A Fausto y Pepe Olivares
Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / La vida tiene una extraña manía. A base de golpes, nos arrebata luces que forman parte de nuestra vida. Después, según el camino avanza entre noches de bohemia, amaneceres dormidos con canciones de cuna o soles que revientan los corazones de los olivos, se empeña en hacernos recordar aquello que nos quitó. Y lo hace lentamente, así como el viento mueve las cortinas de la alcoba: en muda caricia. Un buen día, abres el cajón de los recuerdos y surgen los resplandores, no ya aquella luz de antaño pero sí su fulgor.
Aquella noche de noviembre se presentía en el viento afilado jaenés el quejío de una seguiriya, el llanto de una soleá. En nuestras mentes, las madonnas desvergonzadas de Fausto que mostraban sus vergüenzas tan desvergonzadamente y los paisajes de olivos de Pepe, clavados desde hace décadas en nuestras entrañas.
En el Teatro Darymelia, el bullicio y nerviosismo de la entrada de todos los que queríamos compartir vida, camino y amor con la familia Olivares, se fue convirtiendo poco a poco en silencio cuando, la majestuosa figura en el escenario de Mirella Rodríguez nos absorbió con esa elegancia tan exquisita en cada uno de sus movimientos. Al momento, otra figura nos conmueve, es Érica da Silva que, con su porte flamenco y su grandiosidad en el escenario provocó que empezáramos a sentir cómo se nos removían las entretelas del alma. Enseguida, una voz: “¿Qué historias te contaré, primo, que tú no sepas? ¿Qué cuentos te diré yo, si ya los cantó Moisés en tiempos del faraón? Cuento oscuro de tinieblas que se resuelven en luz, de madres que dan la vida entre hambre y hombre y arena, grito fraterno de penas que, desde lo más profundo, piden al cielo azul pan y leche, amor y amor”. Centrados en la grandiosidad del baile de Érica, van surgiendo ante nuestros ojos escenas de antaño que tantas noches vivimos… una mesa, tres sillas… dos cantaores y un tocaor: José Valencia, Javier Rivera y Juan Moreno. La presencia de Mirella va sembrando la paz absoluta que necesitamos, ilustrada en todo momento con la visualización de las obras de estos dos pinceles magistrales que fueron (y serán eternamente) los hermanos Olivares.
La guitarra suena, Érica planta cara con su baile y es ese duende que nos corroe las venas cuando se destapan las miradas, empañadas del misterio de nuestro reyno, de nuestra tierra que ha hecho nido en el alma.
Mano a mano, golpe a golpe, voz a voz… todo envuelto cuidadosamente por un poderoso amor, mecido entre recuerdos que quedaron enclaustrados bajo un artesonado mudéjar, de aquellas noches eternas, inmensas de fraternidad y quejíos, de duende y corazón.
Una noche única vivida y recordada, porque acaso ya pasó, en que el arte que no entiende de disciplinas, revienta por los cuatro “costaos”. El flamenco y la pintura hermanados en el marco del Festival Internacional de Arte Flamenco Ciudad de Jaén. A veces, pueden repetirse los hitos en las historia. Quién lo diría, quién lo diría… parece que no han pasado cincuenta años, parece que estamos aquí, los mismos de entonces, mirando las columnas del patio y absorbiendo el aroma del jazmín.
Fue inmenso aquel momento. Fue inmenso el fulgor que trajo hasta nosotros aquella luz. Inmensa la mano de Antonio El Tabanco por tanta grandiosidad y por tanta delicadeza al acariciar los recuerdos y traerlos al presente. Si dicen que esto es la vida, está claro que, aquella noche de noviembre, Antonio nos devolvió la vida. Fausto y Pepe nos volvieron a acariciar con sus pinceles, al compás de dos gargantas que hacen grande al Flamenco.