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Por Antonio de la Torre Olid /

               La desesperanza por la victoria de Trump nos deja a muchos desangelados, perplejos por lo viciada que parece que teníamos la intuición, sin esperanza. No sirve el que nos digan que empieza la cuenta atrás de su último mandato, porque el trumpismo le trascenderá y precisamente tiene cuatro años para expandir su visión autárquica, su estrategia atemorizadora, su demolición del walfare estatal y el Obamacare en perjuicio de los de más abajo y sus mentiras. Será la versión más lobezna entre los hombres. Esa apisonadora que ha aplastado a otros géneros y a otros colores, te deja sin fuerzas para coger cualquier bandera, ni que se esté celebrando la cumbre del clima C29; ni la defensa de la cooperación en el seno de unas naciones unidas; ni del valor de la multiculturalidad y del extranjero; ni la de un comercio justo por ejemplo para un aceite de oliva inexportable.

               Sin energías hoy, volveremos pronto a esa lucha, pues por más que se resienta, forma parte de nuestra forma de vida, de la contingencia y de la subsistencia. Así que, los que no sabemos dedicarnos a un huerto, mientras tanto tendremos que conformarnos al menos con fomentar la civilidad en el entorno más cercano, en lo más doméstico.

               Mi hermano tiene un perro. Otra vez mi hermano es mi fuente de inspiración, como aquella ocasión en que le dediqué todo un cuento, de tanta materia prima que tenía para relatar varias gatadas y perrerías que le infringí, propias de la infancia, algunas nada menos que con afección a su integridad física -como tirarle a los pies una máquina de escribir de aquellas negras, ante la que nuestra madre nos ponía a aprender mecanografía en los veranos-.

               El caso es que mi hermano me ha contado que tiene una lista de cien amigos a los que sabe que de manera impepinable, por afecto y afinidad, invitaría si tuviese un evento importante que celebrar. Es decir, no son amigos de una red social. Por cierto, aprovecho para ir recuperando agallas y manifiesto que me he dado de baja del Twitter o X del señor Musk. Trump ha nombrado para reformar la Administración a un narcisista, tiene razones, es el más rico del mundo, que sin embargo tiene conflicto de intereses para tal fin y varias reclamaciones por ayudas estatales: la zorra a cuidar gallinas, no es un insulto, es una metáfora.

               Volviendo al asunto, tengo por seguro que mi hermano no le daría más importancia a la enfermedad o la muerte de su perro que a la de uno de esos amigos, por más amor y cariño que le tenga al primero.

               Todo esto viene al hilo de que, si bien al menos hemos conseguido casi erradicar las cagadas y los pipís sin limpiar de los perros en nuestra capital, en nuestras ciudades y pueblos, sí que desde esta humilde opinión, los estamos convirtiendo en nuestras vacas sagradas indias. Tan en medio de la calle están, que si el perro está a un lado de la acera y el dueño a la otra, en algún caso te tendrás que salir de ella porque el propietario, que está concentrado en su móvil, ni se da cuenta de que la cuerda te impide pasar. Perros para los que vamos invirtiendo en peluquerías e incluso en talleres “para cuidar la salud emocional de nuestros canes”, que le escuché por la radio decir a una concejala. Así que cuando uno de ellos te lama o te ladre con la mandíbula abierta, tendrás que hacer caso al dueño que te dice que no hace nada, algo que tú no tienes por qué saber, además de que tu miedo es libre. En fin, que antes, cuando alguien quedaba viudo/a, se le regalaba un canario, que son cantarines y te distraen en su cuidado. Los chuchos son una buena compañía, pero allá cada cual si está supliendo su soledad o a un hijo por un perro, que es menos bregoso y con el que alguno ya tienen parrafadas, más allá de una mera orden, como si el animal le estuviera siguiendo la conversación.

               Nuestras calles también se están inundando de patinetes eléctricos, que son un medio de transporte más limpio y ecológico. En este caso el reproche se dirige a los policías que apenas llaman la atención a sus portadores y en especial a quienes los conducen y pasan a tu lado sin apenas avisar, sin reflectantes, sin luz intermitente, a una velocidad superior a los veinticinco kilómetros hora o sin casco. En un cruce, de noche, con poca iluminación, más de uno nos hemos llevado un susto al verlos aparecer, saltando de las aceras al asfalto, sin detenerse. Y si un día hay un siniestro, encima el sentimiento de culpa será inevitable para el resto de sus días para ese conductor de un vehículo que no lo vio venir.  

               Chocheces propias de cascarrabias que vamos teniendo una edad. Pero convivir en el planeta no consiste en hacerlo con la ausencia de un estado cuidador -salvo que venga una pandemia o una dana, claro- o desde un individualismo excluyente -a mayor gloria de Milton Friedman-, que renace desde las latitudes ultramarinas donde habita el trumpismo.

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