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Decir que la política está judicializada o que la justicia está politizada a estas alturas es una obviedad, nadie duda de ello y casi lo aceptamos como natural, aunque no debiera serlo. La justicia está politizada por el pecado original del origen partidario del Poder Judicial; si el órgano de gobierno de los jueces no dependiera en su formación de las aritméticas parlamentarias, tendría autonomía y libertad para regir la organización judicial sin más cortapisas -que no son pocas- que los medios que deben ser proporcionados por otro poder del Estado, el Ejecutivo. Si esto fuera así, como está previsto en la Constitución, también el Parlamento sería más libre de exigir, controlar y fiscalizar al tercer poder, como lo hace con el Ejecutivo, y el sistema de controles y contrapesos podría funcionar adecuadamente.

No es menos cierto que la política está judicializada, precisamente por culpa de quienes buscan atajos a la lucha política parlamentaria o electoral instrumentalizando para sus objetivos el poder punitivo del Estado, para una materia e intensidad para la que ni la judicatura ni la organización judicial ni está preparada y -lo que es peor- ni dotada de los medios necesarios, que ya se encargan unos y otros de que le falten. El objetivo no es otro que, en un primer término, llamar la atención y como consecuencia inmediata la dilación en la resolución de los asuntos. La situación se agrava porque la politización suele ir encaminada a la jurisdicción penal, que tiene sus propias reglas –el principio de intervención mínima- y unas normas procesales obsoletas que nuestro país lleva 135 años diciendo que va a cambiar (ya la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 anunciaba la instrucción por los fiscales).

Si existiera una fiscalía independiente que se encargara de instruir y acusar, una ley procesal actualizada en medios y sistemas y unos jueces independientes cuyos ascensos o sanciones no dependieran de pactos y aritméticas extrañas, este problema se atenuaría en gran medida.

Siendo graves las dos situaciones anteriores -la interferencia entre dos o tres poderes del Estado- la cosa se complica cuando se instrumentalizan los medios de comunicación en esa lucha sin cuartel en que los poderes del Estado son utilizados por los partidos políticos como campos de batalla de sus luchas; para ello encuentran en unos medios ávidos de sensacionalismo, de vender para engrosar sus cuentas de resultados y de servir a sus propios intereses, coincidentes o no con los partidarios. La situación descrita supone colocar en el debate general y en la plaza pública la actividad investigadora e instructora y buscar filtraciones sensacionalistas, anticipar juicios –prejuicios- y debates para crear el clima adecuado, de modo que intentan marcar pautas o criterios a seguir en los procedimientos judiciales o en los debates parlamentarios. Es decir, que los mismos que manejan a su aire la politización de la justicia y la judicialización de la política para llevar agua a su molino, utilizan los medios de comunicación, a veces hasta el efectismo, para “ambientar” o “preparar” los verdaderos debates o deliberaciones.

Con algún ejemplo reciente podemos constatar cuanto hasta aquí llevo dicho. ¿Alguien duda que la dimisión del fiscal anticorrupción, Sr. Moix, no ha estado teledirigida desde la aparición y filtración de un documento judicial a los medios? (Decisión política provocada); ¿Tiene sentido que un testigo, aunque sea el Presidente del Gobierno, pueda o no hacer uso de los medios audiovisuales para su declaración, cuando lo normal es que acuda en colaboración al llamado judicial y también puede ser usual que, como a cualquier ciudadano, razonablemente, le permitan hacerlo por videoconferencia? (Decisión judicial orientada).

Así podríamos seguir con tres o cuatro noticias cada día, si bien la respuesta jurídico-política-antológica ha sido la ejemplaridad judicial que ha sido aplicada a una Infanta de España y su pena de banquillo, por más que éticamente se lo merezca por elegir mal sus compañías, o el cumplimiento íntegro de la pena –eso que piden para todo- que solo se ha aplicado últimamente, que yo recuerde, a una tonadillera de postín y tronío.

 

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