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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Enfilar la carretera sureña de Jaén que culebrea hacia Jabalcuz es un verdadero deleite para los sentidos. No creo que exista ciudad española alguna con alrededores más bellos, quebrados y evocadores que la nuestra. Quien no los conoce sufre un notable e imprevisto impacto la primera vez que aborda la travesía de esta fascinante ruta camino del antiguo balneario. Recuerdo que un amigo granadino la primera vez que admiró este paisaje inefable expresó con voz sorprendida: Pero, Ramón, ¿vosotros sabéis lo que tenéis aquí? Y ese es el problema, que de tanto contemplarlo no aprendemos a valorarlo, mimarlo y protegerlo.

Preside la senda Yabal -al Qust, gigante olímpico, cuya cima gané, con esfuerzo y pasión, en tantas ocasiones, por todas sus vertientes, en variadas compañías, y con todas las inclemencias meteorológicas posibles. Jabalcuz, el de la negra montera en los días de ábrego a causa de la violácea superficie de la roca caliza jurásica que lo compacta, cuyo aspecto al picarla con el martillo de geólogo se aclara considerablemente. Exuberante plantación de pinar que viste la antigua desnudez rocosa del coloso. Impresiona contemplar su grandeza desde la abandonada cantera que ha mordido la blanca roca cretácea del cerro Almodóvar cuajada de conchas de bivalvos, lo que nos recuerda a ese Jaén puerto de mar hace cien millones de años. Circundan la carretera parajes de gran verdor, una torre semiderruida que muchos piensan es de origen árabe sin saber que la edificó Antonio Martínez Molina, un vecino de mis abuelos en mi casa natal de la Plaza de las Palmeras, que era alto funcionario de la Hacienda local. La llamó El nido de águilas, y la dedicó a biblioteca y a enseñársela a sus invitados cuando subían trabajosamente por una vereda desde la coqueta casería que poseía al pie a la que puso un portón de entrada en el Camino Viejo, aquella espléndida senda —hoy destruida y asfaltada—, por la que trochaban caminantes, vendedores, caseros y muleros para llegar antes a los Jaenes. Ruta entrañable festoneada de caserías y villas, gentiles y armoniosas, adornadas de exuberante arboleda y lujuriosos jardines, y hasta un nacimiento de agua que fue miserablemente cegado al construir la nueva carretera. Elegante y señorial parque de Jabalcuz que yace en cierto abandono, que ya es total en las clausuradas instalaciones del balneario, sin que nadie comprenda su alto valor termal y paisajístico, además de su privilegiada situación geográfica, que podría hacer de este enclave un lugar arcádico de innumerables y admiradas visitas si decidieran,  de una vez,  restaurarlo y renovarlo, por la calidad de sus aguas medicinales sulfatadas-cálcicas, y la belleza y frescor simpar de tan privilegiado rincón jaenero.

Y al pasar Los Baños ¡cuántos recuerdos de mis años infantiles y juveniles cuando veraneaba en la Casería de Piedra!, por entonces de mi abuelo, hoy casa rural rodeada de chalets de nueva construcción, pero en aquel tiempo, en prometeico, pero libre aislamiento, pues las caserías más cercanas eran la de Fermín Palma al sur, arriba, más allá de la carretera, la de los Villarillos, y, al norte, Verdelimones, y la de Paco Sánchez, coronadas en la altura por el Cortijillo. Mientras que abajo, en el fondo del valle, la casería de Justo el villariego era celosa vigía de la tortuosa y estrecha senda que comienza en el Portichuelo y desemboca junto a la ermita del “Cristo del arroz”; una trocha que acortaba el trayecto para ir a los Jaenes para los caminantes villariegos y de las caserías y cortijos de la zona.

Hoy todo es distinto en este paraje enfrentado a las Peñas de Castro, por cuyas pendientes de olivar jalonadas de antiguas caserías, Moraleda, La Chocolatera, Los Arcos, Ochoa…, con frondoso moral blanco en la puerta, o afilado ciprés que apunta al cenit, en mi infancia veraniega contemplaba ensimismado  la escalada continua de un sol decadente en el atardecer que se difuminaba dorándose en las peñas calizas en instantes de suprema belleza, ternura y punzante ansiedad, que me hacían dejar el libro que leía, apoyados los pies en el banco corrido alicatado de azulejos de colores de la lonja, para sumergirme en instantes oníricos de honda e indecible serenidad y quietud que aún puedo recrear en la mente cada noche antes de dormir.

UNA SOBERBIA PERSPECTIVA

Al coronar el Portichuelo se abre a los ojos una mayestática vista que dilata el corazón. Sierra bravía y quebrada, con verticales cortados calizos que se desploman sobre un río Eliche que repta rumoroso, entre meandros y pozas sin fondo, por los Cañones hasta el Puente de la Sierra. Al fondo, las Cimbras, el tajo de la Veleta, los cerros Calar y Matilla, los Grajales, la elevación de Matamulillos y como telón grandioso la serranía de la Pandera, azulada y soberbia, que cierra un horizonte que conduce a Granada y a la costa mediterránea.

Cruzaré por las afueras villariegas donde resido hace un cuarto de siglo y remontaré la estrecha y pintoresca carretera  —en cuyos pagos han veraneado tantos amigos y conocidos— que asciende hasta Riofrío, el ubérrimo manantial donde desagua el gran acuífero de La Pandera surgido por contacto entre las dolomías porosas y los estratos impermeables y es tan profuso en agua —120 litros por segundo de caudal medio—,  que difícilmente puede dejar de manar incluso en períodos dilatados de sequía, lo cual es frecuente en nuestro clima en las últimas centurias.

Serranía de la Pandera, palabra de origen etimológico dudoso, pues puede proceder del latín que designa al instrumento musical acompañante de fiestas navideñas y madrugadas de tuna, coplas de fuego, cabriolas y atrevidos piropos y requiebros bajo los balcones, pero también, y así lo he visto en algún documento, a una planicie o meseta situada en la cima de una montaña. Como de este modo ocurre en las alturas de esta augusta elevación, desde las antiguas instalaciones militares hasta la Peña del Altar, soberbio risco colgado sobre las aguas del Quiebrajano.

RIQUEZA BOTÁNICA

La Pandera, frondoso bosque de encinas y coníferas que se va despejando al ascender a la cima. Microclima sorprendente en las partes bajas que atempera las temperaturas del invierno. Surgen, a lo largo del cabalgamiento geológico de la unidad carbonatada, sobre otra, margosa e impermeable, más moderna que aquella, variados nacimientos de agua que se aprovecha para ser envasada y comercializada, pero al que acuden gentes de los alrededores, y hasta de Jaén, para cargar sus vasijas de tal líquido natural y nada contaminado en el recién nacido raudal de Riofrío. Finca de caza mayor en la que se pueden oír los ansiosos bramidos de los poderosos machos, y el chocar de sus afiladas cuernas durante la berrea septembrina; profundas madrugadas de celo y luna de cobre, de brisa perfumada, de mistérico ulular de búhos desde sus posaderos, de primeros y furtivos rocíos que son las lágrimas de un verano que agoniza impotente.

¡Gloriosos e imborrables recuerdos de las excursiones y acampadas de mi juventud, con amigos de buenas piernas y ancho corazón, por estos contornos ascendiendo a la cúspide por el puerto de la Hoya y el de la Nava, o directamente desde los alrededores de Quiebrajano por una pina vereda apenas reconocible en muchos pasajes de la subida! O más tarde, en los primeros años ochenta, las detalladas y pacientes remontadas de la cara norte, venciendo un sol infernal de estío, para realizar inventarios botánicos cada cien metros, con Carlos Fernández el catedrático de botánica de nuestra universidad, sin miedo a las abundantes víboras hocicudas que retozan anónimas al pie de los chaparros y que tantas muertes de animales domésticos han ocasionado e incluso graves mordeduras a personas al ser picadas de manera imprevista.  Matorrales de aliagas y jara blanca de flor purpúrea, almohadillas de echinospartum, aromas de salvia con hoja de lavanda,  zamarrillas que se disponen alternándose con el oro del allysum dorado de montaña, la suprema delicadeza del lino, o el aroma del tomillar en las partes bajas junto  a los quejigos y las encinas, el porte de los matagallos, la elegancia del torvisco con sus aromáticas flores blancas y sus hojas de laurel, y tantas otras especies de este  soberbio y variado cortejo florístico del  matorral mediterráneo desarrollado sobre suelos carbonatados. Y, conforme ganas en altura, la festuca, el asfódelo y la ínula de montaña, amén de las almohadillas de flor azul, erizadas de púas, de los piornos que el habla popular ha designado como asientos de monjas o cojines de pastor. En conjunto toda esta flora permanente natural de esta montaña sagrada se asienta en un territorio que en su día fuera encinar compacto y ahora está más deforestado, o celosamente repoblado de pinos, pero con una pérdida notable de suelo.

Y, en la cúspide, las abandonadas instalaciones que los americanos diseñaron como base de telecomunicaciones, poseedora de radar y helipuerto, hasta que en 1973 fueron rehabilitadas para ser el Centro de Transmisiones número 4 de la Red Territorial del Mando de la Fuerza Armada Española. Ya es en 2006 cuando el Ministerio de Defensa cede la finca ‘Vértice de La Pandera’ a los ayuntamientos de Los Villares y Valdepeñas de Jaén con un destino de uso turístico, y como amplio espacio de actividades deportivas y naturalistas debido a su notable valor ecológico y paisajístico.  

MARCHAS NOCTURNAS

Ahora todo yace en triste abandono en esas instalaciones en cuyos alrededores llega a veces la Vuelta ciclista a España. Desde ahí, por un llano que va elevando su pendiente con dilatadas vistas al norte, se accede al altivo baluarte de la Peña del Altar donde se encuentra la casa del vigilante guardafuegos. Surge el recuerdo imborrable de las marchas nocturnas que cada verano de hace algunos años emprendíamos con un matrimonio amigo dejando el coche en la carretera de Valdepeñas y ascendiendo hacia la cumbre por la pista a la luz del pletórico diamante celeste de julio, en ambiente hechizado, sorprendidos por el vuelo de alguna rapaz nocturna que emprendía la huida al ver mancillado su posadero de caza, hasta hollar la cima y despertar al vigilante de la caseta guardafuegos antes de amanecer y contemplar el soberbio y mistérico caleidoscopio del alba en su compañía bebiendo un café del termo, mientras nos relataba la historia de un mal rayo caído en una horrísona  tormenta que le alcanzó de lleno y estuvo a punto de perder la vida a no ser por la ayuda de los soldados del destacamento cercano, aunque los efectos de la chispa le causaron una minusvalía de por vida. Quien no haya tenido el privilegio de contemplar cómo clarea serenamente en la cumbre de una serranía jaenera, no tiene derecho a morirse aún; sería una vida incompleta si lo hiciera. En esos instantes tienes acceso a la Verdad, que no está desde luego en la dosis diaria de cloroformo radiotelevisivo con las que nos anestesian cada mañana. Y existen tan pocos momentos de esta índole en esta prosaica y tantas veces vegetal, inane, prestada y poco auténtica vida que llevamos que no podemos renunciar a tales trances inefables, en los que parece que todo recobrara el verdadero sentido de la existencia.

La vista desde la cumbre es dilatada y sorprendente en todas las direcciones, cerrada al norte por Sierra Morena y, en primer plano por Almodóvar, la cara sur de Jabalcuz y la Sierra de la Grana, al este por las serranías de Mágina, Cazorla y Segura, amén de la de Baza. Al sur por la sierra de Alta Coloma, sierra Arana y Sierra Nevada. Más hacia el oeste las elevaciones malagueñas, la granadina Parapanda, y las serranías subbéticas cordobesas, o las   jaeneras de Caracolera y Ahillo. Y, a nuestros pies, más allá del puerto de las Coberteras, la Sierra Sur valdepeñera, grandiosa y arriscada. La circular geografía hace un entorno imposible de describir con palabras. Habría que estar ahí para comprender su significado.

UN ACOGEDOR RESTAURANTE

Y al pie de esta cara norte entre la urbanización de casas cuyos moradores, buscan el frescor del verano —cuando no del ritmo anual de las estaciones, pues son cada vez más los que viven todo el año, algunos de ellos muy queridos por mí—, el sublime encanto del paisaje y la serenidad del entorno, se encuentra un restaurante que me gusta frecuentar para degustar la cocina de la dueña, María José, y de Encarna, su ayudante, que poseen unas manos prodigiosas para preparar delicadezas caseras en los fogones. Lo sé por experiencia y celebro en lo que valen unas migas en su punto con gloriosos aditamentos, o el sabroso codillo de cerdo, la caldereta de venado, las setas de cardo, los níscalos a la brasa, o con tomate, los potajes de habichuelas con perdiz y verduras, los garbanzos con morcilla y piñones, la sopa de picadillo con chorizo, las carnes a la brasa, o tantas especialidades como se contemplan en su carta, amén de postres suculentos y refinados, como esa refinada crema de nueces hecha con los frutos de las grandiosas nogueras que en verano dan sombra, cobijo y verdor a cuantos se reúnen bajo sus frondosas ramas por las que retozan, entre silbos y amorosas cabriolas, carboneros, mirlos, verderones o herrerillos. El restaurante tiene además dos espléndidos salones, uno de ellos presidido por un gran hogar de leños que caldea la estancia y hace inolvidable el condumio de un día de invierno en tal enclave natural de ensueño rodeado de bosque y naturaleza plena.

Hace treinta años este paraje era el cortijo de los ganaderos de la zona. Pero llegó la transformación de esta Huerta de los ojos, que ese era el nombre del lugar, en un acogedor restaurante presidido por una terraza situada en enclave idílico. Ahora Paco y María José, cuyos padres remanecen de Los Villares, asentados con ellos en unas tierras catalanas que abandonaron para desarrollar sus proyectos, primero en Torremolinos y Loja antes de recalar por fin en estos parajes de sus ancestros. Aquí abrieron asimismo una muy bien equipada casa rural que da cobijo a catorce personas que vienen a conocer estos rincones de ensueño tan bien situados en nuestra geografía provincial, con Jaén y Granada a tiro de honda, y la serranía subbética de Valdepeñas a un paso. En septiembre celebraron con toda pompa el treinta aniversario de la inauguración del restaurante con una fiesta entrañable abierta a todos los vecinos de la urbanización y personas afines al matrimonio y a sus dos hijos, Alba y Paco. Han luchado todos estos años, con verdadero entusiasmo empresarial por abrirse camino y potenciar en este paraíso terrenal la restauración y la acogida de visitantes, en lugar tan prodigioso, haciendo frente a las dificultades y la dureza del clima invernal de la zona. Pero ha triunfado su tenaz voluntad y un trabajo bien hecho. Gloria a estos activos autónomos, tan maltratados en nuestros tiempos, pero que son la base del tejido empresarial y económico de un país.

No sabemos lo que tenemos en nuestra tierra jaenera. Nuestra provincia, es para mí la más bella y variada de paisaje de España, sin olvidar a Gerona, Asturias, Santander y alguna otra. Nuestro incomparable Jaén tantas veces olvidado y maltratado, museo del sagrado símbolo provincial, el olivo milenario que nos trajeron los fenicios en sus gaulos mercantes. Ese Jaén también de las tierras de calma, pero asimismo de las serranías salvajes, arriscadas, auténticas, surgidas en el plegamiento alpino que elevó nuestras cordilleras béticas cuyo primer contrafuerte viniendo desde el norte, tras cruzar la depresión del Guadalquivir, son las sierras de Cazorla, Segura, las Villas, Mágina y nuestras serranías subbéticas, amén de una cordillera más antigua y suavizada por la erosión como es Sierra Morena, fielato de  tierras manchegas,  construida con otros materiales geológicos de la Era Primaria, y  poseedora de una  singular flora que crece en suelos silíceos, pero de idéntica variedad y belleza a la que lo hace en suelos  calizos.

POZOS DE NIEVE

La Pandera, la de hielos perpetuos en invierno que se extraían de pozos de nieve excavados al efecto, tras grandes nevadas, cuando las cuadrillas de jornaleros a los que llamaban “neveros”, a golpes de pala e ímprobo y sudoroso esfuerzo de músculo y esportilla, iban rellenándolos de nieve con sumo cuidado apisonándola con celo después. Cuando rebosaba el pozo, lo cubrían con ramas de aulaga y una generosa capa de barro que al secarse hacía un verdadero aislamiento del tesoro interior. Al llegar el buen tiempo, rompían tan duro sello, a base de pico, bíceps y paciencia, para acceder al hielo que transportaban más tarde cubierto de paja hacia sus puntos de destino a lomos de caballerías.

La Pandera, una de nuestras sierras locales que tenemos que admirar y conservar como joya preciada, pues es parte de nuestro patrimonio geológico, botánico, forestal y paisajístico, verdadera herencia que debemos guardar con celo y rendirle devoto culto de amor, pues un pueblo que renuncia a valorar, proteger y conservar lo suyo carece de futuro. Jaén es rica en patrimonio natural. No lo malgastemos y aprendamos a quererlo como si fuera parte de nosotros mismos, que lo es sin duda. Los jaeneros estamos ungidos de aceite virgen, somos duros como nuestra roca caliza serrana, forjados de tristes olvidos, noches de estrellas, luna de plata y sueños inmortales. En esta tierra incomparable nacimos, vivimos agradecidos y moriremos con los ojos muy abiertos y el corazón rebosante de amor. Nosotros, aun cuando por nuestra fe aspiramos a ganar el Paraíso, hace tiempo que vivimos en él. Y aún muchos no se dan cuenta.

                                         Ramón Guixá Tobar.

Foto: Una cerveza fría bajo las grandes nogueras del restaurante La Pandera.

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