El autor se adentra en la mirada sosegada de Martos, su caminar por la Vía Verde y los sueños de La Lozana
Por ANTONIO DE LA RORRE OLID /
(Antonio se reafirma casi veinte años después de publicar este artículo en el diario El País, el 12 de junio de 2005, en el apego común al valor significativo e identitario del paisaje. Eso lo puede ejemplificar a quien que hoy dedica “Por una prolífica mayoría de edad”, a Julio Pulido Moulet, autor junto a Miguel Calvo Morillo de la letra del Himno a Martos).
Baluartes, observatorios y atalayas tiene Martos para hacerse en cada uno de ellos con su postal. Y sus contrarias, pues si te marchas de una estación de contemplación, vas al lugar que ahora divisas y vuelves la vista atrás, el juego te premia con otra bella imagen. Subes a lo más alto de La Peña y allá está la primera. Desde los restos que quedan de la fortaleza que aquí se erigió -de las muchas de Jaén que cuenta Eslava Galán en sus rutas de castillos y batallas-, con las piernas pesadas, pues sólo puedes subir andando, pero con el ánimo limpio y sereno por desahogado, verás a tus pies la falda que conforma el casco urbano.
Al sur observas la sierra del Víboras, con su castillo y su pantano; a tu espalda y al este la Sierra Sur y su Pandera -icono ya de las vueltas ciclistas-; al norte La Grana y al oeste La Campiña, Colonia Augusta Gemela Tuccitana con Martos; las tierras que fueron de la Orden de Calatrava; la íbera Obulco (Porcuna), las torres de Cañete… Y fue en esta Peña donde la leyenda y el ingenio de una mujer, Irene Mencía, puso escena a la batalla en la que, en ausencia de varones en el pueblo, unas adiestradas féminas disfrazadas de soldados vencieron al moro.
Bajas de La Peña con cuidado, casi por el mismo trayecto por el que un día rodaron en una jaula de pinchos hasta la Cruz del Lloro los hermanos Carvajales (los que antes de ser acusados de traición advirtieron a Fernando IV de que si los sacrificaba, estaría en un mes ante el tribunal de los cielos, como así fue), y te quedas en el paseo del Calvario. Como arriba, todavía la vista te mece en un paisaje de un mar o la mar… pero de olivos. La cara y la cruz de un agricultor que toda su vida los ha estado labrando, que llenó el pueblo de almazaras, pero que al no hacerlo de envasadoras, deja asomar la patita de su apatía. Sí que encuentras un punto de progreso al reconocer las homogéneas instalaciones de la fábrica de faros que el desarrollismo del tardofranquisimo trajo para 2.000 sueldos hoy, que llenó sus alrededores de industria auxiliar y casas unifamiliares. Ojalá la deslocalización no se la lleve.
Y desde estos pies de La Peña vuelves por la calle Adarves hasta la Plaza de Santa Marta y de un Ayuntamiento que tiene por fachada la que fue de una antigua cárcel y cabildo, de estilo manierista y construida por Francisco Castillo (el de la torre de Santa Marta, la Real Chancillería de Granada…).
Otra atalaya. Preguntemos por el magnífico centro de interpretación que será la torre del Homenaje, que tiene detrás la de La Almedina, restos de la muralla de un segundo castillo ya desaparecido. Y otro observatorio, la nueva Iglesia de la Virgen de la Villa (pues la anterior fue quemada en la Guerra Civil que vivió esta comarca fronteriza), con su vecino campanario y barrio del Baluarte, estos sí de más antigüedad. En este mirador está mi más preciada y pacífica observación, a buen seguro llevado por una sensación de pertenencia. En nada envidio aquí la puesta de sol frente a La Alhambra desde San Nicolás. Y en solitario, siempre mirando al oeste, ver atardecer en primavera, un ocaso con mucha luz. Sobra oxígeno en los pulmones, y más si es en Cuaresma y sopla de fondo su trompeta de casi dos metros ensayando para el Viernes Santo desde décadas la familia Juanillón.
Sigamos dejando caer las piernas por varios trayectos posibles. Hacia San Amador para pasar por el Antiguo Hospital de San Juan de Dios y al frente el Cerro Alto. O bajemos por la calle Real para ver el convento de las Trinitarias, la torre Albarrana o sus patines, donde aún en noches de verano la gente toma el fresco en sus sillas de anea. O por el Albollón, inclinado como las calles de San Francisco y donde mi madre cuenta que en una feria de San Juan los muñecos pepes bajaban entre la riada de una tormenta. Las tres rutas conducen a la plaza que congregó al convento de San Francisco, la casa de Consuelo Codes y la Fuente Nueva (de Castillo, trasladada piedra a piedra a su emplazamiento del parque).
Ya en el llano, un ensanche que se anda a modo de “Un paseo por la arquitectura historicista marteña”, en el que Ana Cabello nos cuenta lo peculiar de estas haciendas de finales del siglo XIX y principios del XX. Especialmente singular es la casa de Feijóo, con un patio andaluz que antecede a una almazara donde aún se obtiene el aceite con el prensado de capachos. Sentémonos ya en los veladores de la avenida Pierre Cibié, bajo una arboleda en forma de carpa natural. Este paseo barítimo (lleno de bares) nos aplaca la pena de haber perdido la bodega del casco antiguo de los tigres y leones, la tasca del refugio de Santa Marta…
Y giremos el cuello y descubramos el recogimiento que asemeja el casco viejo al que se derrama desde los montículos de los pueblos blancos de Cádiz, Ronda, Arcos… Una vista coqueta si se produce de noche y se aprecia los contrastes de su iluminación, en esta ciudad cuyo nombre quizás procediese de Marte. Dejemos la marcha para el día siguiente y ya en la oscuridad, inspirémonos con La lozana andaluza del marteño Francisco Delicado. Madruguemos, y con el fresco marchemos en busca de la estación a donde me traían en las tardes de verano a ver pasar los trenes de Puente Genil a Linares. Ya no están, pero vayamos por la Vía Verde del Aceite, en busca de los puentes metálicos de los franceses Daydé y Pillé, del puente romano, las lagunas del Chinche y la presa de Vadomojón.
Foto: Una antigua postal de Martos.