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Por IGNACIO VILLAR MOLINA / La excepcional escalada que está protagonizando el brote inflacionista está afectando a las principales variables económicas obligando a gobiernos e instituciones a replantear sus estrategias para reconducir el curso de la actividad y tratar de mitigar las consecuencias en la economía y su especial incidencia en la capacidad de compra de los hogares. En nuestro caso el ejecutivo se ha visto comprometido a revisar a la baja por segunda vez sus previsiones de crecimiento y el nivel de los precios para fin de año, variaciones que tendrán, a su vez, repercusiones de índole negativa, entre otros aspectos, en la recaudación, en el consumo, y el empleo. Igualmente, el Banco Central Europeo, sorprendido en sus estimaciones sobre la temporalidad y virulencia del fenómeno inflacionario, ha anunciado el fin de las compras de deuda y el inicio de una etapa de incremento de los tipos de interés para el próximo mes de julio, cuya duración vendrá determinada por la evolución más próxima de la inflación y de otras variables determinantes.

En este contexto desde todas las instancias se han formulado propuestas de diversa índole sugiriendo medidas para reconducir la situación con el objetivo de frenar, hasta donde las circunstancias lo permitan, los terribles impactos de esta ola inflacionista. El objetivo general no puede ser otro que tratar de evitar una espiral de precios y salarios, nefasta a todas luces para el entorno económico, para la competitividad y productividad de nuestra economía, y para la cohesión social.

Hasta el momento el mercado laboral parece haber aceptado en términos generales este posible acuerdo, aunque patronal y sindicatos siguen difiriendo sobre los límites generales precisos a aplicar en las negociaciones de los próximos convenios. Los salarios pactados hasta ahora han escalado hasta un moderado 2.5%, dos puntos y cuatro centésimas menos que el IPC subyacente, lo que significa una pérdida de poder adquisitivo. A tal efecto recordemos que la renta disponible de los trabajadores, en relación con 2019, se habría reducido un 5.7%, según apuntan los expertos de coyuntura de Funcas.

Sin embargo, según los últimos datos conocidos, se multiplican las empresas que están acordando con sus trabajadores mejoras salariales por encima de la inflación subyacente, lo que exacerba el riesgo de que se genere el temido efecto de segunda ronda (subida encadenada de salarios y precios) aspecto que ha sido puesto de manifiesto por el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, que en su última comparecencia en el Congreso, ha alertado de que en muchos convenios se esté incluyendo una cláusula de salvaguarda que obliga a las empresas a compensar a sus trabajadores por la diferencia entre la subida pactada y el dato real de la inflación a final de año. Igualmente Hernández de Cos, ha reiterado la necesidad de conseguir que se implique también a los trabajadores públicos y pensionistas mediante un compromiso de subida de sueldos teniendo en cuenta la inflación subyacente futura. Así mismo insta al gobierno a diseñar un plan de consolidación fiscal con el compromiso de ponerlo en práctica cuando cese la incertidumbre económica actual.

En principio parece racional la inquietud que muestran las autoridades económicas, que pueden estar respaldadas en igual sentido por el criterio de Bruselas, sobre los efectos que está generando esta coyuntura económica y que propongan medidas que, en su criterio, podrían coadyuvar a frenar esas nefastas consecuencias. No obstante, en mi criterio, olvidan de alguna forma sugerir que, como apéndice al pacto de rentas, se incluya el compromiso del gobierno de reducir el gasto, sin menoscabo de la calidad de los servicios públicos, y poner en marcha un plan para aumentar su eficiencia. Familias, pensionistas, trabajadores y empresas han tenido que replantear sus presupuestos para ajustar ingresos y gastos, y resulta aún más controvertido que se demanden sacrificios a todos los agentes económicos sin que se plantee una iniciativa gubernamental de recortar el despilfarro del gasto suntuoso e innecesario, especialmente cuando se ha producido un incremento recaudatorio por el desbordamiento de la inflación. Según los últimos datos conocidos, relativos a 2020, España, junto con Grecia, fue el país que más incrementó el gasto público, un 24% mientras que la media de la Unión Europea y de la Eurozona se situó en el 14%.

El ex ministro de Administraciones Pública, Jordi Sevilla, durante el transcurso de los coloquios organizados por el Instituto de Estudios Económicos y el Consejo General de Economistas, se ha posicionado “a favor de una revisión del gasto público que debería hacerse al margen de la finalidad coyuntural”. En un contexto en el que el gasto público ha llegado a superar el 50% del PIB, sugiere que la mejora del gasto debería ocupar una parte esencial del debate público y político basándose en indicadores de eficiencia. Por otra parte, el presidente del IEE y ex Secretario de Estado de Economía, Íñigo Fernández, recalcó que “si comparamos la eficiencia de los presupuestos españoles con los de la UE y la OCDE, podemos ver que tenemos una brecha del 14%, fisura que si la cerramos supondría un ahorro de 60.000 millones de euros”.

En definitiva, no deberíamos seguir centrando buena parte de las soluciones en contraer el gasto relativo a los colectivos más vulnerables, ya suficientemente castigados por el menoscabo que actualmente están sufriendo en su capacidad de compra, si, simultáneamente no se lleva a efecto una revisión profunda del gasto público, sin menoscabo de la calidad de los servicios públicos, ya que, en base a los datos facilitados, existe margen suficiente para activarlo. De igual manera debería estar también complementado por la implementación de un estricto plan de eficiencia, y, especialmente, en profundizar sobre la errónea convicción de que el gasto público no tiene límites. Estoy seguro que esta estrategia facilitaría buena parte de las soluciones que estamos buscando.

Foto: elEconomista.es

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