Por JAVIER LÓPEZ / Pablo Milanés tiene más carga revolucionaria que Fidel Castro porque el corazón anda siempre subvertido si anda cerca la mujer o el hombre de tu vida. Enamorarse es lo más parecido a viajar a África sin guía, escalar los catorce ocho miles sin sherpa o citarte con el chapo Guzmán en un descampado de Sinaloa. No hay hutu, avalancha o ejecución que genere más dolor que una taquicardia no correspondida.
Ahora que el cantor de arritmias ha muerto apetece escuchar su Yolanda, no para confrontarla con la Motomami de Rosalía, que también, sino para recordar que fuimos mejores de lo que somos porque en los viejos tiempos de la desazón amamos más de lo que amamos en estos días de metaverso y Tinder, de divorcio y prosa. En estos días en los que ninguna mujer es Leonor porque ningún hombre quiere ser Machado.
Todas las mujeres a las que cantó Milanés, en cambio, fueron Leonor. Y eso que han ganado los corazones rotos, siempre anhelantes de cicuta si la cicuta da prestigio a su desánimo. De la alegría surge un himno prodigioso, pero es la tristeza la que acapara Grammys. Sobre todo, si hay lirismo en el portazo. Muerto Pablo, también el lirismo entra en fase terminal: de la edad de oro del desamor ya solo queda Sabina.