clase, esperaron a la maestra con ansia, hasta que aquella señora delgada y algo seca, en apariencia, volvió a hablarles de la rima, la acentuación, la musicalidad, las pausas… pero la segunda parte fue aún mejor. Les contó de Almendros Aguilar, de Montero Moya, de Josefa Sevillano, de Bernardo López. Volvieron a casa pletóricos.
Los padres, al observar tal interés de sus hijos por la poesía, decidieron visitar en las horas de descanso escolar las plazas de la vieja ciudad. En esas plazas solían reunirse poetas jóvenes y organizaban pequeños recitales. A partir de entonces, los niños serían su público predilecto.
El curso acabó y comenzaron las despedidas. Todos se comprometieron a leer poesía durante el descanso estival y, luego, en septiembre, compartirlo con los demás. Todos estaban felices con tal descubrimiento, todos… menos Lucas. Vivía en la calle Santa Úrsula, en una casa medio derruida porque su familia era pobre. Por las noches miraba desde su ventanuco el callejón del Duende y lloraba, porque sus padres no tenían dinero para comprarle libros de poemas. El día 15 de Agosto, Lucas se encontraba en la Plaza Santa María viendo la ostensión del Santo Rostro. Observando cómo aquel tesoro se deslizaba por cada uno de los balcones de la gran Seo para bendecir su ciudad y sus campos. ¡Qué bonita estaba la Catedral! Sus dos torres parecían brazos que intentaban alcanzarle en son de protección y a él, ¡cuánto le hubiese gustado dejarse abrazar! El sol inclemente caía sobre la piedra vandelviriana reflejando un brillo único, profundo, mágico… Antes de su regreso a casa, por calle Maestra, sus pies tropezaron con un trozo de papel. Era una página de cuaderno cuadriculado tamaño folio, donde había escrito un poema. Lucas leyó atentamente y observó que las rimas, las pausas, la musicalidad y los acentos de los que habló la maestra se encontraban en aquella cuartilla. El muchacho corrió a su casa feliz.
El verano acabó y llegó el momento de volver a clase. Todos estaban deseando reencontrarse con aquella delgada mujer que había despertado en ellos el sentido de la poesía, un sentido que no todos tienen pero que, curiosamente, los niños jaeneses lo poseen bien cuidado en lo más profundo de sus almas. Las clases las empezaron llenos de euforia, todos querían leer, hablar de los poetas que habían recitado y hasta se atrevían a esbozar algunos versos de los que habían escuchado en las plazas de los labios de los poetas jóvenes. Todos saltaban, menos Lucas, que permanecía callado en su mesa, escuchando a los demás. Una vez tuvieron su momento de gloria, la maestra se acercó dulcemente hasta la mesa de Lucas y le invitó a leer uno de los poemas que ella tenía en un libro, pues era buena conocedora de su situación familiar y sabía que sus padres no habrían podido comprar libros al niño. Sin embargo, Lucas dijo que no, que él quería leer un poema que había encontrado, un poema que fue a buscarle a él. Y, orgulloso como nunca, subió al estrado, desdobló el papel maltrecho y comenzó a leer. Mientras lo hacía, los ojos de sus compañeros se abrían como platos sin poder asimilar tanta belleza. De los ojos de la maestra resbalaron dos tímidas lágrimas y un escalofrío recorrió su delgado cuerpo. ¡Qué profundidad y qué hermosura! El poema hablaba de la gran Seo, que su función de relicario para custodiar la cara de Dios, la había hecho única gracias al maestro Vandelvira. Absolutamente conmovida, avisó al director del colegio para que diera su opinión acerca de ese poema. Era una maravilla. Interrogaron a Lucas y él relató cómo aquel poema le buscó, le salió al paso. Pero era necesario iniciar una investigación, había que conocer la autoría de esa joya poética porque era única y reflejaba una tradición jaenera con minuciosidad, conocimiento, acierto y belleza.
Comprendieron que aquellos niños necesitaban algo más en sus clases. Así pues, decidieron subir el listón de la materia. Convocaron al grupo de poetas jóvenes para que, todos los viernes, en la clase de lengua y literatura, se recitaran poemas. Y en las horas del recreo se reunían para que les hablaran de Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca. Entre confidencias y bocadillos conocieron que en la calle Carrera de Jesús se hallaba clavada la flecha de la poesía, lugares donde ellos habitaron, los grandes poetas universales. Era un triunvirato literario que atrapó a los pequeños que se sentaban en el lugar donde se alzaba la antigua muralla, justo a los pies del Torreón del Conde Torralba para vislumbrar la huella de San Juan de la Cruz que también dejó su huella allí… y, en una de esas sentadas infantiles, Lucas dio un grito. ¡Había encontrado otro poema justo allí a los pies del Torreón! Prestos, le llevaron el trozo de papel a la maestra. Era un poema de igual belleza que el anterior, también escrito a mano y en un papel doblado… como si alguien lo hubiese dejado para quien lo pudiese encontrar sin buscar. Este poema hablaba de un camino que comenzaba en Jabalcuz, narrando su belleza; continuaba por la Fuente de la Peña, relatando una historia arcana del Ojo de Buey; y finalizaba justo ahí, en lo que fuera una de las antiguas puertas de la muralla de la ciudad, abrazando lo que fuera el palacio del Conde Torralba. Las sensaciones vividas por todos eran indescriptibles, no había palabras.
A partir de aquel momento, empezaron a pensar que Lucas tenía un don especial, un don que los demás chiquillos envidiaban y, por ello, comenzaron a seguir todos sus pasos, los lugares que frecuentaba y los rincones en los que se entretenía. La suerte andaba del lado de aquella inquietud poética y, pronto, ya no era sólo Lucas quien encontraba poemas, sino todos los demás. Fermín, uno de los días que fue en busca de su amigo, encontró en el raudal de la Magdalena un romance que relataba la leyenda de la icónica figura del Lagarto, Laura paseando por Almendros Aguilar encontró unos versos que hablaban de la historia del padre Canillas, Julio supo por un poema que el autor del Cristo Expirante se hallaba enterrado en lo que un día fuera la iglesia de Santiago, María pudo observar en toda su majestuosidad la belleza vandelviriana de San Miguel a través de unas estrofas encontradas cerca del Hospital de San Juan de Dios. Y así se fueron sucediendo los hallazgos. Los niños enloquecían de felicidad cada ver que encontraban una cuartilla y corrían a buscar a los poetas jóvenes para que los recitaran. Estos, a su vez, empezaron a sentirse desplazados porque sus poemas no eran escuchados sino que, ahora, los versos de aquel poeta anónimo parecía ser lo único que importaba. Como todos los poemas trataban sobre esta ciudad de luz, los maestros decidieron contactar con poetas jaeneses que tuviesen un gran dominio de la poesía en nuestra tierra. Y así fue que, un día, cuando los chiquillos llegaron a clase, no se encontraron con su profesora sino que, en su lugar, estaban Juan Manuel Molina Damiani, Guillermo Fernández Rojano y Pedro Luis Casanova. Fue una clase magistral. Aquellas caritas estaban extasiadas escuchando a los tres grandes poetas que les hablaban de literatura y les leían sus poemas. Pero la sombra del poeta anónimo seguía ahí, esperando su momento…
En las clases de literatura jiennense los niños aprendieron, por encima de todo, a ser buenas personas y a amar su tierra. Deseaban que las semanas corriesen para ver llegar el día en que aquellos tres hombres acercaran hasta ellos su voz plena de sabiduría arropada en el pueblo. Les llamaban la Santísima Trinidad de la Poesía porque los tres formaban un círculo perfecto donde la tierra florecía por medio de las palabras, la historia volvía a tomar forma en sus calles y su patrimonio brillaba cual joya del pasado. Sin embargo, estos tres hombres alertaron a la dirección del colegio de que era pues necesario se iniciara una investigación acerca del poeta anónimo, ya que la belleza de aquellos versos y la facilidad al retratar lo hermoso de la ciudad habían de ser tenidos en cuenta.
El año corría y se acercaba otra vez la primavera. Los poemas seguían apareciendo por todos los rincones jaeneros. Tras muchas indagaciones, los tres poetas contactaron con un doctor en literatura extranjero que había accedido a leer los poemas y había quedado prendado por su calidad y belleza. Las clases se acabaron y llegó el verano, las vacaciones. Todos, absolutamente todos, los niños, los padres, los maestros, los poetas de las plazas, los tres grandes cantores jaeneses, esperaban la respuesta de aquel doctor, salir de dudas sobre la autoría de los poemas. Por fin, en octubre, por San Lucas, llegó una misiva anunciando la visita del ilustre literato. Todos se preguntaban cómo sería el encuentro, el modo de actuar, qué idioma hablaría… tras unas horas de espera en la plaza de San Bartolomé, un coche cruzaba la Audiencia dirección a la iglesia en cuyo seno se venera al Cristo de la Expiración. Un anciano de largos cabellos blancos y vestido de negro bajó y se acercó a acariciar el agua de la fuente. Luego, los miró a todos y se acercó lentamente y extremadamente educado para saludar. Esperando que dijera la primera palabra para saber de dónde venía, aguantaban la respiración. Y el anciano, con media sonrisa dijo, “Ea, pues ya estoy aquí. La vin, qué camino más largo” Todos se miraban asombrados… aquel hombre no es que hablara castellano, sino que dominaba un perfecto jaenés.
Se reunieron en una sala grande, alrededor de una mesa redonda. Lucas, que hacía ya meses había perdido su timidez, se sentó a su lado y le miraba fijamente. El chiquillo murmuraba entre dientes, “yo a ti te conozco, tu cara me suena”. El anciano comenzó a desmembrar el resultado de sus indagaciones: “En fin, según los textos analizados, dada la calidad de los escritos es claramente evidente que han sido escritos por alguien, no solo sabio, sino también profundamente conocedor de la literatura. Por otra parte, el modo tan fiel que muestra al hablar de Jaén, sin duda alguna, significa que alguien, no sólo que ha nacido en Jaén, sino que ama profundamente a Jaén” En este momento, el poeta Damiani interviene, argumentando: “es alguien de Jaén, sin duda” Sin embargo, antes de que el anciano literato pueda asentir o negar, Lucas interrumpe la conversación y se dirige al recién llegado diciéndole: “yo a ti te he visto por mi barrio” Todos callan y el anciano ríe, les mira y les ruega que no riñan al chiquillo por tal interrupción. Luego le subió lentamente a sus rodillas y le contó algo, al oído, despacito. La cara de Lucas mostraba una ilusión inmensa al conocer que tenía razón, él lo había visto, o por lo menos, había visto su sombra pasar. Tras eso, el anciano se disculpó con la audiencia y argumentó que antepasados suyos provenían de Jaén y es por ello por lo que accedió a analizar esos poemas y a visitar la ciudad, porque el amor por la tierra es hereditario y él amaba profundamente a Jaén aún sin haberla visto. Rafa, el profesor de Historia se interesó acerca de sus ancestros, a lo que el anciano respondió, con una dulce sonrisa: “soy descendiente de Hasday Ibn Shaprut” La sorpresa entre los asistentes fue mayúscula y entendieron, al instante, el por qué de su amor a esta tierra. Pasados unos minutos de emoción, la maestra delgada y enjuta de los niños, pidió que se desvelase la autoría de los poemas o la teoría seguida por el anciano literato, pues ella, que lo había vivido todo con los niños desde el primer momento, no podía salir aún de su asombro.
El anciano siguió argumentando y basándose en los dos pilares antes reseñados, alguien con gran conocimiento literario y unido a Jaén por el corazón. Sin embargo, señaló “hay algo que me hace dudar y obligaría a descartar la teoría de que se trata de un experto en literatura en toda regla. Y en ese algo incluyo los villancicos que se cantaron el pasado año por las calles de Jaén y, sobre todo, las saetas dedicadas a Jesús la pasada Semana Santa, pues la letra de esas composiciones apareció del mismo modo que los otros poemas” “¿Qué les diferencia?”, preguntaron algunos de los padres. A lo que respondió el descendiente de Hasday: “los poemas que ha cantado la gente llana no tienen muestra de haber sido estudiados minuciosamente en el sentido de métrica, rima y demás. Lo que sí caracteriza a esos poemas es el profundo sentimiento con el que han sido escritos, es como si los hubiese escrito el mismo pueblo. Así pues, mi veredicto es que esos poemas encontrados no están escritos por mano humana alguna, sino que los poemas están escritos por la propia alma que tiene Jaén. Es Jaén, que se levanta, es la voz de Jaén, es su grito, es su susurro… el poeta anónimo es el mismo Jaén, su corazón que revienta en olivos y su alma que se adormece entre piedras milenarias. El poeta anónimo es Jaén”
Curiosamente, a nadie le asombró la conclusión del anciano, quizá lo sospechaban…
El anciano se despidió de todos amablemente. Les pidió a los niños que siguieran buscando poemas bajo cada piedra, a los padres que les siguieran inculcando la lectura, a los poetas jóvenes que su voz llenase las plazas jaeneras, a los profesores que siguieran enseñando y a los poetas jaeneses que no dejasen de escribir. A la maestra delgada le dio las gracias por provocar aquel milagro. Y a Lucas le pidió que le acompañase a dar un paseo.
Cuentan que se vieron cómo se perdían sus figuras a lo largo de la calle de Santo Domingo. Y ya no se supo más. Nadie sabe cuándo el viejo se fue. Sin embargo, en los anocheceres de primavera, cuentan que en la plaza de la Magdalena se puede ver a un niño y a un anciano sentados en un banco. El viejo mira de reojo a una casa donde hay un tragaluz con la forma de una estrella. Y juntos sonríen… Y juntos esperan… mientras se siguen escribiendo páginas de historia… mientras se siguen leyendo poemas… mientras la vida pasa…