Recién llegado del litoral murciano, vuelo a Jaén para renovar el contacto perdido con la ciudad. Sin rumbo fijo, ni convocatoria alguna para tomar un café, o compartir este momento —existen tiempos que nos pertenecen por completo—, escalo los barrios altos para brujulear a mis anchas por sus abruptas y angostas callejuelas. Remontando la calle Vicario, cerca de la calle Alegría, aún puede encontrarse un arco que comunica dos viviendas. Posee un evocador regusto moruno. Por eso, de inmediato, viajo en el tiempo hasta el siglo VIII, cuando arriban a estos pagos aquellos visitantes del desierto que vivieron tras los muros de la ciudad durante más de quinientos años. Son instantes de amorosa plenitud de la memoria, de singular deleite del espíritu. De vuelta al llano catedralicio saboreo un café en el Manila mientras desfilan por la mente recuerdos de añejas lecturas que pienso recobrar en cuanto llegue a casa.
Sentado en el porche escribo a mano este artículo. Es fresca y afable la tarde de bronce; flor de un verano tardío en este domingo septembrino. Vienen las ideas a la mente. A veces dejo las gafas, un momento, para saborear tanta belleza y placidez. El sol comienza a despeñarse por el horizonte, y su luz de cinabrio se difumina entre el vaivén de las ramas de moreras y acacias —ataviadas ya de un orín herrumbroso—, cuyas hojas tabalean levemente mecidas por la brisa. Mozos de espadas invisibles visten el crepúsculo de un traje de luces que adquiere tonalidades de ensueño, al diseñar un lábil lienzo de tono anaranjado pálido y oro, deshilachadas las nubes en jirones alargados, circundados por un océano azul turquesa. Pero al momento, la paleta cromática celeste va mudando, tenuemente, con desmayada ternura, hasta un hondo violeta, para alcanzar el insondable “azul Prusia” que pregona la cercana anochecida. Retornan las grajillas desde sus lejanos comederos buscando sus asilos rocosos de los riscos cercanos, donde alborotarán lo indecible, en un caótico concierto de atrabiliarios graznidos, antes de respetar, por oficio, la sagrada liturgia de la madrugada. Languidecen las luces del día en esta deliciosa “hora azul” —como la definiera la escritora Andrea Köeler—, que anuncia la inminente invasión de un firmamento fuliginoso, miniado con precisión por un enjambre de alfileres plateados. Prosigo un rato la escritura del artículo. Ya lo pasaré al ordenador oyendo por los auriculares música andalusí a cargo del ensemble Ibn Báya, de Eduardo Paniagua y Omar Metioui. Belleza pura.
Dejo un rato la redacción y me acomodo para leer. Antes de nada huelo las páginas del libro en un sagrado ritual que siempre oficio antes de comenzar a desvirgar su fascinante interior. El e-book es hielo, insípido e inane, para mí; el libro, sin embargo, es un ser vivo. Puedo sentir el latido de su viejo corazón entre mis manos. Es una hora de paz infinita, si acaso tan solo perturbada por el remoto ladrido de algún perro inquieto —los míos duermen apaciblemente a mis pies—, o el gañido destemplado de un enlutado mirlo que entra y sale del seto sin él mismo saber exactamente el porqué.
No existe otro momento como este en el campo. Me gustaría que fuera cierta la teoría del eterno retorno de lo idéntico. Se alinean, de oeste a levante, los cuatro planetas que han decorado la noche del verano. Venus, Júpiter, Saturno y Marte, y la brisa regala una caricia que presagia el mareante sahumerio de la noche abisal, que está agazapada, al acecho, para caer sobre estos contornos, animándonos a elevar la vista y perdernos por espacios infinitos, grandiosos, inabarcables; extendidos más allá del Tiempo y los recuerdos.
Vuelvo a mi libro alumbrado por la potente luz que instalé en el porche para estos menesteres, y recuerdo embobado la historia del emirato cordobés, contada por un viejo maestro: el francés Evariste Lévi – Provençal; un eminente arabista, de la vieja escuela, que naciera en Argel y fuera profesor de la Sorbona. Él nos adentró en el mundo arábigo andaluz, estudiando con detalle y rigor la historia de al- Ándalus. Es una de mis obras históricas de cabecera, pues desde que era niño, me ha apasionado, sin saber nunca la causa exacta, el universo mágico de la Alta Edad Media andaluza, crisol de culturas y religiones, de modos de entender la existencia. En la adolescencia leía cuanto caía en mis manos sobre temas fronterizos, relatados por los viejos maestros: Asín Palacios, García Gómez o nuestro ilustre paisano quesadeño, Juan de Mata Carriazo, hermano de mi tío Ángel. Una historia romántica y arrebatadora ajena a cifras, estadísticas y tablas de rendimientos económicos. Y en mi época de estudiante granadino, perdía de vez en cuando la noción del tiempo, el zascandileo frenético y la vitalidad, despreocupada y festiva, estudiantil, para, en ocasiones, despistarme de todos y perderme en el laberinto de sublime hermosura, acuática, mistérica e insondable, que es la Alhambra, de cuyo mundo salía embrujado, repleto el magín de sueños, copada el alma de ansiedades inexplicables. Todo el palacio, sus fuentes y vergeles, me pertenecían en aquellos momentos intensos. Me sentía como Washington Irving, cuando pudo disfrutar en gozosa soledad de tantas madrugadas en este lugar de ensueño, donde le había cedido el guarda una vivienda. Todavía no existían las mesnadas japonesas ahítos sus cuerpos de crema protectora solar, ni los grupos organizados arracimados en torno al guía, y su verborreico venero de conocimientos, más pendientes de sus constantes tomas fotográficas que de captar, por sí mismos, la insondable belleza, el indeleble hermetismo de este recinto sacro.
Descubrí al historiador francés siendo aún joven, y desde entonces lo he leído con fruición; a él y a todos los arabistas que han sido o están comenzando a ser. Por eso devoré con ansia los libros de Bosch Vilá, Terés Sádaba, Molina López, Jiménez Mata, Joaquín Vallvé, Pierre Guichard… y otros tantos. Me apasiona la historia de la llegada de aquellos pueblos a la península con la tácita aprobación de unos divididos y decadentes godos y la mediación interesada de los judíos españoles. O el relato de aquel período pionero de los gobernadores que dependían del califa de Damasco. Las luchas de los partidos árabes qaysiíes y kalbíes, que trasladaban a nuestra geografía, su asabyya; esa vieja y enconada pugna tribal, desarrollada en los arenales de los desiertos arábigos —aún la reproducimos hogaño, con constante vesania, en nuestra vida política y social—. O la llegada a nuestra región de Balch ben- Bishr, el orgulloso y belicoso jefe sirio, al frente de sus chunds, o circunscripciones militares, uno de los cuales, el de Quinnasrim —lugar cercano a la ciudad siria de Alepo—, se asentó en nuestro Jaén, con su caballería. En el séquito del distinguido guerrero llegó a nuestra ciudad al- Sumayl, notable personaje que inspiró muchos años la política del gobierno. El paraje del Zumel —los jaeneros dicen “Zumbel”—, siempre será recuerdo de su persona, pues en los alrededores de estas peñas calizas, al sur de Jaén, poseía una lujosa y extensa almunia.
Años después se funda el emirato independiente cordobés que inauguró el emir Abd-al- Rahman I, nacido cerca de Damasco, tras su huida de su tierra natal siria, donde los omeyas habían sido vencidos por los abassíes. Recordaré con detalle la vida de este príncipe sirio omeya —hijo de Rah; una cautiva beréber cristiana de una tribu magrebí—, de noble apostura, rubios cabellos, y enérgico e indomable carácter, que aplastaba las rebeliones que se sucedían en su reino, que eran muchas pues así era la psicología tribal de los recién llegados. O la de su sucesor, Hisham I, de carácter pacífico y bondadoso, hombre piadoso e interesado por la cultura, cuyo corto reinado fue de una paz casi absoluta. O los años turbulentos del que fuera su sucesor, al – Hakam I, que pasó su vida sofocando rebeliones o luchando contra cristianos y francos, cuando no tenía que apagar sublevaciones en la misma Córdoba, en el momento en que todo un arrabal se puso en su contra y debió reprimir la rebelión con inusitada dureza, hasta tal punto que arrasó, a sangre y fuego, aquel barrio ribereño del Guadalquivir, roturando sus tierras y prohibiendo construir en él en lo sucesivo, además de desterrar a todos sus habitantes lejos de la capital… Y Abd-al-Rahman II, en cuyo reinado se construyera en Jaén, cuando era gobernador de la misma Maysara, una mezquita de cinco naves con columnas de mármol, en el actual emplazamiento de la Iglesia de la Magdalena, donde aún se encuentran restos de su patio de abluciones.
Tierras de al- Andalus, donde sus habitantes godos, a la llegada de las huestes del Islam optaron por convertirse a la nueva fe; son los muladíes, o mantener intacta la suya aún a costa de ocupar el lugar inferior del escalafón social, caso de los mozárabes. Jaén, tierra de encastillados rebeldes a los emires cordobeses que tenían que venir personalmente en muchos casos a sofocar los focos de rebelión en emplazamientos míticos como Muntilún o Yarissa, cuya situación jamás ha sido identificada, aunque yo sé perfectamente que se encuentra muy cercana al lugar en el que vivo, donde ahora leo y amaneciendo terminaré el artículo para pasarlo al ordenador.
Y sigo la relación de hechos de los emires cordobeses. Durante el reinado de Abd-al-Rahman II, aparecieron en las costas atlánticas los normandos, o vikingos nórdicos —el “cambio climático” de la época había despojado de hielos su zona de residencia—, que remontaron el curso del Guadalquivir con sus barcos de proa afilada y arrasaron Sevilla por completo. La situación fue tan peligrosa que el emir, reunió tropas de todo su reino y les presentó batalla en Tablada, derrotándolos y causándoles miles de bajas. Huyeron los osados norteños y las cabezas de los decapitados fueron expuestas, como sangrientos trofeos, en el zoco sevillano durante unos días. Abd-al Rahman II fue un monarca que hizo grande al – Ándalus como estado independiente y reino indiscutible a los ojos del mundo islámico. Es bajo el dominio de este monarca cuando nuestra ciudad de los vientos se convierte en la capital de la Cora de Yayyan, que algunos geógrafos denominan como al – Busarrat; es decir, “las montañas”. El emir cordobés establece en este período relaciones diplomáticas entre Bizancio y Córdoba, y atesora en sus arcas palaciegas un considerable caudal monetario. La vida intelectual y artística es brillante, sobre todo a partir de la llegada hasta la corte emiral del cantor iraquí Ziryab, “el Mirlo”, personaje original, culto y refinado, que revoluciona la vida de palacio y de toda la corte, dictando el arte, la poesía, la música, la moda, y hasta la gastronomía de la ciudad cordobesa.
A la muerte del emir le sucedió su hijo Muhammad I, hombre de inteligencia despierta y altura de miras, aunque no tenía los mismos escrúpulos, a la hora de derramar sangre, que mantuviera su antecesor. Tuvo que apagar focos de rebelión en Mérida y Toledo, y, ante todo, la rebelión que comenzara, en el prodigioso, elevado y montaraz rincón malagueño de Bobastro —frente a los cortados del Chorro—, a cargo de Omar ben Hafsum, el muladí que trajo de cabeza, desde entonces hasta muchos años después, a varios emires, e incluso al primer califa de Córdoba.
Más tarde gobernó el emir al –Mundhir, que solamente vivió dos años desde que fuera nombrado y tuvo que soportar en toda su crudeza la permanente algarada andaluza. A este personaje le sucede su hermano Abd Allah, que sostiene la dinastía hispano omeya y soporta diversas sediciones muladíes hasta su muerte, sucediéndole su nieto, Abd-al-Rahman III, que sería el primer califa de Córdoba, reinando cuarenta y nueve años, en el período más fecundo de la historia omeya en la Península, pues el califato cordobés alcanzó cotas de grandeza, cultura y expansión difícilmente imaginables cuando las huestes de Tárik ben- Zyyad y Muza ben -Nusayr, llegaron a esta tierra, doscientos cincuenta años antes. Pero esa es ya otra historia que hoy no voy a contar.
Ahora es noche cerrada. Sobre mi cabeza la estrella Vega de la constelación de Lira preside el cenit en majestad. Más baja, Altair, la estrella más brillante de la constelación de Águila, señala, hacia el sur, a un planeta rojo, que luce presuntuoso el limpio rubí de su cuerpo en su periplo nocturno. Serenidad. Leve escalofrío. Cantan los grillos. Paseo a mis perros por el olivar cercano, antes de irme a la cama, rememorando las aventuras de un pueblo nómada que, llegado desde los arenales orientales, se abrió camino en tierras lejanas para construir un imperio de cultura refinada en el que descollaron médicos, filósofos, poetas y artistas cuyos nombres están en la memoria de esta tierra.
Y, ya en el mullido lecho, encajadas las mosquiteras para evitar visitas indeseables de última hora, como la solución para un soñador no es dejar de hacerlo sino soñar eternamente, imagino que paseo por mi Yayyan medieval una madrugada calma, con aroma de jazmín, albahaca, tomillo y alhucema. Oigo al almuecín invocar al dios único desde las alturas del minarete de la mezquita aljama jaenera. Tiempo sin tiempo. Plomo en las callejas. Unos ojos de mujer, dos carbones encendidos de mirada profunda como las aguas de un pozo, contemplan las estrellas tras la celosía, mientras rasgan el aire, como afilados alfanjes, por angostos y encalados pasadizos bañados de luna creciente, moaxajas y jarchas que mezclan la lengua árabe del desierto con la romance peninsular. Hasta puedo oír una de sus letras apasionadas:
Si si ben yâ sîdî
kuando benis vos y
la bokella hamrâ
sibarey ka-al warsi
Sí,sí,ven oh señor mío
si venís aquí
la boquita roja
alimentaré de besos como la paloma rojiza.
Sigo mi camino vagabundo entre la niebla del tiempo. Ahora, desde algún terrado del blanco caserío, alguien entona una triste copla cuya letra escribiera Ibzn Ham, el poeta cordobés:
Yo soy un sol que brilla en el cielo del saber
más mi defecto es que mi oriente es mi Occidente…
De esta forma recorro en mi fantasía onírica cada rincón de esta ciudad, sencilla y nada pretenciosa, a la que he querido desde el día que naciera, pese a su incuria y pequeñez congénita, o quizá, y más que nada, por ello. Y sobre todo porque es nuestra; de todos los jaeneros que tuvimos la suerte de abrir los ojos por vez primera tras sus murallas. Por eso pierdo la consciencia mientras resuena en la mente otra estrofa del mismo poeta cordobés en cuyos sones está contenido el cariño inmenso que los jaeneros de bien profesan a su ciudad, aunque, a veces, ni ellos mismos sepan comprenderlo:
Mi amor por ti, que es eterno por su propia esencia,
ha llegado a su apogeo, y no puede ni menguar ni crecer.
No tiene más causa ni motivo que la voluntad de amar.
¡Dios me libre de que nadie le conozca otro!