Constituye un verdadero deleite estudiar a media tarde, bajo la sombra acogedora de un moral con porte de sauce llorón, mientras sobrevuelan mi sede mariposas delicadas y cristalinas, dípteros zumbones, orondos y violáceos abejorros —que ronronean sobre mi cabeza como helicópteros de reconocimiento—, o coquetas mariquitas de siete puntos, estilosamente vestidas de gitana, que sacan las alas de la coraza protectora de sus élitros para deambular, de flor en flor, en busca de pulgones o cochinillas con las que aplacar su bulimia desenfrenada. Estoy enfrascado en la tragedia de Calderón de la Barca, “La hija del aire”, cuyo protagonista principal es Semíramis, la mítica reina asiria del siglo IX a. de C., a la que el historiador griego, Diodoro Sículo, identificó como un símbolo preclaro de la ambición desmedida de poder a toda costa —¿a qué me suena esto?… ahora mismo no caigo; soy un setentón al que no permiten hacer deporte, y tengo fallos de memoria. Puede que lo recuerde más tarde… —. Desde luego el genial dramaturgo no podía competir con la innata facilidad versificadora de Lope de Vega, con su desmedida intuición poética, con su apasionamiento vital, pero su capacidad de abstracción, su riqueza conceptual, su profundidad filosófica le hizo concebir obras maestras en su género.
La tarde es un cristal de Murano de tonos azulones. Han subido las temperaturas, lo cual por otra parte no es infrecuente en este mes de primavera declarada. El césped recién cortado transmite ondas de relajante verdor. El silencio pesa sobre el alma como una caricia de terciopelo. Tan solo suena una célica música alada. Templan los mirlos sus flautas traveseras desde árboles de porte majestuoso. Emite su dulce gemido, su lastimoso zureo, la tórtola turca. Vuela un macho de oropéndola ataviado de una vistosa librea aurinegra para esconderse con premura en la copa de los álamos cercanos, donde entonará su melodioso reclamo vivaldiano. Alegran la vista las vestiduras coloristas de jilgueros, pinzones o verdecillos; aves nerviosas que no resisten demasiado en el mismo posadero, y emprenden su cabalgada de fringílidos como si fueran asténicos yoqueis de fama montando caballos, petisos e invisibles. Mis perros son alfombras, silentes a mis pies. Mientras afilo la punta del lápiz bicolor —uno de mis más fieles compañeros a lo largo de los años—, le doy gracias a Dios por brindarme momentos de tal candor, serenidad y belleza. La vida puede ser muy sencilla. La complicamos nosotros con nuestras cegueras cotidianas. Basta abrir los ojos y mirar alrededor para alcanzar la paz, y una secreta dicha que quiere escaparse del pecho para volar libre entre tanta tibieza primaveral. Agradecer el momento, aprovecharlo, eternizarlo. Y saber que se debe alternar con otros más prosaicos o complejos, que llegarán tarde o temprano pues, como decía Antoine de Saint-Exupéry en su “Ciudadela”: “Una vez conquistado el oasis, nada esencial debe cambiar para nosotros. Es otra forma de acampar en el desierto”.
Estoy algo extenuado, porque en la hora que han reservado en mi prisión para pasear —¡nunca hacer deporte, soy septuagenario!—, me he olvidado de la edad y he caminado a mi ritmo de siempre que es bastante notable —demoledor, decían mis alumnos—. Quizá ya no lo sea tanto, pero el que tuvo retuvo. Estoy seguro que la mayor parte del Comité de Expertos que rige nuestro destino —e incluso pensamiento—, en estos tiempos, no resistiría mi zancada subiendo montes, o incluso sería un calvario para ellos seguir mis huellas en llano.
La mañana era hoy tan radiante que ha sido solaz para el espíritu volar por campos, cerros y veredas festoneadas de fedias, borrajas, amapolas, jaguarzos, conejitos, margaritas, ajonjes, caléndulas, linos azules, correhuelas, matagallos, juncias, malvas…, un variado caleidoscopio floral de fantasía, mientras la incipiente trama del olivar quiere comenzar a romper con fuerza. Intuyo una cosecha más que apreciable. Espero que en el momento de su recogida las cosas hayan cambiado, y se pueda recolectar, sin mascarilla, el tesoro más grande que tenemos en esta tierra, aunque los tiempos que nos esperan no nos permitan demasiados buenos augurios en cuanto a la economía y otros aspectos de la vida en común. Pero con la ayuda de Dios, todo se andará. Hay que tener fe y llenarse la boca de vida y confianza para afrontar las nubes de tormenta que se adivinan en lontananza.
ACABA LA FERIA
Hace unos día hubiera terminado una feria sevillana que este año no ha podido tener lugar. Se celebra desde mediados del siglo XIX, y constituye un verdadero estallido de belleza, color, alegría, música, cante y baile, amistad compartida, sentimiento y poesía. Todo ello en una ciudad mágica, única, elegida desde la Antigüedad para ser sede de la gracia y finura, el arte, la historia y el duende. Pero en la mente resuena el eco de sevillanas de siempre bailadas por mocitas primorosas, ingrávidas en su arrebol de faralaes, enfrentadas a apuestos galanes vestidos de corto en las más recónditas y adornadas casetas. Como aquella del Pali, el gran cantor de Sevilla, cuya letra me viene a la memoria, mientras rememoro su inconfundible voz aguardentosa, colmada de pasiones inmarchitables por su Serva la Barí del alma, que es el nombre romaní de la ciudad:
“Sevilla escogió el azul para el color de su cielo, de plata para su río, Giralda de caramelo. Y anda buscando un color y sigue sin encontrarlo, “pa” pintar al Gran Poder la noche del Viernes Santo…”
O aquella otra del inolvidable Manuel Pareja Obregón, compositor popular inspirado, modelo de sevillanía, nieto del “Espartero”, copla que hace florecer rosas de pasión en los arriates del alma:
“Sevilla tiene una cosa que sólo tiene Sevilla: Luna, sol, flor y mantilla, una risa y una pena, y la Virgen Macarena que también es de Sevilla…”
He viajado bastante. Desde luego no como un gran y querido compañero de trabajo, y sin embargo, y, además, amigo, que conoce prácticamente todo el orbe terrestre; es un Elcano jaenero. Un día compartiendo un par de cervezas cremosas, como a él le gustan, mientras esbozaba su personalísimo gesto de degustación tras el primer sorbo: un chasquido de dientes y lengua sensual, sentido, aprobatorio, para estampar la rúbrica añadiendo, en éxtasis sufí, el vocablo: ¡extraordinaria!, le dije con gesto grave que tan solo le quedaban dos lugares del planeta por visitar. Picó el anzuelo creyendo en la seriedad de mi aserto. Cuando me preguntó acerca de esos destinos que aún no conocía, le contesté con mucha guasa: —La Antártida, en un invierno crudo, y los alrededores del suroeste de Noalejo…—, lo que hizo que casi se atragantara con la rubia bebida vikinga para reír a carcajadas posteriormente. Pero, insisto, después de muchos años, y bastantes viajes por España, y fuera de ella, pienso que si pudiera vivir infinitas existencias, tan solo me conformaría con conservar en mi mapa vital cinco coordenadas geográficas para ser feliz: Jaén, Sevilla, Granada, la Sierra de Segura y los mares murcianos. Y encima de ellos, el cielo azul, la luna creciente, o el desmayo nocturno de un corro de estrellas congeladas. El resto del mundo no me importaría que dejara de existir. De esta forma lo tendría todo, nada más podría necesitar. Lo que busco en la vida, lo que siempre ha hecho conmover mi corazón, está escrito en este pentagrama de rincones mágicos cuya música inolvidable me haría dichoso eternamente. Nada podría faltarme.
CRUZ DE MAYO
También pasó la inolvidable fiesta de la Cruz de mayo, que yo viví intensamente en mis años de estudiante en Granada, la puerta del Universo. Eran tiempos felices, gozosos, despreocupados. Al llegar esta fecha hacíamos un descanso de café, zapatillas, piropos encendidos y galantes desde la ventana, barra del bar de abajo, apuntes y flexo, para subir al Albaicín y deleitarnos con la contemplación de las cruces callejeras, o las ubicadas en portales del barrio morisco, joyero de todas las alhajas del Universo. Asistíamos a los bailes y cantes para honrar el árbol sagrado donde Cristo cambió su sangre derramada por nuestra eternidad, engalanado con todas las flores de la primavera. Y mientras paladeábamos un vino “costa”, de Albondón, de un color rosa pálido, escoltando un generoso plato de morcilla de cebolla treveleña, y una “torta salaílla” tan típica en ese y otros días festivos, oíamos, además de sevillanas y boleros, marchitas y enjundiosas coplas que aún resistían el acoso del tiempo:
“Oh Cruz santa, dame un novio / para alivio de mis penas, / lo mismo da boticario, / médico que maestro-escuela, /que tenga mucho dinero/ y que me quiera la suegra…”
Petición esta última no exenta de riesgos inescrutables, cabalísticos… Después caía la noche tras un ocaso de fantasía, que enjaezaba el cielo de cintas naranja y oro, e incendiaba, en hoguera de pasiones la cal y los geranios, y se prolongaba la fiesta con alegría incontenible. Me han dicho amigos aposentados en Granada hace tiempo, que aquello degeneró y muchas veces se ha convertido en un botellón de ingentes dimensiones, perdiendo todo su ingenuidad y encanto primitivo. Hasta tal punto que la alcaldía prohibió las barras de bebidas en las cruces de mayo, prohibición que se está levantando, poco a poco, con cautela. Es una pena, pero el barbarismo hodierno de usos y costumbres que se ha impuesto, por decreto, en tiempos permisivos todo lo arrasa y prostituye. Volveré a esas ”cruces”; estoy convencido que en el viejo barrio todavía late la prístina esencia popular, devota y festiva de la celebración.
FIESTAS Y ROMERÍAS
Mayo y sus celebraciones populares muchas de las cuales beben en fuentes paganas. Como la Maya, fiesta de una enorme raigambre popular en Castilla y otros puntos de nuestra geografía. En ella se engalanaba a una niña y se la disponía sentada sobre una mesa, cuajada de flores, en las callejas del barrio, momento que era aprovechado por otras zagalas para pedir dinero a los viandantes, y a los que se acercaban a contemplar el ingenuo encanto del decorado escénico. En esta fiesta se basó Lope de Vega, para su auto sacramental, “La Maya”, en el que esa niña se convierte en el Alma vestida de maya, cubierta por completo de una orla floral. No tengo duda que la primigenia fiesta celta que propició más tarde esta costumbre, tiene mucho que ver con el juego de la Maya que tanto nos hizo sudar en la infancia por la Alameda y el Parque de la Victoria, corriendo desenfrenados cuando atisbábamos, desde la seguridad de nuestro escondite, la ocasión de llegar hasta la piedra del banco para gritar con toda la fuerza de nuestros pulmones infantiles: “Alza la maya por todos mis compañeros, y por mí el primero…” en aquellas añoradas tardes de primavera tardía, de juegos y carreras jadeantes hasta terminar exhaustos, y casi no poder enfilar más tarde la suave pendiente del Paseo de la Estación degustando, con los ojos en blanco, nuestro paquete de dos reales de patatas fritas del puesto que Paco mantenía junto al citado jardín jaenero.
Era tal la sed que nos había producido el esfuerzo pedestre y el cloruro sódico de las “patatillas” que, al llegar a casa, mamábamos, como lechones ansiosos, directamente de las ubres de los viejos grifos por donde salía el agua fría que circulaba desde Los Villares hasta aquellas cañerías de plomo, para quedar ahítos y repuestos, antes de tomar el baño preceptivo y sentarnos ante el huevo frito con patatas y la taza de leche con Cola Cao del negrito del África tropical, mientras la tibia temperie exterior anunciaba con su ardiente lamento que estaba próximo el día para marchar hacia la Casería de Piedra, en Jabalcuz, para pasar el verano; lujurioso pregón que me producía tal hormigueo interior que casi ni podía dormir de ansiedad esperando el ansiado momento. Y es que, como pensaba Chesterton, “lo maravilloso de la infancia es que todo en ella es una maravilla”. Por eso se debe conservar a flor de piel.
Tampoco tendrá lugar la romería del Cristo de Charcales, el segundo domingo del mes, en torno a su ermita arriscada de la Fuente de la Peña, devoción que se gesta a principios del siglo XIX cuando se erige la ermita del Santo Cristo de la Peña, que posteriormente se llamó de Charcales, aunque en Jaén sea más conocido como Cristo del Arroz. Una fiesta gloriosa, sencilla y popular, que viste de gala las calles y el corazón del populoso, esforzado y entrañable barrio de la Glorieta, tan querido por mí porque era el hogar de tantos y tantos alumnos del cercano Instituto Fuente de la Peña, en cuyas aulas fui feliz muchos años, sin casi darme cuenta.
EXCURSIONES EN EL RECUERDO
¡Mayo florido! Tiempo ideal de excursiones campestres que ya tengo herradas a fuego en el alma. Rutas inolvidables por nuestros alrededores bellísimos, inigualables, pues no creo que exista una ciudad que posea tal tesoro paisajístico a pocos minutos del centro urbano, como nuestro Jaén. He subido solo, con amigos, o con alumnos, cada uno de los cerros y montes que nos rodean para contemplar desde su cima la ciudad a nuestros pies, recostada en torno al altar calizo protector, sobre el que se erige la grandiosa Cruz; blanca y sagrada caricia que vigila la ciudad y bendice sus sueños seculares: El Zumel, las Peñas de Castro, Almodóvar, La Mella, el coloso Jabalcuz al que he ascendido de día y de noche, como en aquellas excursiones de mayo con mis alumnos del Instituto cuando atajábamos por Río Cuchillo bordeando el olivar con forma de mapa de España, trepando por su costa mediterránea, para abordar la pina pendiente con muy pocos descansos antes de ganar la cima, y allí ser reyes del Universo en la contemplación de tan vasto y sobrecogedor panorama. Tras reponer fuerzas, crestear a través de las calizas oolíticas del Jurásico de la cima que, por efecto de la karstificación, despuntan como cuchillos, en amenazantes y afilados escollos que hacen compleja la marcha. Contemplar las profundas simas existentes en la zona, y descender por el valle de tierras rojizas, formadas por restos silíceos de radiolarios, hasta la reparadora Fuente del Caldear, antes de ganar la carretera, y tomar la vereda al pie de las Peñas de Castro que nos conduciría al pie de la ermita del Cristo del Arroz, y la vuelta a casa sudorosos y felices, ansiosos por la inmersión en un baño caliente al que añadía una infusión de romero, que relajaba los músculos y el espíritu.
O, en otra ocasión ir andando, a ritmo de marcha forzada, hasta el Puente de la Sierra, tomar camino de Otíñar y girar a la derecha por el ruinoso Cortijo de la Palanca, para ganar, tras una incómoda y pina subida, entre una maraña compacta de zarzas y espinos que flagelaban las piernas sin compasión, las alturas de la meseta de las Cimbras, ascender a su cúspide, y descolgarnos por las cuevas del Contadero hasta Los Villares, desde donde retornábamos a Jaén, trochando por todas las veredas y atajos imaginables. Se amplia el espíritu recordando tanta y tanta aventura compartida que me hicieron, y me hacen sentirme, en el recuerdo, inmensamente dichoso. Como otras inolvidables rutas por el Puerto de la Nava, al pie de la Pandera, hasta Quiebrajano, sobre todo una de ellas que hicimos en una noche de luna llena. Caminatas por el Ventisquero, la Cornicabra, o la Martina, en la Sierra de Valdepeñas, subidas a los Grajales, la Serrezuela de Pegalajar, Matamulillos, Sierra Mágina, y tantos otros enclaves prodigiosos y arriscados de nuestra geografía local y provincial.
Y qué decir de los dieciséis años consecutivos en que viajamos a Santiago de la Espada, un autobús con cuarenta alumnos del Instituto, para pasar cuatro días, en este mayo florido, trazando rutas naturalistas por aquellas serranías, ásperas, solitarias, ignotas, sugestivas; lugares de una belleza conmovedora. Pieza fundamental era, Gabriel Fernández, serrano de la aldea de “La Matea”, ahora buen y querido amigo, quien venía a recogernos a Jaén en su autobús, y, en cada excursión diaria nos acercaba con otro vehículo todo terreno de amplia carga —capaz desde luego de competir en el París-Dakar, pese a sus achaques—, por caminos inhóspitos, para dejarnos lo más alejados posibles de cualquier hálito humano, y de esta forma emprender rutas diarias poco transitadas, pero que calaban el alma por la profundidad y esplendor de sus paisajes inconcebibles, por su flora y fauna serrana, por sus sorpresas imprevistas, cautivadoras. Y así, desde la Cañada de la Cruz cruzar los campos de Hernán Perea, y el Pinar Negro, para subir a Banderillas, recrearnos un buen rato en la contemplación de su espectacular geología, de sus incomparables vistas sobre abismales voladeros, de los infinitos confines de tan amplia visión panorámica, y volver por el mismo camino hasta topar con el autobús tras treinta y cinco km. de marcha y emociones diversas. O ascender, otra mañana, desde el cruce de los Anchos, en pendiente continua, sin un solo descanso de porcentaje, hasta la prodigiosa cima del Calar de Cobos, o Cerro de la Misa, como lo llaman los lugareños, para tener a nuestros pies las aguas turquesas del pantano de Anchuricas, y los farallones rocosos de la Cueva de los Anguijones. ¡Qué difícil era arrancarnos de allí para comenzar la bajada!, y más cuando Gabriel había tomado un todo terreno adicional, posee todo un parque móvil, para subir a la cima con el suministro, y degustábamos en su parte trasera, dispuesta como improvisada barra, las lonchas de trucha del Zumeta, ahumada con leña de encina, de forma casera, artesana, por Mari Paz, su mujer, o las deliciosas “susanitas” como bautizamos —me niego a explicar el porqué, Facebook nos vigila en estos tiempos confinados, ¡cuidado!—, a los suculentos y pringosos cortes de un tocino fresquísimo de cerdo serrano, dispuesto sobre el pan con una pizca de sal, y un poquito de ajo picado por encima. O el chorizo de gamo, o jabalí, o venado, y el revuelto de cagarrias, que es el nombre que adjudican los serranos a la colmenilla, seta de primavera de delicioso sabor, y otra serie de delicadezas varias que si las llegaran a conocer los de Master Chef —¡que bello nombre, tan español!—, tendrían que cambiar de oficio y dedicarse a hablar de las bondades de la “desescalada” o de la “nueva normalidad”, que es lo que priva en este tiempo de negros presagios.
Cuando por fin arrancábamos y descendíamos con fuerza renovada, primero por paisajes pelados, lunares, más tarde por frondosos bosques de pinos laricios de porte altivo, al llegar al autobús habíamos hecho otros treinta y cuatro km. que no nos pesaban en las piernas, porque éramos felices, y eso hace olvidar cualquier cansancio. Y más cuando tras la ducha, un paseo por el pueblo, con la cara arrebolada por el sol de la jornada, y una cerveza en la taberna Papachín —con mi amigo Manolo, el gran viajero, y Rafa, otro profesor—, nos sentábamos en el comedor del Hotel San Francisco, degustando la inenarrable sopa de almendras de Josefa o Carmen, seguida, en mi caso, por lo que yo llamaba, con atrevido eufemismo, “plato de verduras”, consistente en dos huevos fritos con patatas, pimientos, chorizo de la tierra, morcilla de la Puebla de don Fadrique, y cuatro chuletas de exquisito cordero segureño, todo ello rematado con un arroz con leche salido de las citadas manos angélicas femeninas, y un “buchito”, bebido de un tirón, de aguardiente de la aldea de Vites —nada que envidiar al gallego—, para hacer la digestión. Alumnos a la cama —con bastante briega, dicho sea de paso—, siendo el colofón de tan intensa jornada una breve y sabrosa tertulia de la tríada de docentes con un gin tonic —con poca ginebra y mucho hielo, corteza de limón y, en vaso largo, como a mí me gusta— en la mano antes de ir al encuentro de Morfeo. ¡Tiempos recordados! Pretéritos perfectos simples que ya son presentes y regalos del alma.
MAYO ENTRAÑABLE
Mayo jaenero de romerías marianas por toda la provincia, de comuniones y campanas gloriosas repicando al viento. Mayo de alergias y nubes de polen abatidas sobre campo y ciudad. Mayo de baños furtivos en chilancos de aguas gélidas. Mayo, pregonero de tibiezas, mes de las flores, cuando ante la patrona, la Madre Capilla, se desgranan cada día los ingenuos cantos que animan a posarse ante sus plantas de Reina del Universo, de Madre de Cristo, con capazos y corazones rebosantes de rosas y azucenas; de devociones sinceras. Mayo de cambios climatológicos, de tormentas imprevistas, de noches húmedas, de azulada luna de hielo reflejada en los ojos grandes de las rapaces nocturnas, vigilantes jurados de los bosques. De romeros caminantes, o caballeros que escoltan engalanadas carretas y exquisitamente bordados simpecados que cruzan la Marisma, entre el calor de las sevillanas rocieras y los fandangos, para plantarse a los pies de la Blanca Paloma. Este año es un mayo distinto, pero han sido ¡tantos otros! que podemos aflorar los recuerdos desde el abismo del alma para revivir tanto momento dichoso, inolvidable, festivo, profundo, amoroso, vital. Y terminar este homenaje que rindo, con la pluma y los recuerdos, a un mes tan especial con la delicada lírica del genio, del monstruo de la Poética, Félix Lope de Vega y Carpio, quien, en su drama bíblico “El robo de Dina”, le hizo un hueco a esta colección, bellísima y primorosa, de líricos y delicados requiebros en honor a este mes de tan desmayada calidez y belleza:
En las mañanicas
del mes de mayo
cantan ruiseñores,
retumba el campo.
En las mañanicas,
como son frescas,
cubren ruiseñores
las alamedas.
Ríense las fuentes
tirando perlas
a las florecillas
que están más cerca.
Vístense las plantas
de varias sedas,
que sacar colores
poco les cuesta.
Los campos alegran
tapetes varios,
cantan ruiseñores
retumba el campo…
Foto: Vuelta a casa después de una excursión de cuatro días a la Sierra de Segura.