Muchos años después de que estas imágenes fueran tomadas con el intento de realizar una película y un programa especial de televisión, dirigida la filmación por Michael Lindsay-Hogg —que era hijo biológico, aunque distante, de Orson Welles—, el neozelandés Peter Jackson, el mismo que rodara las películas del Señor de los Anillos, ha seleccionado entre ingente material visual que existía, seis horas de documental con el título genérico de Let it be, que narra con todo lujo de detalles, la historia de aquel intenso mes de enero de 1969. Son tres partes las contenidas en tal selección que terminan con el histórico concierto en la azotea del número 3 de Savile Row, el edificio donde se encontraban las oficinas de la compañía Apple. La grabación había comenzado en los estudios cinematográficos de Twickenham de Londres, pero tan destartalado hangar no ofrecía cualidad acústica alguna, amén de ser frío y desangelado, por cuanto los Beatles exigieron la vuelta a los estudios de grabación que tenían en su propia empresa de Apple. Y así contemplamos cómo fueron sucediéndose unas jornadas que nos informan de muchas cosas: de la profunda indolencia y abulia de Lennon por la supervivencia del grupo, más ocupado en su singular y alucinógena relación con Yoko Ono, eterna convidada de piedra en cada jornada de trabajo en el estudio, lo que no era muy del agrado de los demás miembros del cuarteto. Pero también del hastío de George Harrison que ya entonces se sentía un miembro inferior en la escala de valores, y estaba decidió a grabar en solitario sus propias composiciones, al verse postergado de ordinario por Lennon y McCartney. De la encantadora bonhomía y dulzura de Ringo, que en muchos pasajes del documental se duerme ajeno a las disputas y desavenencias del trío citado, aunque no es óbice para comprobar cómo saca adelante, con la ayuda de George, una pieza de su cosecha, Octopus Garden, que después se verá publicada en Abbey Road. Y del supremo liderazgo que ejercía Paul McCartney, no solo en el aspecto musical, sino desde el punto de vista de la gestión y organización de todas las actividades. Es el único que demuestra verdadera pasión por la diaria faena, el que está al tanto de cualquier detalle, quien exige método, trabajo, orden, aplicación suprema, perfeccionismo e imaginación para hacer las cosas, en un momento en que tras muchos años juntos, con el planeta musical rendido a sus pies, el grupo sufre la enfermedad de la desgana y la falta de ilusión que provocará, un año después, la ruptura definitiva. Y ¡qué decir del supremo talento musical de Paul!, cómo, en una escena inolvidable, ante la mirada asombrada y boquiabierta de George y Ringo, trabaja unos simples acordes con su guitarra que en pocos minutos se va transfigurando en una canción plena de vida y ritmo: Get back.
La llegada de Billy Preston, el hábil pianista amigo de Harrison, es un soplo de aire fresco para un ambiente enrarecido. Muy pronto se acopla a su forma de hacer música y es un magnífico complemento en las canciones ensayadas y grabadas. La tercera parte del documental finaliza con el histórico concierto en la azotea, en un día nublado y con la presencia policial alertada por algún vecino dado el ruido que se emitía desde las alturas. Suena su música mientras se entrevista a variados personajes que alzando el cuello hacia el grisáceo cielo londinense expresan su rendida admiración por un conjunto musical que era parte ya del patrimonio británico. Es impresionante comprobar en el documental lo bien que seguían sonando en directo, casi tres años después de su último concierto en vivo celebrado en el Candlestick Park —por aquel entonces un estadio de béisbol de san Francisco—, el 29 de agosto de 1966, como remate a su última gira por los Estados Unidos. ¡Qué fuerza y magnetismo expresan en cada uno de los pasajes de su improvisada actuación!, ante la fría mirada zazénica, de estatua oriental que hubiera alcanzado el shamadi, de Yoko, y el vibrante ritmo corporal de Maureen, la primera mujer de Ringo, rendida fan del conjunto, que más tarde se divorció del batería y murió de leucemia, provocando que Paul le escribiera una hermosísima canción en homenaje a su memoria: Little willow, contenida en su grandioso disco Flaming Pie, editado en 1997.
Pero en este gran documental también puede apreciarse que todavía quedaban muchos puntos de unión entre los miembros del cuarteto que estaban unidos por una estrecha amistad, no tan solo musical, desde finales de los cincuenta: risas, chanzas, realizadas con espontaneidad, ingenio, muy buen humor —esas cualidades que tanto llamaron la atención de Brian Epstein cuando se acercó, aquel 9 de noviembre del 61, al Cavern Club, situado en el número 10 de Mathews Street, para verlos actuar—, y cercanía al interpretar viejos éxitos rockeros, o piezas compuestas en su juventud que nunca llegaron a grabar; son momentos que demuestran la profunda vida en común y sintonía musical y humana que latía viva, pese al cansancio de tantos avatares compartidos, tras una vida común agotadora durante nueve años, entre los miembros del grupo que ha marcado tendencia en la música popular, y lo sigue haciendo en los últimos tiempos. Curiosamente las canciones de este disco Let it be, se reunieron en forma de álbum al año siguiente —el de la separación definitiva del grupo—, mientras que las de Abbey Road, grabadas meses después, vieron la luz antes, pues el fastuoso disco de portada inmortal —la del cruce del paso de cebra ante los estudios EMI— se publicaría en septiembre de ese mismo año 1969. Yo en esas fechas era un estudiante granadino, con el pelo largo y el corazón rebosante de sueños que llevaba en mi mochila mental todas las composiciones de mis ídolos, como cotidianas compañeras de viaje. Eran tiempos inolvidables, los de aquella generación que teníamos plena esperanza en el futuro, pese a las dificultades vitales. Y ahora vuelvo la vista atrás para traer a la memoria una jornada en el olimpo jaenero que es difícil pueda algún día olvidar…
Parálisis de la brisa. Si acaso era una leve caricia en el rostro alguna de sus ráfagas mansas y furtivas. Una rodajita de luna apenas creciente afilaba su carrera para ocultarse pudorosa hacia el oeste. Las luces de Jaén, en parte ocultadas por el relieve aserrado de Almodóvar, titilaban como luciérnagas a nuestros pies. Aquí y allá, en lontananza, brillaban con luz tenue pueblos de la provincia, cortijadas, y aldeas, puntos de vida entre tinieblas. Los tres amigos fumábamos con parsimonia tragando con hondo deleite el humo del cigarrillo Camel sin boquilla —ese tabaco era reservado para ser saboreado en momentos especiales—, y expulsándolo pausadamente, como si no quisiéramos poner fin jamás a tal instante de plenitud inefable. El vinilo giraba en el artilugio de pilas —el pick-up, como era llamado en la época— que emitía un sonido aceptable, con un cierto sabor a refrito de tanta y tanta reproducción. El disco había sido adquirido, un mes antes, en Taisa, establecimiento de la calle Roldán y Marín, donde nos atendían, con simpatía arrolladora, a los fanáticos de los Beatles, Juani, hermana de Charo López, nuestra jaenerísima cantaora, Pili Garvín, futura y exitosa empresaria de la moda local, y Javier, y ya mostraba signos de desgaste en sus microsurcos. Era nada menos que Sgt.Peppers Lonely Hearts Club Band, la última joya de los fab four de Liverpool, a quienes venerábamos apasionadamente la triada de entusiastas con el rostro cuajado de espinillas, que había remontado la dura pendiente norte que conduce hasta la cumbre de Jabalcuz —ahora la ruta de subida “senderista” parece de la señorita Pepis… con bastones, faltaría más…— tan solo para regalarse el infinito placer de escuchar sus canciones y dormir más tarde apaciblemente en una destartalada tienda de campaña que no poseía ni suelo —su precio hubiera sido prohibitivo para nuestras más que menguadas economías—. Finales de julio de 1967. Habíamos cenado con mal disimulada bulimia provisiones de una mochila que ya daba síntomas de agostamiento. Los Beatles actuaban en la cumbre de Jabalcuz, el soberbio pináculo protector de la ciudad, y el rumor de sus composiciones planeaba hacia la ciudad materna y se elevaba por los cielos de las provincias limítrofes, cuyos contornos habíamos divisado antes del crepúsculo: Granada, Córdoba, Ciudad Real, así como los relieves circundantes, Ahillo, Parapanda, La Pandera, los Grajales, Sierra Nevada, Mágina, Cazorla y Segura, la vieja y desmantelada por la erosión cordillera mariánica —un precioso nombre con el que antes se la denominaba— de Sierra Morena, o los montes subbéticos de Priego, Cabra y Carcabuey. Levitábamos siguiendo con el metrónomo de manos y pies el compás de unas composiciones atrevidas que nos hechizaban. Ahí estaba la banda del Sargento Pimienta y los corazones solitarios, descrita por la voz rockera de McCartney —son infinitos sus recursos y tonos vocales, asombrosa la versatilidad de su voz, y de sus composiciones—, la amable, encantadora y pegadiza melodía McCartniana en la voz de Ringo que reclamaba la ayuda de sus amigos, el caleidoscopio onírico de Lennon en la visita de Lucy a los cielos, canción nacida al observar un dibujo infantil de su hijo Julián —es una leyenda urbana que las iniciales de Lucy in the sky with diamonds, designaran al ácido lisérgico, aunque no existe duda que su uso lo había introducido John en el grupo ante la reticencia de McCartney a su consumo—, Paul de nuevo que hablaba de mejoría de los acontecimientos, para pasar a contemplar un hoyo colmado de lluvia, la sublime pieza melódica de McCartney —en este momento ya era el indiscutible líder musical del cuarteto; nada menos que siete composiciones de este disco son de su única autoría— que describe el abandono del hogar de una chica joven, canción a la que otro buen amigo de la época bautizó como “El salmo”, la función circense de Lennon, y su giratorio y psicodélico tiovivo de impresiones circenses, las veleidades orientales de George, la deliciosa melodía vodevilesca de Paul que reclamaba atención y cuidados para sus futuros 64 años, una canción que escribió siendo quinceañero y ahora se decidía a grabar, o la pose seductora de la encantadora Rita junto al parquímetro, y el vibrante buenos días campestre de Lennon, para terminar con la deliciosa y eterna descripción de un día en la vida, con dos partes bien separadas, al estilo Lennon -McCartney en una pieza inolvidable que hizo exclamar al gran Leonard Bernstein, diez años después: “Hay muchos compases en “A day in the life” que siguen sosteniendo, rejuveneciendo y enardeciendo mis sentidos y sensibilidades”. Noche encantada, parálisis del tiempo, sinfonía estelar, ansias de infinito, ganas de comerse el mundo… Parecía que ellos en sus composiciones estuvieran hablando de nosotros mismos; una conexión intuitiva con el espíritu de aquella generación en preclara sincronía jungniana. No terminábamos de creernos como habían gestado tal obra de arte de música popular; un disco nunca visto hasta entonces que trazaba nuevas sendas para todos los demás grupos que seguían la estela de unos inspirados músicos de Liverpool que habían dejado de actuar en público hartos ya de que no pudieran escucharse sus armonías debido al griterío reinante, para encerrarse en los estudios de grabación y diseñar, con ayuda y orientación de su productor musical, el gran George Martin, verdaderas obras de arte de la música popular de nuestro tiempo. Y nosotros necesitábamos volver a saborear tal atrevidas y nuevas canciones lejos de cualquier espasmo humano. ¡Qué mejor lugar que la cumbre de esta montaña tan simbólica para el jaenero!, donde podíamos conjugar nuestro amor a la música —también oíamos al maestro Bach, y a Beethoven ya en plena madrugada—, con nuestra pasión por las excursiones, las noches claras bajo parterres colgantes de flores de plata, la conquista de cualquier pico descollante de nuestra geografía provincial, y las acampadas al aire libre tras caminatas agotadoras y vibrantes. Después llegaría el sueño, la marcha pausada del pausado carrusel estelar, las estelas luminosas que surcaban el cielo reclamando deseos por cumplir, las primeras luces del alba por Mágina y el implacable sol de julio que nos hacía levar anclas de este imponente mirador serrano para descender temprano como gallos canoros de voces destempladas, cresteando la afilada y kárstica cumbre de calizas oolíticas jurásicas, buscando en la bajada la Fuente del Caldear, el Portichuelo y la vereda al fondo del valle que moría junto a la ermita del Cristo del Arroz, para entrar en los jaenes en busca de nuestro hogar aún estremecidos por la grandeza de una velada musical en las alturas.
Pero todo había comenzado mucho antes. En aquellos entrenamientos vibrantes, tras terminar las clases vespertinas, en la cancha de baloncesto del añorado colegio marista. Había sido seleccionado para el equipo del colegio un mes antes de cumplir los quince años, y entrenaba duro para ganarme un puesto, mientras que en la sala de juegos del hermano Florencio sonaban los compases vibrantes del Twist and shout, una música que conmovía y excitaba todas las fibras de mi ser. Hasta tal punto caló dentro de mí la voz de Lennon y los coros de George y Paul, con el ritmo obsesivo de tal bamba roquera que de inmediato supliqué a mi madre que yo quería oír esa música cada día en casa. Y tanto rogué y rogué —ruegué y ruegué, como decía el inefable Guillermo Brown en las inolvidables traducciones de López Hipkiss para la editorial Molino—, que se decidió a acompañarme hasta el establecimiento de Guillermo Jiménez, en la Carrera, donde me compró un tocadiscos de pilas de última generación, así como un disco EP de los Beatles con cuatro canciones: Please please me, Ask me why, You can’t do that y Can’t buy me love, que oí una y otra vez hasta la extenuación, confirmándome en mi interior que ya serían mis acompañantes todos los días de la existencia. Y he cumplido tal palabra.
A partir de ese momento mi vida cambió. Leía todo lo que caía en mis manos sobre la vida y obra del cuarteto, oía en boca de aquellos periodistas enamorados de su música como Joaquín Luqui —mi favorito— cuanto tuvieran que decir sobre su vida y obra, compraba, con retraso desde luego, cada disco nuevo que llegaba a Jaén, paraíso interior; demasiado interior tantas y tantas veces…Componía un álbum de fotos de mis ídolos, con recortes sacados de aquí y allá. Aspiré a aprender inglés, matriculándome en el Centro de Idiomas que por entonces se encontraba en la sede del actual Conservatorio de Música de la calle Compañía, con la única obsesión de entender lo que contaban en sus canciones, letras que me parecían plenas de originalidad y juegos lingüísticos, que me abrían nuevas perspectivas. Para mí no había otros como ellos, desde luego que me gustaban Beach Boys, Kinks, Bee Gees, Rolling Stones —estos bastante menos—…,pero los genios de Liverpool estaban situados en un alto pedestal a mi mirada. Solo tenía ojos para ellos.
Incluso colaboré con el recordado Fernando Arévalo, por entonces un joven locutor recién llegado de Alcaudete que vivía en una pensión de la calle Espartería y dirigía un programa en la cadena sindical, llamado Selección de Selecciones. Hicimos amistad casualmente, bebimos algunas cervezas juntos, acompañadas por suculentas tapas de jibia, en la taberna Paredes, y compartimos nuestra pasión rendida por los Beatles. En tal programa yo le escribía textos que él leía al presentar una canción del grupo. Recuerdo como cierta tarde, a las cinco, abrió el portón de cuadrillas y comenzó su intervención diciendo con su preciosa voz bien modulada: Y ahora llega un sueño, una canción genial para los auténticamente geniales…soñemos pues. Se trataba de Ask me why, pieza contenida en su primer LP, una canción de John Lennon de letra amorosa sencilla y directa, pero de melodía decididamente arrebatadora y llena de fuerza. Ask me why, I’ll say I love you and I’m always thinking of you…Pregúntame por qué. Te diré que te amo y siempre estoy pensando en ti…
Y así se fueron haciendo mis camaradas inseparables. Compré disco por disco. Incluso los sustituía cuando entendía que estaban desgastados. Trate de catequizar con sus ritmos y melodías a la población juvenil de mi entorno. Promovía audiciones conjuntas de su música. Recuerdo con agrado en casa de Pepe Alcázar como disfrutábamos horas y horas analizando sus composiciones, frente al mural que había dibujado Juanma García de la Casa en la pared de la habitación con la efigie de los cuatro músicos en una de sus actuaciones en Magical Mystery Tour. Viajé con ellos en la mochila por diversas rutas naturales de la provincia. Los oía en la montaña, en el llano, junto a las aguas mansas de algún pantano, o en la ribera de curso cristalino de cualquiera de nuestros arroyos de montaña, como en aquella excursión inolvidable por los cañones del río Valdearazo, o río de Jaén, hoy cauce seco, tras la construcción del embalse del Quiebrajano, al pie de la peña Bríncola, donde nos perdimos un par de días con Javier Jerez y Pío Aguirre para oírlos sin descanso, bañarnos en los chilancos, entre mansas culebras de agua natrix, o ranas verdosas y pardas excelsas saltadoras de longitud, y acampar más arriba y contemplar las estrellas en los altos cercanos al dolmen, junto al víctor de Carlos III, cuando los sublimes crepúsculos de terno mandarina, celeste y oro viejo de aquel verano del setenta y uno, sembraban escalofríos en la piel del alma…
Después me acompañaron a Granada en mis años de estudiante y eran compañeros habituales e los pisos estudiantiles de la calle doctor Olóriz, donde la pasión bitélmana era común a todos los compañeros de pupilaje, aunque también se oía el rock duro de Led Zeppelin cuyo Whole Lotta Love, con la guitarra excitante de Jimmy Page que ponía a todo volumen el recordado Pepe Duro, enervaba a todo el bloque de viviendas erigidas sobre el bar Solynieve, hasta que la histriónica patrona, la nunca bien ponderada doña Pepa, que vivía dos pisos más arriba, volara como Ícaro, en bata de boatiné, cara de Nosferatu présbita y zapatillas con pompón, escaleras abajo para exigirnos escandalizada que bajásemos el volumen de tal música tribal.
Y en tierras granadinas, aunque los Beatles ya se habían separado yo compraba con puntualidad, en Linde, establecimiento de la calle Reyes Católicos, cada uno de los discos que iban editando en solitario, y nos deleitábamos con el LP John Lennon/Plastic Ono Band, el Ram de McCartney, el triple álbum de George Harrison, o con el encantador disco de Ringo, Sentimental Journey donde entonaba viejas y románticas melodías, o aquel otro Beaucoup of blues en el que cantaba con su voz ronca inconfundible, baladas country de las regiones agrarias del sur y medio oeste americano.
Los Beatles han pasado sin morir del todo de generación en generación. Casi todos mis hijos, son muy amantes de su música —aunque, claro está, siempre hay una oveja negra—, incluso mi nieta catalana de seis años, que ha estado con nosotros esta Navidad, pues se ha pasado los días tarareando Yellow submarine y She loves you, sesenta años después de su salida al mercado, mientras coloreaba sus dibujos, o perfilaba los recortes de sus abetos navideños, música que alternaba sin empacho alguno, con la canción de la Barbie, cuya letra y obsesiva melodía aún retumba en mi sesera…I’m a barbie girl in a barbie world life in plastic, it’s fantastic…, repetidos sus excitantes compases con constancia y dedicación por la criatura en un tiempo que nunca bajaba de las ocho o diez horas diarias, incluidas los condumios, más las rutinarias y beatíficas tareas mingitorias, e incluso depositorias. ¡En sueños entono tal estribillo aún!…
Los Beatles han sido compañeros, amigos, confidentes, referencia cotidiana para millones de adolescentes en todo el mundo. Su música revolucionó una época. Dictaron la moda en el vestir, en los comportamientos renovados —siendo ellos en el fondo tan clásicos—, en las actitudes juveniles. Pero la fuerza imparable de su personalidad, su inteligencia innata, su sentido del humor, su puesta en escena —tocaban en directo como nadie—, la sublime calidad que exhibían como compositores, la fuerza magnética que emanaba de cada uno de ellos hace que aún no hayan sido arrinconados. Están por encima de modas y tendencias en lo musical. Fueron un ejemplo a seguir, a igualar a superar, pero los compases de sus composiciones siguen siendo modelos imitados, venerados, y aceptados unánimemente. La originalidad y desgarro de Lennon, su sensibilidad quebrada, la inmensa sabiduría musical de McCartney, la búsqueda de Dios y espiritualidad de Harrison, el manejo de su guitarra slide, la bonhomía apacible de Ringo, su simpatía y habilidad tamboril han marcado y siguen marcando tendencias en una época que, desgraciadamente, no se caracteriza por un nivel musical, ni tan siquiera parecido a la de aquellos años sesenta, que nuestra generación tuvo la enorme fortuna de vivir con muy pocos años, punto de referencia de tantos recuerdos, amoríos y andanzas vitales desgranadas al compás de aquellas músicas populares inigualables. ¡Qué tiempos, Señor! Llenos de vida y esperanza.
Recomiendo vivamente que vean con tranquilidad el documental. Resulta emocionante y revelador su contemplación. Confieso que llevo casi dos meses obsesionado con tales imágenes. Escribir este artículo ha sido una suerte de catarsis liberadora. Un encuentro con aquella energía vital que descubrí en mi interior con pocos años, renovada por el descubrimiento de estos Beatles idolatrados, y que, gracias a Dios, conservo intacta dentro de mí. Por eso he unido en este escrito varias de mis pasiones vitales, para rememorar una época de mi existencia que marcó de muchas formas mi presente actual. Ahora vuelo al pasado en la cima del Olimpo jaenero, tomo el vinilo, lo deposito con mimo en la caja. Desplazo la aguja y pronto va a sonar la primera canción de otro álbum que renueve el impacto del documental que me acompaña sin descanso estos días: Let it be. Se trata de una composición de McCartney, Two of us, que cantan John y Paul con un perfecto empaste vocal. Pero antes Lennon desgrana un recitado muy personal: “I Dig a Pygmy” by Charles Hawtrey and he Deaf Aids. Phase one, in which Doris gets her oats”. Muchos sesudos críticos se han devanado inútilmente el magín queriendo interpretar el significado de la frase…Empeño inútil. No es nada especial. Tan solo es John Lennon, un alma imaginativa y peculiar escondida tras sus gafas redondas de miope. Y ellos son The Beatles cantando en las alturas jaeneras. ¡Beatles forever and ever!
P.S. La composición fotográfica con que se ilustra el artículo ha sido realizada, a petición mía, por un buen amigo compañero tantos años en nuestro añorado colegio marista: Jose Francisco Ortega, el “Boria”, quien tiene una habilidad muy especial para estos temas, lo cual le agradezco de corazón. ¡Ah!, se me olvidaba decir que también es un beatlémano destacado, aunque sus Beach Boys son algo especial para él…