Siempre me ha gustado escribir en los cafés más variados, como hacía César González Ruano en el madrileño café Teide, o el genial Valle Inclán en el café de Levante. En mi añorado Manila de la calle Maestra, o en el Zeluán de la Plaza Vieja, se gestaron, a lo largo de los años, muchos de mis artículos, o el texto de libros e intervenciones públicas diversas. Por eso esta mañana de octubre, en plenas fiestas villariegas del Rosario, tras una caminata entre tinieblas —¡qué enorme y tenaz estupidez mantener dos horas de adelanto sobre el trayecto solar!—, y una ducha reconfortante, me he aposentado en la cafetería del hotel villariego cercano a mi casa, justo al lado de los ventanales, a través de los cuales veo la caricia del primer pan de oro sobre moreras, ailantos, álamos, arces y catalpas, para evocar aquellas ferias jaeneras que sellaron mi infancia.
Porque, sin apenas darnos cuenta, retorna a Jaén el tiempo del gozo y la diversión ferial, aunque sea aún incompleto por los sinuosos avatares de la malhadada pandemia que parece remitir, aunque de tanta información contradictoria —tantas veces interesada— con la que nos abruman, cada vez sabemos menos del tema. Van a comenzar las fiestas de octubre que celebramos en honor de San Lucas, una de las últimas ferias de España; tardías calendas festivas que resultan para el jaenero punto de referencia anual, principio y final de un año agrícola, preludio de ventoleras otoñales, de mazos de crisantemos, claveles y calas en recuerdo y plegaria de los que se fueron, de delicadas policromías serranas, de sugerentes corros de nízcalos amaneciendo por los pinares, de zarcillos de azabache, reflejados de luna, que bailan de madrugada en los viejos olivos, de futuros hielos invernales…
LA FERIA EN OCTUBRE
La celebración de nuestra feria de San Lucas en el ecuador de octubre es relativamente reciente, pese a los intentos realizados en diversas épocas históricas, sobre todo, en los años ochenta del pasado siglo, por ligarla al recuerdo y memoria del condestable Miguel Lucas de Iranzo, al suponer que fuera tan interesante personaje de nuestra historia local quien la habría instaurado en tal época del año. Pero la ubicación otoñal de esta feria jaenera nunca tuvo que ver con su persona. Comenzó a celebrarse oficialmente en octubre del año 1883, como iniciativa de los entusiastas e ilustrados componentes de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, según hacen constar en su documentada publicación, “La feria de Jaén” —que apareció, hace años, en la revista cultural de la Diputación, “El toro de caña”, número 5 — mi querido, recordado y riguroso investigador de nuestra historia local, Isidoro Lara, y su hijo Emilio, escritor de tronío, orgullo de esta ciudad durmiente, además de buen y perpetuo amigo, porque esos sentimientos, si son genuinos, perduran para siempre. Sí, también en la eternidad.
No debemos olvidar que, desde siglos anteriores, las fiestas principales de la ciudad acontecían hacia mitad de agosto, desde que Enrique IV —primer y único príncipe de Jaén, título creado por su padre Juan II de Castilla— suprimiera los diversos mercados que se celebraban en el reino de Jaén y concentrara toda la dispersa actividad mercantil en unas cuantas ferias, una de las cuales era la giennense. Esto lo decretó mediante carta privilegio fechada en Segovia, el 28 de junio de 1453, que en la actualidad se conserva en el Archivo General de Simancas.
Pero, antes de ser otorgado este privilegio real, nuestra ciudad, desde la noche de los tiempos, celebraba ya sus fiestas en honor de Santa María en pleno rigor canicular, en torno al quince de agosto, devoción bien arraigada en el Jaén medieval, pues el propio Fernando III, el santo conquistador de esta villa, había erigido el templo mayor en dedicatoria a la Asunción de la Virgen. Fiestas ganaderas, mercantiles, que, aun siendo profanas, poseían un evidente trasfondo religioso. Celebraciones que concentraban en nuestro Jaén ingentes masas de peregrinos llegadas desde todas las andalucías, e incluso más allá de nuestras fronteras, pues en ese día central de los festejos se “alzaba la Verónica”; es decir, se bendecía con el Santo Rostro la ciudad y sus fértiles campos de vino, aceite y trigo, devoción muy arraigada en todo el Reino de Jaén, de la que —en opinión del profesor Rodríguez Molina, que fuera profesor de Historia Medieval de la Universidad de Granada, y, antes, de nuestro Colegio Universitario en los años setenta— pueda proceder la denominación de Santo Reino para esta tierra inigualable. Sí, he dicho incomparable, única, aunque a veces no terminemos de creérnoslo.
El antecedente histórico de la celebración de esta feria en calendas tan poco usuales ocurrió en Julio de 1805, cuando la Junta de Sanidad comunica al Ayuntamiento su intención de suspender la próxima feria agosteña, por el riesgo de contagio de una epidemia de peste y fiebre amarilla, con la prohibición de celebrarla al menos hasta el treinta de septiembre. Aquel año aprovechando la existencia de una modestísima feria de ganado vacuno hacia mediados de octubre, que tenía lugar desde años atrás, pudo celebrarse una feria ganadera preludio de nuestras actuales fiestas, quizá porque, como opina Isidoro Lara Martín Portugués en la citada publicación, la escasez de ganado tras los avatares de la Guerra de la Independencia —cuyos desastres bélicos habían esquilmado la cabaña caballar y bovina— propiciase, tras la citada contienda, un resurgir de dicho evento en esta época otoñal. Por ello, en octubre de 1814, Jaén se convierte en centro de transacciones comerciales, ganaderas, dinamizadas por audaces tratantes valencianos y murcianos desplazados a la ciudad, al columbrar que podrían obtener pingües beneficios, pues los agricultores giennenses necesitaban los animales, noble fuerza motriz de sus arados, para labrar unas tierras abandonadas en los luctuosos sucesos de años anteriores, pero que siempre habían sido pan primordial de la población.
Y en 1885, se celebra la feria de San Lucas como única oficial. En el siglo XX hay tímidos intentos de recuperar las fiestas de agosto —algunos años llegan a celebrarse también en esa fecha debido al empeño nostálgico de algunos ediles—, más van cayendo paulatinamente en el olvido, mientras toman cuerpo y esplendor las actuales.
Resulta sorprendente que el fervor al evangelista señor San Lucas no existe como tal en la ciudad, hay que reconocerlo. No hay una relación devocional —y menos en estos tiempos descreídos— entre el nombre de nuestras fiestas y el recuerdo al culto médico de profesión, natural de Antioquía, capital siria del antiguo imperio Seléucida, compañero de aventuras evangelizadoras de Saulo de Tarso. Lucas, el escritor inspirado, refinado, de estilo pulcro y cuidado, que rememorara en griego —la koiné de la época— las enseñanzas de Jesús de Nazaret; palabra todavía viva, que aún late con fuerza en medio de esta sociedad tecnificada y escéptica que ha dado la espalda a lo sagrado, en contra de un instinto, natural y prodigioso, que nace, muere y renace en el ser humano de cualquier época.
Pese a todo, a san Lucas están encomendadas estas fiestas tan nuestras, que pese a las inclemencias del tiempo en este mes en que una atmósfera rebosante de energía suele manifestarse airadamente, constituyen gozosos días de asueto y holganza en que los jaeneros participan activamente consiguiendo que la ciudad sufra una gigantesca transmutación de su espíritu. Debíamos acordarnos algo más de nuestro buen evangelista, artista, hombre de talento, espíritu delicado; narrador detalloso de historias admirables como el nacimiento de Jesús. Bien podríamos vincular más estrechamente su patronazgo festivo a estos días tan intensamente vividos por los jaeneros.
TARDE DE FERIA
En este momento, me sirve Manolo, “Illo”, el eficiente camarero villariego del hotel, modelo de atención, eficiencia y prudencia, un segundo café, cuando mi memoria pide permiso para intervenir en el relato. Por eso se adentra en los recovecos de un reloj inexistente —el Tiempo es una mera ilusión de los sentidos—, y me parece que fue ayer cuando, custodiado por la ingente humanidad de mi abuelo Tobar, cuya majestuosa persona ambulante desprendía un intenso aroma a Floyd, bajaba una tarde de su mano por la calle Tablerón rumbo al Real de la Feria, con mi corazón infantil rebosante de impaciencia, el espíritu colmado de ilusión, y una alegría exuberante que me hacía caminar a saltos, los ojos bien abiertos pendientes de cualquier detalle —siempre ha sido así, por eso poseo tal piélago de estampas ancestrales grabadas a fuego en mente y corazón—, mientras devoraba con delectación y baboso chupeteo una gran nube blanca de algodón dulce, observando el afán de los viandantes, las luces mortecinas de las casetas turroneras que jalonaban el portillo de San Jerónimo, o el aromático señuelo de los humeantes puestos de castañas, cuyas entecas vendedoras, revestidas de negra toquilla y anudado al cuello el pañuelo de igual luto que cubría su cabeza, voceaban el producto con voz aguda y quebrada: ¡castañas…castañas asadas, calentitas y buenas…!
Me sentía ansiosamente feliz. Por eso, al bajar las escaleras de acceso al ferial, inaugurado en 1953, junto al airoso fielato de unas torres gemelas vigías del bullicio festivo, volaba con impaciencia tirando de mi abuelo hacia la parte baja en dirección al Gran Carrusel, elegante atracción revestida de espejos, sencillas cornucopias, y pinturas de animales, para montar con garbo sus caballos —hubiera sido degradante para mí subir a un rosado cerdito, o inseguro cabalgar un tigre fiero—, que eran mis animales preferidos de aquel zoo giratorio, luminoso, colorista, y subir y bajar en ellos, al compás de tres por cuatro de la ligera música de vals y opereta, realizando posturas acrobáticas sobre mi veloz montura. De inmediato giraba en el Carrusel España abrazado a la foca, dando vueltas y vueltas a la pelota arco iris que el animal sostenía en las fauces. Sin pausa intermedia montaba en el látigo —con Trini mi niñera, pues mi abuelo se negaba a que accediera su augusta persona a tal violenta convulsión centrífuga—, con el alma algo encogida por la devastadora acción sobre el estómago del cabrioleo vertiginoso de los alocados vagones al aumentar el radio de giro en los extremos de la pista. O accedía después al Alaska para girar a ciegas, en la noche de la lona, en una atracción que me hacía embriagar de emoción. Más tarde, en las casetas de tiro, conseguía una bola de anís y algún chicle bazooka, siempre en la boca, disparando los plomos de mi escopeta, corregida mi vacilante puntería infantil por la mano segura de Papanono, que así llamaban al abuelo en casa. Y miraba con respeto los coches locos —mi pasión de años posteriores—, porque eran un reto para mí; siempre lo han sido debido a la desmedida longitud de mis piernas que me impedían moverme con comodidad dentro de ellos, produciéndome dolorosos moratones en las rodillas los violentos impactos frontales que, pese a saber lo que supondrían para mis articulaciones, jamás evitaba. Tarde-noche feliz a la que ponía término el imponente y trajeado genearca deteniendo el cortejo junto a la caseta de los insólitos pisadores de uva, muñecos articulados vestidos de baturros con su camisa blanca, chaleco oscuro, a juego con el pantalón, y fajín rojo, donde mi abuelo, en rito inamovible aunque no era bebedor —una copa de Paternina banda azul en las celebraciones—, tomaba un vasito de vino de Cariñena, quizá para recordar su cuna aragonesa, pues había nacido el siglo anterior, reinando Alfonso XII, en Gallur, a orillas del río Ebro, y a un paso del Pilar de Zaragoza. A mí —que tenía los ojos como lunas llenas saltando las peñas para no perderme ni un detalle—, me ofrecía, en silencio sonriente y cómplice, el barquillo que cruzaba el vaso al servirlo, aunque me prometía a mí mismo que muy pronto, sin ojos patriarcales a la vista, bebería más de un trago de aquel licor que suponía era una ambrosía celestial que podría compartir entre las nubes del Olimpo en compañía de Zeus, Hera, Afrodita o Apolo, mientras vigilaba a su lado las inconstantes y limitadas andanzas de los mortales. ¡Ah!, y el barquillo se lo daría con suprema magnanimidad a cualquier arrapiezo que pasara junto a la caseta con ojos lánguidos y suplicantes, para que fuera familiarizándose con tales caldos. Ya tendría tiempo, al crecer, de hacerle los honores a la taberna de Ezequiel, o a la de Puchinguín, en la frontera empedrada del Arrabalejo con el barrio magdalenero.
¡Ay la feria de mi infancia! qué distinta a la de ahora, o será que yo la miro desde otra perspectiva, pues en el fondo pienso que nada ha cambiado, tan solo el decorado, protagonistas y figurantes, pues se mantiene incólume el atávico deseo de diversión y holganza, de comunicación festiva, de olvido de la cotidianeidad, de culto a lo consuetudinario. Quizá sí, la extensión de sus contornos, la madrugada repleta de animación hasta el alba, los botellones sin tasa, los paseos de caballos, las innumerables casetas en las que cada año se come y bebe mejor…Pero siempre recordaré aquellos concursos hípicos en el solar aún no construido de los Maristas, más tarde en la Alameda, cuando se chiflaba con saña a las briosas y nobles monturas para que derribaran el obstáculo sus jinetes en el salto decisivo —los jaeneros tenemos esas cosas a veces—, y se pudieran cobrar las modestas apuestas. Aquellas ferias de la Tómbola del Cubo, peseta en la mano, regalo en la otra…Aquel bullicio aéreo de los torpedos voladores de Atracciones Macareno, que causaron sensación entre la chiquillería de la ciudad. Aquellos entrañables espectáculos para adultos menesterosos —y jóvenes osados y testosterónicos— del Teatro Argentino, donde desplegaba sus infinitos encantos la escultural artista gallega Pola Cunard, junto a un elenco variado de suripantas y coristas, revestidas de soberbios plumajes, mallas transparentes, insinuantes, y una vivaz, hechicera y deslumbrante sinfonía estelar de lentejuelas. O el Teatro Chino de Manolita Chen, la supervedette y gran empresaria que había tomado tal nombre al desposarse con Chen Tse-Ping, hombre de ojos rasgados y notable espíritu mercantil. Yo accedí furtivamente al Teatro Chino, “Compañía de galas orientales con cincuenta artistas internacionales”, ya con 16 años, y todavía me desborda la primera impresión de tan sencillo, pero intenso espectáculo de humor ingenuo, o más subido de tono, de música y color, de canciones procaces coreadas por un público excitado, de mirada turbia, acompasadas de palmas y pateos rítmicos, de copla española cantada por voces noveles, de bailes procaces a cargo de coristas en orfandad de vestuario, acompañados de agudos silbidos de los espectadores. Un teatro de variedades de tipo arrevistado pero realizado con tremenda dignidad por hombres y mujeres no exentos de cierto espíritu artístico que hacían frente a las férreas restricciones morales de la época —en estos tiempos parecerían monjas clarisas—, para ofrecer un espectáculo sensual y variopinto que impactó mi apasionada adolescencia y puso arrebol calorífico en mi rostro pespuntado de espinillas.
EN JAÉN POR SAN LUCAS
¡En Jaén por san Lucas! Poder revivir aquel colosal enjambre humano y animal de la feria ganadera, pleno de aromas rurales, primor artesano de cinchas, bozales, bridas o colleras, ronco campaneo de cencerros, esquilas y frases coloquiales, donde los tratos se prolongaban durante horas enteras, y se sellaban con un apretón de manos y sendas copas de anís. O sentarme en mi localidad para contemplar los vuelos acrobáticos de la elegante y soberbia artista grancanaria, Pinito del Oro, que me helaba el alma cuando desafiaba la gravedad con su trapecio bajo la carpa del circo, y lo hacía sin red, como siempre en su carrera, mientras un pellizco de ansiedad atenazaba mi cuerpo y mantenía la rigidez de mi arrecida mirada cara al cielo. O subir a la gran noria, desafiando los inevitables parones en las alturas, más que nada para contemplar desde su cúspide la modesta, pero sublime belleza de nuestra ciudad, y recrearme hechizado en el prodigio luminoso y olfativo; la atonal polifonía que ascendía gloriosa desde el hervidero humano, inmenso trajín que ocurría a mis pies. O aquellos bailes con mi primera novia, valquiria jaenera de blondos cabellos, lecho de jazmines, en la Caseta Municipal, en los que yo me sentía un Sigfrido heroico que, tras vencer al fiero basilisco de mirada de fuego, abrazara a su Brunilda al son de coros célicos, entre miradas ardientes y besos furtivos de hidromiel. ¡Ay aquella feria jaenera…! Y la mano izquierda de nuestro Juanito Tirado en el coso de la Alameda, colmada de embrujo torero, de un duende inexplicable, que siempre es don de Dios. Y el gran lagarto de la sencilla comitiva de los gigantes y cabezudos, que despertaba en mí una rotunda pasión aventurera y caballeresca. Y la jaula de los monos cuyos jóvenes comparsas no regateaban equilibrios y muecas sobre el destartalado camión, y tantas y tantas cosas más que jamás podré olvidar, cuyos detalles se revelan cada día ante mis ojos con luz rutilante e inextinguible.
Años más tarde disfruté de la feria en las casetas de las cofradías, pero ya de otra forma; una manera distinta de vivir los días festivos. Más entregada a fomentar la asistencia de cofrades a la misma, de estar pendiente de los pequeños detalles, de cavar zanjas apresuradas para evacuar el agua en los temporales imprevistos, cuando la infraestructura de las casetas era precaria, de organizar comidas y reuniones buscando el beneficio para la hermandad, para quedar al final del día, más bien en la alta madrugada, ronco y aturdido de tanto cabildeo, de tanta conversación interminable, de tanto grito inaudible, de tal empacho de vino fino, de tan espantosa y continua barahúnda que taladraba el alma, y al fin buscar la paz del hogar y, aún así, no poder dormir martilleada la mente todavía por las sirenas de las atracciones, las sevillanas del Pali, o las aventuras parisinas del hombre lobo unionista, o el a quién le importa alaskeño…que no habían dejado de sonar durante toda la jornada. Confieso que al final de aquellos años sentía un cierto empacho sanluqueño que me mantuvo alejado del Real durante un cierto tiempo. Pero la feria de mi infancia y juventud permaneció para siempre en mi memoria, y es a la que ahora rindo culto, mientras apuro —con caballerosidad, ¡faltaría más!— la copa del ambarino ponche gaditano, elixir que he pedido, por vía de excepción, como reflejo condicionado de tantos artículos escritos a lo largo de mi vida en que me ha acompañado como fiel compañero, inspirador, o moderador ¿quién sabe?, de tal cúmulo de evocaciones y tal carga de impresiones de las que jamás podré desprenderme.
Disfrutemos en estos días plenamente de nuestra feria de San Lucas. Inundemos de alegría y ganas de vivir el pozo sin fondo de nuestro corazón. Agradezcamos, una vez más, el privilegio enorme que nos ha concedido Dios al nacer en esta tierra, cuya feria otoñal cierra todas las celebradas en la extensa geografía española. No podía ser de otro modo. Jaén pone un broche de oro a estas festividades plenamente entroncadas con el alma de nuestro pueblo; celebración popular que desafiará eternamente todas las veleidades de este mundo confuso que nos ha tocado vivir. No será una feria como otras, pero habrá que retomar el pulso de estos días de octubre para que el año que viene, si Dios quiere, las celebraciones hayan recuperado por completo la normalidad y podamos gozar de días inolvidables. Que el santo Evangelista bendiga a todos los jaeneros en estos días. Lo merecemos; es más, lo necesitamos. En Jaén por san Lucas…
Foto: Gran Carrusel en la feria de los años 50.