Ha pasado mucho tiempo de aquellos años en los que pasaba las tardes en el archivo de la Económica. Sí, entre aquellos legajos que guardaban una parte de la historia de Jaén, aprendí a quererla y a comprender sus entresijos. Tanto que, después de hacer el Inventario Analítico del archivo, llegué a escribir la historia de esta Institución de la Andalucía del Antiguo Régimen que tuvo su origen en el proyecto intelectual de la Ilustración. Para Carlos III, su fundador, las Sociedades Económicas constituyeron uno de sus más firmes apoyos para ejecutar buena parte de sus proyectos económicos, cuya puesta en practica pasaba por salpicar el mapa de España de estas instituciones. Esa fue su idea y así la ejecutó. Pasados más de dos siglos la Sociedad de Jaén es una de las pocas que quedan en la actualidad con total vigencia cultural e intelectual.
Su historia ha estado llena de serios e importantes altibajos de los que siempre salía airosa, pero a comienzos del siglo XX, la situación era insostenible. La Económica parecía no interesar a nadie. Ni siquiera a los miembros de la Junta de Oficiales, a juzgar por las ausencias a sus propias Juntas. Con lo cual no podían celebrarse. Con todo, no eran estas situaciones las más dramáticas. Una inspección a las escuelas sacaba a la luz la precariedad con que el alumnado vivía su aprendizaje. El informe calificaba su aspecto como “ingrato y desagradable” con material “rancio e inútil”, los mapas rotos, los carteles viejos y las muestras de escritura “anticuadas y deterioradas”. Y aún más, la humedad de la Escuela de Dibujo suponía un serio peligro para la salud.
Eran nuevos síntomas de los problemas de mantenimiento que presentaba la sede cedida por el Conde de Floridablanca: la antigua Casa de Comedias. A lo que se sumó el derribo del colindante Cuartel de Caballería para levantar el teatro Cervantes. A causa de las obras, el edificio se resintió siendo necesario proceder a una urgente reparación. Fue el inicio de las innumerables composturas que se sucedieron; a los muros las cañerías, a éstas los tejados, cuando no, los tabiques, después la fachada… y nunca se acababa. Verdaderamente la necesidad de una nueva sede era imperiosa, pero los fondos de la Económica nunca fueron suficientes para echar abajo el inmueble y levantar otro. Drástico procedimiento, pero era el único que admitía.
La gran inyección de recursos que necesitaba para seguir encauzando iniciativas, era imposible conseguirla. Pero el destino es caprichoso y se acordó de que existían las herencias. No en vano ya se habían recibido los legados de Bernardino Maroto y de Rafael Martínez Molina, pero la cuantía económica donada tenía que ser administrarla según la memoria de los testadores y esta pasaba por la adjudicación de premios. Por fortuna ahora no sería así. El nuevo legado que llamaba a las puertas de la vieja Casa de Comedias, el de Ignacio Figueroa y Hernández, llegaba libre. Se podía emplear a voluntad de la Institución.
El donante era hijo de Ignacio Figueroa y Mendieta y de Ana María Hernández Otón. Su progenitor, un negociante capitalista, viajaba con mucha frecuencia a Adra donde su padre tenía una fundición. Un amor casi clandestino lo retuvo mucho tiempo pendiente de los negocios familiares abderitanos. En contra de la voluntad de sus padres vivió una historia de amor de la que nació Ignacio Figueroa Hernández. Él era un atractivo joven millonario y ella solo la hija del administrador de la fundición familiar “Hortales” de Adra. Con su amor habían desafiado lo establecido socialmente y con el tiempo la pareja se rompió.
Sus padres, que no aceptaban esta relación, lograron que el acaudalado heredero abandonara a su familia. Ignacio tenía tres años cuando su padre se alejó definitivamente para fijar su residencia en Madrid. Allí conoció a Ana de Torres con la que contrajo matrimonio en 1852. Su ascensión social fue rápida. Pronto se convirtió en Marqués de Villamejor y en padre de cinco legítimos hijos, porque los nacidos de su primera relación, nunca quiso reconocerlos. Asumió la paternidad obligado por sentencia del Tribunal Supremo.
La infancia de Ignacio estuvo marcada por el abandono de su padre; la negativa a reconocerlo como hijo; la extraña sensación de tener una madrasta solo 10 años mayor que él y la sombra del triunfo de unos hermanastros con los que al parecer nunca tuvo relación. Todo un estigma difícil de superar. La animadversión hacia ellos la mantuvo hasta su muerte. Una de sus últimas voluntades fue la prohibición expresa de que las fincas que legaba no pudieran pasar, bajo ningún concepto, a sus hermanastros ni a sus descendientes.
Estudió en colegios de Francia. Cursó contabilidad comercial, inglés y francés, pero creció sin vínculos afectivos sanos. Con el vacío emocional de su padre, el gran ausente, con el que además estuvo litigando hasta los 44 años. Los pleitos comenzaron con las demandas interpuestas por Ana Hernández en nombre de sus hijos Luisa e Ignacio. Primero para conseguir una pensión para ellos y después, los propios hermanos con el fin de ser declarados hijos naturales. La pensión la consiguieron con facilidad, aunque después se la retiraron; sin embargo, la consideración de hijos naturales tardó más en llegar. El padre intentó que renunciaran a llamarse sus hijos y a usar su apellido. Se basaba en que, su madre, había registrado a sus hijos, una como legítima y otro como natural, sin su consentimiento, lo que además decía no conocer. Por ello reclamaba la rectificación de las partidas de bautismo. Negaba rotundamente ser el padre de los hermanos Figueroa, a pesar de confesar que había tenido “relaciones amorosas con la madre durante largo tiempo”. Como quiera que había mantenido a ambos hijos, si bien “no ciertamente con generosidad y esplendidez”, alegaba que los había atendido por “simple caridad y compasión” y que el haber “dado carrera al varón había tenido por objeto el ponerle en condición de que pudiera alimentar a su madre”.
Para evitar escándalos intentó pactar con los interesados. Como estos no aceptaron retiró la pensión que pasaba tanto a la madre como a los hijos que decía no tener.
La sentencia dictaminó a favor de los hermanos estimando que eran hijos naturales y que el apellido no era un honor reservado exclusivamente a los hijos legítimos. Además, consiguieron el derecho a percibir la pensión de 2.750 pesetas anuales cada uno de manera definitiva. Y lo más significativo, nuestro interesado quedaba capacitado para recibir la sustanciosa herencia que revertiría en la Económica.
Las circunstancias expuestas, sin duda conformaron una personalidad acorde con su complicada situación emocional. Figueroa fue un hombre triste y enfermo. Al parecer arrastraba secuelas de una larga enfermedad que lo dejó inhabilitado para realizar ciertos tipos de trabajo.
Vivió mucho tiempo en Jaén, su ciudad natal. Los que lo conocieron decían de él que era que “parco en gastar, modesto en su vestir, moderado en sus comidas”. Y, además, conocedores de la fortuna que había heredado y de que no tenía hijos, se preguntaban que para qué querría tanto dinero. Casi nadie en Jaén estaba al corriente de que sus hermanos de padre eran el conde de Mejorada, la condesa de Almodóvar, el conde de Irueste, el marqués de Tovar y el mismísimo conde de Romanones. Muy pocos sabían que aquel señor austero que paseaba por la ciudad era el hermano del que había sido alcalde de Madrid, varias veces ministro y en dos ocasiones presidente del Consejo de Ministros.
Pasaba largas temporadas en La Carolina. En esa localidad su padre explotaba minas de plomo y él trabajaba en las oficinas. Todo ello después de la reconciliación. Y es que, la escabrosa relación que mantenían padre e hijo y que parecía ser definitiva, al final se suavizó. De hecho, a los tres años de la muerte de su padre le dedicó una placa que aún se conserva en La Carolina, en la torre de perdigones de la antigua fundición de la calle Ondeano. En la placa se le agradece su constante impulso a la industria, así como la donación que hizo para la guerra de Cuba. Y otro detalle para honrar la memoria de su progenitor. Una cláusula de su testamento estipula que en una de las casas que legaba, la del Paseo de Atocha, se conservase perpetuamente la lápida del portal que recordaba haber sido edificada por su padre.
El invierno de 1914 fue muy frio en la capital de España. Un enero de nieves dejó el estanque del Palacio de Cristal para pista de patinaje de los jóvenes. Era el Madrid del encasillado, del caciquismo, la lacra nacional que mantenía el sufragio secuestrado. En ese escenario, el 30 de enero, en su casa madrileña de la calle Hileras, don Ignacio agonizaba. El notario, ante su cuerpo moribundo redactaba el testamento. Documento que ni siquiera pudo firmar porque la muerte tenía prisa. Allí estaba solo con su conciencia. Un lugar donde no había testigos que pudieran contar qué le motivó a entregarse de manera desinteresada a una Institución benéfica tendiéndole su mano. Sin duda la Real Sociedad le tocó el alma. En su agonía le quedó un hilo de voz para pronunciar su sueño: una Económica con recursos necesarios para ejecutar sus proyectos. Tenía 72 años y dejaba atrás una vida austera y discreta a la que pocos tuvieron acceso.
Su entierro me lo imagino decente. La prensa madrileña no se ocupó del óbito. Curiosamente se encargaba de anunciar, el mismo día de su muerte, la fastuosa boda de su sobrino, hijo primogénito del conde de Romanones; y otro entierro, el del marqués de Urquijo. Pero él no fue un triunfador. No pudo entender de linajes, era el hijo proscrito.
Con la fabulosa herencia, nuestra antigua Entidad se encontraba de la noche a la mañana con tres casas en Madrid. Parecían caídas del cielo. Decía Cervantes “que esto del heredar es algo que borra o templa en el heredero la memoria de la pena”. Y desde luego que templó la pena de la Económica, que por otro lado no sería mucha. Ignacio Figueroa no tuvo mucha relación con la Casa, ni siquiera era socio.
Las casas se vendieron y con parte de su importe se acometió la construcción de un nuevo edificio. Con el resto, 425.000 pesetas, adquirieron unos bonos que rentaban anualmente 17.000 pesetas. Después de solventar muchos problemas el flamante edificio se inauguraba el 21 de septiembre de 1921. No me resisto a mencionar uno de ellos. La empresa constructora propuso aumentar los gastos porque a los obreros, que, como la empresa eran catalanes, había que pagarles sus desplazamientos periódicos a Barcelona. No le interesaba la mano de obra local, alegando que “el obrero de la localidad distaba mucho de estar capacitado para una empresa como la convenida”, y además añadía que así difundían la cultura obrera ya que “los obreros de la capital tenían mucho que aprender de los catalanes” y finalizaba diciendo que tal actitud la “debían agradecer”. Sin comentarios.
En fin, ahora todo era distinto. Nuevas aulas, nuevas dependencias, nuevos horizontes en definitiva. Y todo gracias a la personalidad filantrópica de don Ignacio. La Junta de Oficiales, ciertamente se lo agradeció. En cada aniversario de su muerte, le decía unas misas en la iglesia de San Ildefonso y entregaba 250 pesetas para trajes a los niños necesitados y más aplicados de la Escuela de Primeras Letras, más 50 a cada uno de los párrocos de la ciudad. En su memoria estaba previsto colocar un monumento con su busto en el jardín del nuevo edificio. En 1916, a petición de Ramón Espantaleón cuando presidía el Ayuntamiento, se le dio su nombre a una de las calles de la ciudad, y según él mismo reconocía cuando más adelante fue director de la Real Sociedad “¡Qué poca recompensa para el que tanto hizo por esta casa y por Jaén!”. Realmente el agradecimiento de la Económica a Ignacio Figueroa nunca será suficiente.
Hace poco más de un mes el Ayuntamiento de Jaén acordó por unanimidad de todos los grupos políticos dedicar la calle Bernabé Soriano a la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Un reconocimiento que, como miembro de la Junta de Oficiales que en su día fui, agradezco de todo corazón a la Corporación Municipal. Un honor en el que mucho tiene que ver la figura de Ignacio Figueroa Hernández, la tabla de salvación que devolvió la vida a la Económica cuando estuvo herida de muerte. Gracias don Ignacio.