Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / La luna lucirá llena en la constelación de Libra, el día dieciséis a las 20,55 horas. Sábado de Gloria en esta ocasión, al tratarse de un evento móvil regido por el calendario selenita. Cada año la plenitud lunar de la Pascua, o de Nisán, es la luna llena más próxima, tras el equinoccio de primavera, al Domingo de Resurrección. Por tanto existe un vaivén de un mes en tal disposición festiva. El Domingo de Ramos más temprano, según esta norma, que marca el inicio de la Semana Santa, podría ser el quince de marzo, y, el más tardío, el diecisiete de abril. Este año la segunda decena de abril acogerá estas expresiones públicas de fe, devoción, sentimiento y tradición que tienen lugar en nuestra tierra andaluza, en cada uno de sus rincones con sus claves de identidad propias, aunque se pretenda hace tiempo globalizar tal tipo de manifestación convirtiéndose en un calco del modelo sevillano cada una de ellas. Usos y costumbres hispalenses que me conmueven profundamente al contemplarlas en las calles de Sevilla, pues despiertan y remueven en mí quién sabe qué mistéricas fuerzas escondidas, vitales y espirituales, que me hacen temblar admirado, por su naturalidad, sentimiento, hondura y perfectas claves canónicas fijadas a lo largo de los siglos, pero me deja indiferente cuando se escenifica un intento ingenuo de transcripción literal en mi ciudad natal, pues eso de oír vamos mi arma en plena calle Maestra, o tos por igual valientes…, junto a los magnolios de la destartalada Plaza de las Palmeras, es algo a lo que jamás podré acostumbrarme. En Sevilla estas expresiones forman parte del idiolecto o variedad diatópica popular de la ciudad y provincia, ya que el capataz que enuncia tal proclama antes de ser izado el paso al aire es el mismo que le dice al camarero de cualquier barra sevillana: ponme una cerveza, mi arma, con idéntica espontaneidad y facundia, dicho que resultaría insólito emitirlo en una taberna jaenera, en que la expresión miarma sería transmutada, en todo caso, en otra más tajante y nipónica, lo que resultaría, cuando menos, inoportuno. Pero no se puede batallar contra ciertas cosas, y aún menos en épocas marcadas por una feroz dictadura de la globalidad. El tiempo, en todo caso, se encargará de ponerlas en su sitio, o quizá de borrar definitivamente cualquier expresión propia para clonar modos dialectales y expresiones únicas a lo largo de todo al- Andalus, incluidas taifas próximas. Pero si ocurre esta segunda posibilidad, como parece ineludible, los que tenemos ya cierta edad siempre añoraremos otros modos de expresión, más humildes y espontáneos, menos aparatosos en su prístino contexto, pero más nuestros, con todos sus defectos, aunque los actuales tienen otras lacras más que evidentes, que no es momento de desglosar. Solo sé que yo conocí en su día una semana santa de Granada autóctona, en mi época de estudiante, y ahora parece que el tramo de Ganivet es la calle Sierpes. Igual ocurre en Almería, y pronto, muy pronto —ya está aquí—, culminará por estos pagos. Pero, a nuestra edad ya tan solo somos espectadores de cuanto se desarrolla a nuestro alrededor. Contemplar el mundo, analizar el panorama con sosiego y soñar es nuestra única posibilidad de acción, porque envejecer es como abordar una pina montaña culminada de nieves perpetuas, van fallando las fuerzas físicas, ahora bien, la visión desde la altura es cada vez más serena y libre y, sobre todo, más exacta, menos dependiente de las circunstancias exteriores. Nadie ya puede engañarte. Solo tú mismo.
Luna móvil de la Pascua. Fecha cambiante. Aunque pronto borrarán nuestros gobernantes, religiosos y laicos, cualquier vestigio de tal calendario. Estoy convencido de que extinguirán el ciclo lunar consuetudinario y fijarán una fecha fija manteniéndola constante cada año según sus variados, y siempre interesados planes. Estamos en una época en que todo nos es impuesto. Se nos dice qué debemos hacer en cada momento, qué alimentos es obligado comer, cuántos minutos de ejercicio aeróbico tenemos que practicar para ser absolutamente dichosos, cómo debemos pensar acerca de cualquier asunto —de las redes sociales te expulsan un cierto tiempo, sin difieres de la opinión marcada por estos inflexibles censores—, qué asignaturas, recortadas y prostituidas, tendrán que cursar, inexcusablemente, hijos y nietos, a qué modas de pensamiento debes adscribirte, bajo pena de excomunión ideológica y, condena al ostracismo en cualquier círculo social y humano en caso contrario, cuáles son las verdades obligatorias que no tendrás más remedio que aceptar sin pretendes tener algún beneficio social, profesional o económico. Y, porque ahora mismo no pueden hacerlo, pero llegará el momento —está en camino—, en que regirá la existencia una policía del pensamiento, y serás multado, en un principio, o aherrojado en prisión, si no ejecutado sin remedio, si se te ocurriera abordar con la mente —tendrás un chip implantado tras el nacimiento que informe sobre tus sueños y cavilaciones— cualquier asunto que no entre en la caja de Pandora del corpus ideológico, modernista y sostenible, de tus solícitos cuidadores, gestores y exclusivos administradores de la supuesta calidad de vida y felicidad de los ocupantes del redil. Ya lo predijeron Robert Benson, George Orwell, Aldous Huxley, Ray Bradbury … y otros intuitivos escritores visionarios. No fallaron es sus oráculos, porque la idea es la conformación de una masa borreguil, dócil y tácita, de pensamiento único. A esto se llama —voceada tal proclama con gesto ojiplático y postura de monje tibetano— libertad y progreso, y pobre del que dude, ni siquiera un instante, de la verdad de cualquiera de estos asertos y de la bonhomía que marca tal actuación paternal hacia el conjunto de un rebaño esclavizado que bala a coro buscando migajas de subvenciones, concesiones y prebendas —cachitos dosificados de pequeños placeres tranquilizantes y anestésicos—, endeudado en fidelidad absoluta, silencio cómplice y obediencia con quien le oprime cotidianamente hasta en la bagatela más nimia de su cotidiano existir.
Pero, mientras tanto ocurre eso, que va a suceder —no hay más que ver los signos de los tiempos para presentir el futuro inmediato sin ser un Nostradamus jaenero—, seguimos inmersos en un calendario lunar para fijar la fecha de nuestras mayores pasiones. La Luna, vetusta, fría, melosa, mistérica, adamantina, hermética doncella celeste que ha presenciado tantos y tantos momentos eternizados de estos días de pasión por las escarpadas callejas —cal y geranio, sinfonía estelar, plegarias de canas y negra toquilla por los ventanucos—, del viejo Jaén, va modelando su cuerpo oculta por las nubes, lluvias, nieves y calimas de estos días. Vigía inmutable de las andanzas de múltiples generaciones de cofrades que han vivido con intensidad estos días apasionados, revestidos de su túnica nazarena alumbrando el camino al cristo de su devoción, o a la dolorosa de sus desvelos.
La pandemia lo ha trastocado todo. Nos ha metido el miedo en el cuerpo, y ha venido de perlas para que nuestros solícitos estabuladores, hayan hecho de nosotros cuanto han querido, echándole además la culpa de cualquier desajuste a las andanzas del virus, y, ahora que parece atenuarse —aunque nunca pueden predecirse los planes futuros del microorganismo y sus gestores— ha llegado la malhadada, cruel y absurda guerra que toma el relevo para ser la causa de cualquier mal que pueda sucedernos, pese al solícito cuidado maternal de nuestros gerentes que solo pretenden enriquecer, faltaría más, nuestra libertad personal y bien común, y están prestos a informarse de nuestras pretensiones para acogerlas con magnanimidad al establecer bondadosas disposiciones acerca de nuestra dicha cotidiana, olvidándose de ellos mismos, que son tan solo personas que dedican su vida al servicio abnegado de los demás. Perdón, dejo un momento a Hans Christian Andersen para volver a la realidad…
Los cofrades hemos dado gracias a Dios, pese a todo, porque haya dispuesto las cosas de este modo. Confiamos en su providencia aunque muchas veces no entendamos sus caminos. Hemos visto desaparecer amigos y parientes, hemos sufrido una prisión permanente revisable, incluso casi no hemos podido asistir a cultos cotidianos, y aún lo hacemos con la dichosa mascarilla de arma defensiva para posibles contagios. Ya nos dejan comulgar en la boca con benévola magnanimidad, pero alguna reserva todavía en unos tiempos sinodales que la verdad no sé dónde pueden conducirnos, aunque siento un vago escalofrío al presagiarlo. Dos largos años, nuestros cortejos procesionales se han mantenido paralizados dentro del templo, y, ahora que estamos a punto de volver a manifestar la fe que nos anima en nuestras calles, como marcan nuestras reglas y constituciones, observamos con temor los presagios celestes, la lluvia y el vendaval que azota con furia la cristalera del lugar donde escribo estas líneas, delante de un café cortado, intentando descubrir cualquier rasgo positivo que nos haga concebir esperanzas de que esta luna de Nisán lucirá esplendorosa en el cielo cada noche, sin presagio alguno de sombras y tumultos, para alumbrar con su luz encantada la fascinación infinita, la riqueza espiritual, vital, mágica, abisal, inefable que poseen nuestras manifestaciones de fe por las calles de la ciudad.
Siguen las túnicas, lavadas hace tres años, ocupando su sacro y eternizado sueño en altillos y roperos, mientras esperan ser planchadas con exquisito cuidado y estar listas para el día de la procesión. Los caperuces plantan su afilada pirámide con su proa hacia el techo apuntando hacia lejanos infinitos estelares, los guantes, despojados de la cera que recibieron, están plegados con mimo en el cajón, el negro cíngulo, colgado en la percha del armario, los calcetines recién comprados para tal día soñado aún no se han extraído de su funda. Limpio el corazón tras una confesión sincera y amplia el Miércoles de Ceniza, se desgranan los últimos días de la cuaresma entre la asistencia a actos y cultos y el presagio de una nueva semana apasionada, que siempre será idéntica a otros años, pero jamás será la misma, pues cada momento goza de su propia identidad, y lo vivido hace tiempo, no se repite de manera idéntica, sino con múltiples, sutiles y cuánticas variaciones que hacen de cada año un cúmulo de nuevas sensaciones, gozosos descubrimientos; distintas maneras de caminar, con el corazón encogido, a cuestas con los recuerdos y un torbellino de impresiones, precediendo la cruz de tus amores por las calles cambiantes de una ciudad que te acogió como casa cuna, y guardará en su seno tus mortales despojos.
Ya estamos cansados de comprobar cada amanecer la evolución de los distintos modelos meteorológicos, que no son otra cosa que eso: modelos informáticos, variables e inestables, y más en primavera, hasta que decidimos un buen día no consultarlos más y dejar que la Providencia decida la meteorología de estos días tantas veces soñados, que han marcado nuestra vida desde la infancia, y forman parte de nosotros mismos, como otra piel corporal que nos protegiera de las inclemencias de unos tiempos fríos y desangelados en que se pretende robar al ser humano sus pertenencias más valiosas, propias, consuetudinarias; dejarlo inerme ante los acontecimientos, revestirlo de nuevos y globales ropajes que jamás han sido suyos y con los que se siente incómodo pues prefiere sin duda cubrirse de sus harapos seculares que de estos falsos oropeles que lo despojan de lo mejor y más noble de sí mismo.
Semana Santa. Jaén. Pellizco de ansiedad. Mar de sentimiento. Tiempo de pasiones. Un lamento de corneta /rasga la noche jaenera/ preñada de primavera,/ serena, sedosa, quieta,/ y el canto de una saeta/ borda de pasión el cielo, / y una flor vuela a su pelo/ lanzada desde un balcón./ La acompaña un corazón/ rendido al pie del Abuelo…
Jaén de mis pasiones, de mis amores más hondos, de mis cotidianos sueños … .Entrañable ciudad dormida a punto de despertar de su letárgico sopor. Semana Santa. Rumor de multitudes. Sagrada fiesta interior. Rugido mineral de las cornetas que hacen vibrar la epidermis del alma. Redobles de tambor que excavan lumbreras en las entrañas. Sahumerios de incienso que nublan la razón. Túnica nazarena, bendita y divina vestidura de fe, pasión y gloria; una segunda piel que te protege de todo mal. Ojales del caperuz por los que desfila un mundo exterior asombrado, bullicioso, expectante, conmovido, vibrante y amoroso; pueblo jaenero buscador de unas certidumbres de las que ha sido despojado. Semana Santa de esta tierra. Pasión de siglos. Cortejo penitente catedralicio. Ya viene la Buena Muerte a su paso, con su estilo elegante y penitente, sereno, serio sentido. Cristo muerto en la cruz, bajo el melocotón maduro de la tarde, plantado en su cruz como una bandera gloriosa sobre una hoguera de claveles. Es un gigante que duerme al son de la marcha legionaria, o ese Señor agonizante, delicado y excelso, que roba el corazón jaenero entre el desmayo de ansiedad de un pretorio de latigazos de azahar, cuando la expresión de su mirada hacia los cielos jaeneros es un divino prodigio envuelto en un silencio que dora la tarde color de trigo, para nunca terminar de expirar, colmado de ansiedad amorosa, en esta ciudad de los sueños, vientos y presagios. Dolorosas desoladas, traspasadas de acero y confidencias, tras el sublime incendio del abigarrado cañaveral de cera que alumbra sus rostros, mecidas con infinita ternura entre la cadencia de hondas, amargas o alegres partituras, y un coro inenarrable de estremecedores susurros de candelería, varales y pisadas costaleras, Piedad plena de ternura, ¡Angustias, madre!, sedente bajo una cruz enredada por un blanco encaje de chantilly plegado por el viento jaenero, que contempla al hijo de las entrañas sobre su regazo tras ser desclavado del árbol redentor. Bajo el árbol del tormento, despacio vas caminando, resignada, gran Señora, elegante en tu recato, navegando un mar de plata, con el cielo azul de palio, y un rumor de golondrinas que sobrevuela rezando, sembrando de espinas rotas, los confines del ocaso…
Jaén se arrodilla ante la Cruz gloriosa ese venerado símbolo que preside la ciudad desde el roquedal donde vuelan solo las águilas, o cargan con pasión sus habitantes sobre sus hombros, en pos de Jesús, como lo han hecho a través de los siglos por el dédalo moruno de callejas de nuestro antiguo solar urbano. Viejas y entrañables cofradías, y otras nuevas, pujantes, que se abren paso entre las más añosas para manifestar sus modos renovados de expresar una fe idéntica en torno a estos misterios, que nos robaron el corazón en la más tierna infancia, y aún no nos lo han devuelto, por eso su representación es parte de decurso vital, y el resto del año invocamos estos momentos eternizados, que nos hacen vivir en cuántica e infinita plenitud amorosa. Jaén en Semana Santa, reencuentro de viejos amigos y parientes, lágrimas festivas, peso del recuerdo, bullicio de multitudes que quieren conservar este insigne patrimonio construido a lo largo de generaciones. En estos días sagrados, solemnes, profundos, grandiosos, Jaén es más Jaén que nunca. Vive Jaén, llora Jaén, vibra Jaén, suspira Jaén; también muere Jaén colgada de su cruz, y su infinita pasión alcanza la gloria con la victoria de Cristo sobre la muerte y sus sombras. Su conformación urbana, egregio calvario calizo, su quebrada topografía, su grandioso templo matriz, la riqueza de su historia milenaria, sus entrañables costumbres cuadragesimales, la nobleza de sus gentes, la inmensa fe de este pueblo conservada hasta hoy como llama viva la hace escenario idóneo para la representación de estos sagrados misterios. Tiempo de pasión en nuestra ciudad del alma, bendita tierra olivarera, faro de luz limpia que siempre ha alumbrado las sombras de nuestro cotidiano vivir , pensar, soñar, y más tarde morir en la Tierra Prometida. Jaén, noble ciudad de luz eternizada bajo la Luna de la Pascua.
¡Qué hermosa eres, Jaén!
enamorado te digo
que si yo no te tuviera
no me tendría yo mismo
Jaén en Semana Santa
¡Jerusalén entre olivos!
Imagen: Cristo Descendido de la Cruz en la Plaza de Santa María. (Foto ESTEBAN ESPINILLA).