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Vivimos en un mundo global donde las fronteras, se hacen líquidas, permeables y los escándalos morales fluyen a gran velocidad. Las recientes revelaciones de abusos sexuales de Harvey Weinstein y Bill O`Reilly son clara evidencia de la universalidad de estos desafíos.

Un país se puede medir de infinitas maneras, por su extensión geográfica, por su población, por su nivel educativo, por su PIB o por su nivel de pobreza, cualquiera da una idea bastante aproximada de lo que representa ese país y sirve para compararlo con los de su entorno. Pero pocas veces se mide por sus feminicidios, porque en la mayoría de los lugares es un problema privado de carácter personal, algo que no se suele ver y menos mostrar a nivel internacional. Así, cuando las concursantes del certamen de belleza Miss Perú en vez de exponer sus medidas físicas, motivo por el que estaban allí, relataron una tras otra  las cifras de la violencia contra las mujeres de su país, rápidamente se desató la polémica y de modo viral en las RSS se globalizó el escándalo, y el mundo tomó conciencia de que Perú es un país de violadores.

Momento en el que cualquiera hubiera podido pensar, que en un mundo global como el nuestro la tormenta desatada en Hollywood, pudiera llegar a convertirse en una moda o tendencia, para hacerse un producto más de esa máquina de hacer dinero, pudiendo llegar ser capaz de sacar partido hasta de sus escándalos. A lo que tampoco ayuda mucho ver, en todos los medios y de buenas a primeras a un grupo de misses peruanas en minifalda, desfilando por una pasarela y relatando cifras de los asesinatos y agresiones a las mujeres de su país. En un certamen sometido a las más rancias, machistas y misóginas normas de la moral patriarcal, basado en medir el cuerpo de las mujeres y ganar dinero con ello.

Pero si tomamos un poco de distancia, de esa que necesita la crítica y que dicen que es el quid de oficio de pensar, y nos fijamos un poco en más mujeres de un país como Perú, vemos que hace unos meses tuvieron su tsunami, su terremoto feminista. En agosto de 2016 miles de mujeres salieron a la calle en un día normal, con sus mujeres golpeadas y muertas. El detonante fue la difusión del vídeo de una joven, ingresada en el hospital tras haber sufrido una paliza brutal. Las imágenes mostraban cómo era arrastrada de los pelos y por los pasillos del hospital, por su pareja, borracho y completamente desnudo. 

Así que ese verano las peruanas se plantaron, dijeron #BastaYa y salieron a la calle y mostraron en las RSS sus lesiones y el nombre de sus agresores bajo el lema #NiUnaMenos. Protestaban porque en su país 7 de cada 10 mujeres es víctima de violencia de género, porque su país es el segundo después de Bolivia con la tasa más alta de violaciones en la región. Porque en su país el 90% de las denuncias por violación son archivadas. Porque recientemente se ha archivado también las esterilizaciones forzosas de más de 300.000 mujeres durante la dictadura de Alberto Fujimori. Por todo esto las mujeres peruanas protestaron y sobre todo porque como dijo uno de sus políticos “el Perú es un país de violadores”

Todas las mujeres del planeta perciben, por alejadas que estén del foco del escándalo, que la sólida rigidez del orden antiguo se desmorona.

El día que la mujeres peruanas se revelaron, incluidas sus misses, levantaron la voz y tomaron la palabra para poner cifras y nombres al maltrato y la violencia en su comunidad, pusieron de manifiesto que el cambio social de la modernidad líquida es un hecho, y que el silencio no forma parte de su ruta. Ellas decían que era como pronunciar un conjuro con el que alejar un poco más el mal, pero el gran reto para las mujeres de este mundo global, es forjar una voluntad común, lo más  homogénea posible, porque el mal que acecha a las mujeres en cualquier parte del mundo es global y lo impregna todo.

 

 

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