Tarde tristísima decembrina. Se despeña mansamente, con la machacona certidumbre de un metrónomo, el inerte calabobos de una lluvia tan fina y lánguida como el riego de un aspersor de poca potencia. Duelo y niebla es el terno de mortecinas luminarias del que se reviste la melancolía imperante en estas últimas jornadas. Me abruma una inasible languidez que taladra el alma por razones varias. La pandemia no cesa. Es como un anatema bíblico, aunque esté casi penado decir estas cosas en tiempos de eclipse de Dios —ese estorbo del hombre moderno—; época de culto y pleitesía hacia el Ser Humano, que no admite competidor alguno, terrestre o celeste, en la denodada lucha por su divinización entronizada. Pero vivíamos tan seguros de todo, tan confiados en las infinitas posibilidades del Hombre como Rey de la Creación, que todo esto nos está dejando un tanto descolocados.
Tarde de vago ensueño, de transmutación interior, de un incesante rumor de pensamientos delicuescentes. Lorca viene, una vez más, a mi memoria. Su estro poético es como una melodía amiga cuyos compases acarician la mente y las entrañas:
Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas,/ pero mi senda se pierde/ en el alma de la niebla./ La luz me troncha las alas / y el dolor de mi tristeza/ va mojando los recuerdos /en la fuente de la idea. / Todas las rosas son blancas, / tan blancas como mi pena,/ y no son las rosas blancas, / que ha nevado sobre ellas…
Es el inicio de su Canción Otoñal, cuyo texto casa admirablemente con mis sensaciones de estos últimos días, que aspiran, de una vez por todas, a una noche tersa, estremecida de estrellas, que hace varias jornadas no puedo contemplar, pero que pudiera aliviar tanto quebranto anímico.
TRISTEZA E IMPOTENCIA
Porque una acerada congoja que trepana el alma quiere hacerse hábito en estos días turbios y plomizos, del color de la ceniza. Hace pocos días me robó el nefasto virus un amigo de la infancia, compañero de colegio, con el que después he compartido momentos inolvidables en distintas situaciones y paisajes de nuestro decurso vital. Todo ha sido como un relámpago. De hablar con él entre risas y chanzas, mientras recordábamos tiempos pasados, a perderse en la niebla del Tiempo, en apenas quince días desde que fuera diagnosticado de una invasión masiva del infausto microorganismo de cápsida en forma de corona, aunque no tenga rango real, ni jamás pudiera aspirar a ello. Pero no ha sido el único en los últimos tiempos; tampoco dejan de infectarse familias amigas y conocidas tras reuniones de sus componentes. El confinamiento perimetral agrava la sensación de impotencia. Parece que aún se constriñe más la libertad personal, si es que ello fuera posible. Porque, por si fuera poco castigo la inapelable letalidad de la epidemia, en este tipo de reclusiones pierden los que moran en poblaciones pequeñas con menos servicios que otros municipios, lo que produce una sensación de desasosiego difícil de refrenar.
Y los males aletean en cadena. Hemos debido sacrificar a Coco, nuestro precioso y querido gato siamés, de tan solo dos añitos de edad. Estaba afectado por el implacable retrovirus de la leucemia felina, recientemente detectado en su organismo, que había progresado en los últimos días de una manera escalofriante en su cuerpecito, indefenso, pero aún elegante, grácil y armonioso, capaz de diseñar armoniosas piruetas de primer bailarín del Covent Garden. Sufría mucho con las diversas tumoraciones producidas por la enfermedad. Ya no comía. Una decisión difícil de tomar, pese a ser tan solo un animal. No hay que decir que en casa su marcha ha constituido un verdadero duelo. Parece mentira que un humilde gato pueda dejar tal hueco, y tan honda sensación de pena cuando se va de nuestro lado. Pero esa es la vida, y así hay que aceptarla. La muerte es inseparable de la existencia; una etapa más en la procelosa ruta de la Eternidad. Decía el exquisito y delicado poeta bengalí, Rabindranath Tagore —que en mi adolescencia me dejó prendado con los poemas en prosa de su Gitánjali, o su encantadora novela, El naufragio, que leí hechizado en un verano quinceañero—, que: “la muerte no es extinguir la luz, sino apagar la lámpara porque ha llegado el alba…”. Muy similar a lo que pensamos los cristianos, tan solo expresado con otras palabras. Es nuestra fe que nos produce un consuelo firme entre el piélago de tragedias vitales por las que debe pasar la familia humana. Siempre he admirado a aquellos agnósticos y ateos que muestran una firmeza insólita ante la muerte. A ellos no les alienta el pilar consolador de la creencia, pero muestran una impasible serenidad ante el fin de sus días. Nos dan una lección de entereza. Porque si realmente nuestra fe fuera firme, consistente, madura, el pavor ante el ocaso vital decrecería; más bien sería un vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero, como exclamaba, con inflamado delirio poético, la santa abulense, cuyas Moradas —obra profunda, de intrincada lectura y lenta asimilación, pero auténticamente reveladora—, he terminado de revisar en los últimos días. Si tuviéramos fe como el grano de mostaza al que se refería Jesús en el capítulo diecisiete del evangelio de Mateo, sería un verdadero gozo que nos anunciasen nuestra próxima salida de este mundo.
HASTA LA MUERTE TODO ES VIDA
Pero, hasta la muerte todo es vida, como profería un vivaz Sancho en el capítulo LIX, de la segunda parte del Quijote, mientras hacía la singular pareja un alto en el camino muy cerca de Zaragoza, para compartir un humilde condumio. El anoréxico hidalgo —reducido por una suprema astenia debida a sus quiméricas cuitas amorosas—, invitaba a comer, con suma ironía y gracejo, al escudero, diciéndole: Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo…, y a fe que lo conseguía el orondo escudero, cuando atacaba, con furia vesánica y pantagruélica, el pan con queso citado en el pasaje, mientras entonaba una rotunda elegía al hecho de mantenerse vivo y hambriento aún entre las peores calamidades al vocear, con indecible y socarrón donaire, el refranillo de su aldea que rezaba: Muérase Marta, pero muérase harta…El Quijote, siempre fiel compañero de viaje desde mi infancia, cuando aprendimos a bucear en su contenido en el inolvidable colegio marista —indeleble en mi memoria—, recitando a coro sus pasajes. El Quijote, fiel compañero de memorables momentos de mi vida, sentado, en mis rincones preferidos, con su leve peso entre las manos, perdida la 0noción del tiempo, absorto en sus singulares andanzas con una sonrisa en los labios y el alma encogida ante la grandiosa prosa del complutense —aunque algunos gañanes de medio pelo quieran buscar su genealogía en la Cataluña más profunda e intolerante—, que me ha dejado siempre extasiado, sin momento para terminar su lectura. Porque en esta obra suprema puedo disfrutar, cada vez que la abordo, de su infinita ironía, su finísimo humor, su crítica social y costumbrista acerada, y su rico bagaje de historia, usos y mudanzas de aquel siglo inolvidable. Siguiendo la estela anímica de los dos personajes, que trazó el genio para describir, con certera visión, la lucha interior de cada ser humano perpetuada a través de los siglos, puedo decantarme bien por la seguridad confiada, o por la aventura arriesgada, por el ideal caballeresco o la comodidad inane, por el romance onírico o la cuenta de resultados, por la poesía vital, o el cálculo medido, por participar, con coraza y yelmo, a corazón abierto, en la batalla de la vida, o perderme en la paz del retiro anónimo…Nuestro inmortal Don Quijote de la Mancha, una de las obras cumbres de la Literatura Universal, que muchos presumen de conocer a fondo, aunque nunca hayan ido más allá de una lectura apresurada de su primer capítulo, o, como mucho, del esforzado lance de los molinos de viento, para pasar, con premura y gesto de alivio, a lecturas más prosaicas a tono con los tiempos, o bien sumergirse en ristras choriceras —aunque sin aliño—, de wasaps en cadena. Nunca terminaré de agradecer las inmensas posibilidades que nos abrió la educación marista.
Y, por si fuera poco, hemos consensuado la decisión, en familia, como han hecho tantos otros grupos de amigos y conocidos, de no reunirnos, en Nochebuena, Navidad, Año Nuevo, o Reyes, para evitar los indeseados contagios que se producen en grupos familiares. Será la primera Navidad en 71 años que no disfrute del calor de un ambiente hogareño al completo. No hay más remedio que ser precavido y ceñirse a las circunstancias. Será una Nochebuena más sobria, sentida, en la que primarán los recuerdos, las reflexiones, y el verdadero objeto de su conmemoración, que no es otro que la llegada entre nosotros de un niño encarnado en el vientre de azucena de la mujer elegida sin mancha original desde antes que naciera el Tiempo, para albergar la Palabra. Cielo y tierra en estrecha armonía; pasmo asombroso de la venida de un Dios hecho hombre que pueda mirarnos cara a cara, desde su naturaleza humana, para poder saber y compartir qué sentimos, qué penamos, qué nos hiere y roba el aliento, y así poner remedio a nuestra pequeñez e impotencia, al hacernos herederos de una Gloria sin fin. Esto es la Navidad, y no todo el artificioso ropaje con que la adornamos, que puede ser bello y consolador a veces, pero que confundimos con un fin, cuando tan solo es una adherencia de la que se puede prescindir sin dolo alguno. Tan solo añoraré la presencia de mis hijos, nueras y yernos, aunque podré verlos entre nosotros, con los ojos del corazón que siempre han gozado de una notoria agudeza visual. Y pensaré que, con cierta edad y en delicadas circunstancias, se valora más lo esencial, y no ese vergonzoso despilfarro, tal angustioso consumismo, esa vacía y sostenida trivialidad festiva que, a su término, deja en el alma tan solo un acerbo poso de hartazón y angustia indefinible. En mi infancia las familias, incluso las de mejor posición económica, eran más sobrias y austeras, más cercanas y humanas, y no por ello menos felices; diría que mucho más. Aquella Navidad era entrañable. Dejaba huella. Hoy casi no existe.
Pero hay que seguir adelante, porque la vida es un regalo de Dios que debemos recibir haciendo de la existencia un canto de esperanza, y viviéndola intensamente, apasionadamente, agradecidamente, convirtiendo cada minuto de la existencia en una renovada eternidad, con los cincos sentidos en vigilia permanente, con el canal de la intuición, —ese que tenemos casi siempre obstruido, por perezas, prejuicios e incuria—, alerta para captar todos los pequeños milagros cotidianos, toda la fuerza escondida que late dentro de nosotros; el conjunto de nuestras posibilidades que de ordinario dilapidamos en un vivir cotidiano tantas y tantas veces inocuo, prestado, borreguil, vegetal y acomodaticio.
EL GENIO DE BACH
Por eso, entre otras cosas, me he sentado ante el ordenador para diseñar este artículo, mientras oigo por los auriculares mi último gran descubrimiento: una grabación, realizada en concierto público celebrado en diciembre de 2018, del Oratorio de Navidad que tuvo lugar en la Iglesia de santo Tomás de Leipzig, de la que el genio Bach fuera Thomaskantor durante veintisiete años. La espléndida orquesta de la Gewandhaus es dirigida por el actual Thomaskantor de dicha iglesia, Gotthold Schwarz. Y las voces son nada menos que las del Thomanerchor creado en 1212 —cuando en Las Navas de Tolosa se frenaba el poder almohade—, y agregado a la iglesia de santo Tomás desde 1539, coro que fuera dirigido por el propio Bach en sus veintisiete años de estancia en Leipzig, desde 1723 hasta su muerte.
Brillantísima la orquesta, excepcional el coro, sobria y precisa la dirección, sublime la partitura del más grande genio de la música. Una obra que oigo, una y otra vez, cada año en esta época, y de la que poseo innumerables versiones, pues no podría pasar sin ella en el adviento navideño, ni en otros tiempos litúrgicos. Antes de morir visitaré Leipzig, cruzaré con emoción el umbral de santo Tomás, me acercaré a la tumba del músico y, temblando de emoción, plantaré sobre ella un mazo de rosas rojas símbolo de mi amor eterno por su música que tan inolvidables momentos me ha hecho vivir desde aquel 1963 cuando compré en Guillermo Jiménez, recordado establecimiento de la Carrera, un disco de Bach, con cuatro piezas de órgano. Desde entonces no lo he separado de mi vera, noche y día. Es mi guía, mi consejero, mi aliento perpetuo, mi fiel compañero, mi fuerza interior, mi confidente, mi mejor sueño. Es la voz de Dios hecha partitura musical. Nulla dies sine Bach, como reza el lema que un gran melómano y amigo, hombre cercano, sabio, de vasta cultura, además de eminente sacerdote de sana doctrina, brillante y certera oratoria, y eficaz rector catedralicio, tiene inscrito en su wasap, pero también grabado a fuego en su corazón y su ajetreada cotidianeidad.
Lástima que en You tube, donde he descubierto esta preciada joya, tengas que deglutir un anuncio, no solo antes de abrir el archivo, sino además en plenos pasajes musicales tanto orquestales como corales —aunque ya he descubierto un truco para evitarlo—. Es la inexorable y despiadada dictadura de una publicidad agobiante, feroz, inhumana, inadmisible muchas veces, que nos abruma por doquier. En la radio, televisión, prensa escrita, you tube —también en el Parlamento, o en las tediosas arengas televisivas, ¡no faltaría más!—, como un martilleo implacable que recuerda los peores tormentos chinos, e incluso coreanos del norte, que es país de progreso. Además todo se agrava en este tiempo de Adviento cuando, un torrente, pavoroso y kilométrico, de anuncios de perfumes, de una estupidez, ridiculez y estulticia que me hace temblar, se adueña de cualquier medio de comunicación. Parecen hechas tales proclamas para bobos, oligofrénicos o estudiantes de sánscrito. No entiendo a los publicistas, porque conozco bastantes amigos y amigas, que usan colonias y perfumes, pero son inteligentes…Podrían diseñarlos de otra forma. Después suspiran ojiabiertos muchos necios e ingenuos al celebrar las enormes cotas de libertad que ha logrado el ser humano en las sociedades occidentales, regidas por un progreso definitivo e irrevocable. ¡Ha llegado la Libertad!, claman, y ponen los ojos en blanco, mientras los bombardean con consignas desde cualquier horizonte, y el gobierno de turno los adoctrina con precisión, y les prepara una Ley de Defensa de la Verdad que consiste en censurar en las redes sociales, o en los espacio públicos, cualquier expresión u opinión que vaya en contra de sus humanistas actuaciones, bloqueando las cuentas de tales usuarios, aunque llegará el día en que los acercarán a los juzgados, o los mandarán a un campo de reeducación del pensamiento. Todo esto se avizora desde el puesto de vigía de la cofia de nuestra nave vital, mientras la visión no esté impedida por las cataratas. Pero, mientras tanto, el coro de voces blancas —algunas ya bastante coloreadas por los años—, sigue pregonando vientos de libertad, entre pucheros, ojos llorosos y lipotimias varias. Un dócil rebaño que tan solo aspira a la calidez del redil, y alguna ayudita extra, eso sí, que engrose su peculio. Pero estimo que nunca ha sido menos libre el ser humano, como en esta época. Le han robado hasta su capacidad de pensar, de ser él mismo. Porque como decía Nicolás Gómez Dávila: El moderno cree vivir en una pluralidad de opiniones, cuando lo que impera es una unanimidad asfixiante. Y pobre del que intente disentir de algunos de los postulados que marca el Progreso. Infeliz criatura. No sabe que tener razón, en estos tiempos, es gritar con el coro más nutrido, que a su vez quieren convertir en la única coral posible, castrando cualquier voz discordante.
NACE LA LUZ EN JAÉN
Pero nos queda la Esperanza que llegará hasta nosotros en cuna humilde. Porque Él arribará a nuestro bosque olivarero, un año más, con pasos silenciosos, con cantos de querubes, con llantos blandos, pateando sus piernecitas la paja del pesebre. Y amanecerá de nuevo. Será nuestra lámpara, nuestra luz que alumbre las tinieblas, como está escrito en el Salmo 18. Cuando nazca de nuevo, si somos capaces de oír la voz del silencio, nos parecerá que algo ha cambiado dentro de nosotros. No deja de venir cada año. Alguna vez debemos cambiar en su presencia frágil y sonrosada, para honrar su visita que nos libra de la angustia y las sombras de la muerte.
Las colas del Pryca son kilométricas. Se dispara el precio del marisco. Las gentes se han tirado a la calle para calmar tanta ansiedad contenida. Recuperan hábitos consuetudinarios. Aunque en otra dimensión ya viajan los Magos que dejaron su alto zigurat persa para atravesar los inhóspitos arenales, en limpias noches gélidas, santuarios del amor cuajados de estrellas, al ritmo cansino, pero firme, de las pezuñas de los camellos. Cuando contemplen los primeros olivares jaeneros darán gracias a Dios por haber hollado, un año más, esa ciudad antigua, esforzada, noble y leal, donde María pusiera sus plantas una noche de Junio. Reclinarán sus extremidades las cabalgaduras, ricamente enjaezadas, frente al prodigio catedralicio, el símbolo grandioso de la ciudad; el alma de mi ciudad. Pero no dedicarán una sola mirada al espantoso mamotreto plantado en la plaza, como si alguien hubiera querido eclipsar tan alta creación del espíritu humano, con un vulgar armatoste alquilado, pináculo de luces sin brillo, estudio fotográfico callejero, ajeno a cualquier símbolo trascendente.
Junto al presbiterio se arrodillarán ante el Misterio y dejarán sus presentes ante el Dios de la Vida, sabiendo que su viaje no ha sido inútil. Después recorrerán las calles de la suntuosa noche de estrellas jaenera, entre sombras y silencios, para que los pajes escalen las fachadas entorpecida su acrobacia por los ridículos monigotes blanquirrojos que cuelgan, como peleles desarticulados, en rejas y balcones, para dejar sus regalos a los jaeneritos cuyos padres aún saben de qué forma hay que guardar las tradiciones religiosas de esta tierra que heredaron de sus mayores, y que hicieron de esta Nochebuena y día de Reyes una fiesta del espíritu, un canto de esperanza,un regalo preciado para los más pequeños; un mundo de ensueño para todos los que tuvimos la inmensa fortuna de ser niños alguna vez en esta ciudad amada, puerta del Paraíso, en la que vimos la primera luz del día, y ahora será de nuevo iluminada por la Luz que no tiene Principio ni Fin. Mi ciudad querida, que es más yo que yo mismo, y cuyo nombre sagrado pone el punto final a mi escrito. ¡Jaén!
Foto: Iglesia de santo Tomás, en Leipzig, donde se encuentra la tumba de Juan Sebastian Bach.
PS. Incluyo el link de You tube, por si alguien quiere disfrutar estos días, como yo lo he hecho, de esta espléndida grabación del Oratorio de Navidad.
https://www.youtube.com/watch?v=hvpeG7wpHuU&t=16s