Uno de los debates del feminismo desde el inicio ha sido poner nombre a las situaciones que ha considerado injustas, para hacerlas ver, porque cuando algo se ve y se reconoce como tal, es el inicio para cambiar.
Me ha costado encontrar la palabra, pero como veo que gustan las referencias griegas, mi palabra es «hijas epicleras».
Me refiero a las mujeres excepcionales, de prestigio, que en la antigua Grecia recibían el poder por herencia intransferible de la estirpe.
La línea que llega a ellas no se podía cortar, porque su estirpe era tan fuerte y tenía el suficiente poder para no permitirlo. Las epicleras a la vez que el poder, heredaban una vinculación esencial con sus familias, porque de no ser así, estos clanes o estirpes desaparecían. Ellas eran la continuidad.
Una característica de estas mujeres es que no tenían un currículo político normalizado y eran admitidas por la falta de normalidad del proceso, de un modo semiprovidencial, las agraciadas de los dioses que diríamos hoy.
Las mujeres nunca han tenido genéricamente poder y éstas eran excepcionales en tiempos excepcionales, y de sobra se sabe que toda excepción no se puede naturalizar.
Y ahora, de vuelta a nuestros tiempos, la existencia de clanes y familias de poder es incuestionable. Pero la presencia de las epicleras es más difícil de percibir.
Figuras de mujeres que en sus nichos de poder se funden y se confunden.
Lo lógico sería pensar que esas mujeres colocadas en el poder fueran la avanzadilla para al resto. Pues bien, para averiguarlo, les propongo un pequeño esfuerzo de observación. Fíjense en los niveles que están debajo de ellas, ver quién los ocupa y en concepto de qué.
Otro modo, un poco más sutil, de averiguar si son o no «epicleras» es medir el respeto y la autoridad que producen. El respeto y la autoridad es una notable marca de poder, marca que tiende a bajar cuando la delegación es demasiado evidente.
Estas mujeres que hoy, no ponemos en duda han roto su techo de cristal, deberían ser generosas y dejarnos su martillo para poder romper el nuestro, o mejor hacer gala de su pasión, de su fuerza, y de sus ganas y romperlo para todas.
Pero no es así, el resto que aspiramos al foco público político, nos agarraremos a las cuotas, algo tan esencialmente ilegítimo para muchos, pero imprescindible para el reto. A esas cuotas que para mucha gente, representan la reclamacion del poder sin autoridad, la simple ambición de estar por ser mujer, el respaldo a un sistema de por sí corrupto por ser tan desigual.
Por eso le pido a las escasas mujeres excelentes, que están en la parrilla de salida, que optan por liderar el proyecto político y social que determinará nuestro futuro, que sean valientes, que rompan estereotipos, que sean infieles a clanes, estirpes y familias, porque siempre las van a ver más pequeñas que ellos, cooptadas y sumisas, las «becarias desclasadas» que diría Celia Amorós, incapaces de poner en peligro el paradigma.
Pues eso, que se despojen, que renuncien a esa herencia epiclera y dejen de tomar ese brebaje que las hace dóciles, pequeñas, sumisas e insulsas y se conviertan en grandes Alicias y persigan a sus anchas al Conejo Blanco.