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El siglo XX se inicia, desde el punto de vista de la dialéctica derecho público/derecho privado que venimos analizando, con un sistema de normas estructurado fruto de la reciente tarea recopiladora que había alumbrado, para algunos, la Edad de Oro del Derecho patrio. Ciertamente, la doctrina, los profesores y los jueces tenían un amplio campo que cultivar y lo hacían pacíficamente; bajo un estado unitario, el de la restauración alfonsina y una democracia liberal con el parlamento como única fuente normativa, códigos nuevos y recogidos en leyes los derechos forales; cada cual –doctrina y tribunales- cultivaba su parcela sin interferencias. Por idénticas razones, el derecho público, que ya había regulado la configuración de los órganos administrativos del Estado, se desarrollaba con fluidez, sin más innovaciones que dar forma y contenido a las nuevas instituciones impuestas por “el progreso” y las necesidades sociales iban demandando.

Este “establishment” quiebra con la Primera Guerra Mundial, la caída del imperio centroeuropeo y la insurgencia embrionaria de movimientos nacionalistas en Europa y el nacimiento de la Sociedad de Naciones. España, aunque se mantiene al margen, percibe sus influencias y lo que en el XIX fueron movimientos románticos se convierten en los fenómenos sociales nacionalistas de Cataluña y el País Vasco.

La industrialización que se abre paso y el fortalecimiento del movimiento sindical fruto de la concienciación obrera son otros elementos de dinamización que harán brotar nuevas fuentes del derecho distintas de las del propio estado liberal. La crisis de la monarquía, la dictadura primorriverista y la República que le siguió suponen una actualización del marco jurídico no solo por la creación de nuevas instituciones sino por el intento de dar respuesta a nuevas necesidades y distintas inquietudes. A título de ejemplo citaremos que la República, a través de un ministro cristiano-demócrata sevillano, el profesor Giménez Fernández, promueve una incipiente y después fallida reforma agraria que supone, a los efectos de esta reflexión, el inicio de la injerencia del derecho público, por la vía de las limitaciones, en una de las instituciones “centrales” del derecho privado: la propiedad privada. Será el principio de un largo debate aún inconcluso.

El amplio espacio del derecho laboral sale igualmente del ámbito de las normas privadas para constituirse en una rama eminente del derecho público; otro tanto ocurre con diversas instituciones en la época. En sentido inverso, solo hay una excepción, el derecho internacional, que de regular como venía haciendo tradicionalmente hasta entonces las relaciones entre Estados, comienza a dar acogida entonces, y nace, como hermano menor, el derecho internacional privado, que tiene como sujeto –no ya al Estado nacional- sino al individuo en su proyección, entonces incipiente, pero cada vez más frecuente, fuera de sus fronteras nacionales. Ya no es solo el derecho de los mercaderes trasnacionales, sino el de todos los individuos en sus actuaciones transnacionales.

La guerra civil que acaba con la frustrada experiencia republicana pone fin al proceso evolutivo analizado más arriba y supone un punto de inflexión en la dialéctica derecho público/derecho privado. La larga posguerra supone una vuelta a las fronteras tajantes que separan lo público de lo privado con un efímero triunfo de éste sobre aquél, aunque muy pronto reaparecerán las tendencias iuspublicistas en materia laboral, agraria, hidráulica y urbanística.

El tardofranquismo, con la prosperidad económica, la despoblación rural y la emigración –no solo interior- preparan el camino de la definitiva crisis del derecho privado y, por primera vez, relaciones de esta naturaleza y amplios campos que tradicionalmente estaban cubiertos de normas privadas vienen a ser regulados administrativamente por la creciente invasión del poder y de la administración en terrenos que, hasta entonces, no les eran propios.

La Transición, la democracia, el régimen constitucional con la aparición del Estado Autonómico y la incorporación a Europa harán el resto. Si algo caracteriza este periodo en el mundo jurídico es la multiplicación de las fuentes de producción y de conocimiento del derecho y la total superación del dogmatismo y la tipificación, que se llevarán como efecto colateral el rigor y la precisión propio de las normas jurídicas.

Muchas y diversas fuentes normativas, que producen pluralidad de normas, se van a aplicar sobre una variopinta realidad social pretendiendo regular con afán excluyente –no siempre logrado, por fortuna- todas las realidades de la vida cotidiana. Un ejemplo nos servirá como ilustración al respecto: la adquisición de un terreno y la construcción de una vivienda por un particular, relación típica del derecho privado y de sus normas privadas (las relativas al dominio, su transmisión y uso y las contractuales del propio proceso constructivo y ocupación), se ven sustituidas por normas públicas; municipales de licencias urbanísticas y permisos constructivos; autonómicas de orden medioambiental, territorial y de edificación; estatales, tecnológicas y laborales; y si me apuran hasta comunitarias relativas al medio ambiente, a lo que se une la voracidad fiscal de todas y cada una de las administraciones concurrentes. El derecho lo abarca todo, o pretende hacerlo; en tono jocoso es muy instructiva al respecto la interpretación que hace del cuento de Blancanieves el magistrado del Tribunal Supremo Antonio del Moral.   

Se desdibujan las fronteras entre derecho público y derecho privado cada vez más, a riesgo de desaparecer éste, y las normas –cada vez más largas y confusas- aparecen trufadas disposiciones de una y otra naturaleza, no siempre con una clara competencia habilitante, se regulan las más peregrinas materias, apareciendo disposiciones autonómicas que serían más propias de un bando de buen gobierno de cualquier alcalde de los de antes.

La dispersión y la multiplicidad de fuentes por la nueva capacidad normativa de las autonomías y Europa; la transformación de la propia Comunidad de mera asociación de mercaderes a propiamente una Unión –aunque fallida- suponen no sólo una selva normativa, en la que es difícil saber a qué carta quedar, sino también la pérdida del rigor fruto de la legislación precipitada, espontánea, dictada al primer volunto, sin un mínimo examen de la propia competencia y, en la mayoría de los casos, dictada por políticos, sin atenerse a un previo estudio y preparación por juristas en su importante labor prelegislativa.

Disposiciones de toda índole que antes eran claras, simples y concluyentes, se convierten, por sí y muchas veces sin motivo, en largas y farragosas teñidas de economicidad; las leyes, más que el orden jurídico, buscan normar lo económico, y el Estado, que a principios del siglo XX era un bondadoso gendarme, desvela su verdadera cara de Leviatán y su vocación de regular hasta las más recónditas oquedades de la convivencia humana.

¿Qué queda del derecho privado? Un buen Código Civil en todo aquello donde no hayan puesto las manos los legisladores de última hora, donde la ideología ha dado al traste con la técnica jurídica; unas leyes mercantiles obsoletas, porque las normas emanadas de Europa o de acuerdos internacionales sectoriales o regionales no siempre son fáciles de aplicar, carecen de precedentes y casi siempre los tribunales son sustituidos, en gran parte, por el arbitraje.

Los instrumentos jurídicos, convencionales o no, son sustituidos por otros económicos, bancarios, creados por la práctica, a veces equívocos y sin respaldo normativo. La letra de cambio ha pasado a ser de un instrumento cambiario del comercio en un monumento de arqueología jurídica y económica.

Las sucesivas crisis económicas transmutan las reglas privadas en disposiciones administrativas que todo lo inundan y todo lo abarcan, la voracidad fiscal, la imposición indiscriminada de obligaciones formales y el control de la economía hacen del fundamento del derecho privado, su propia esencia, el principio de autonomía de la voluntad, algo extravagante o, en el peor de los casos, una jaculatoria de vana invocación.

En el siglo XXI el derecho privado es un espectro de sí mismo; para muchos, un recuerdo, para otros, los que desde el poder ocupan sistemáticamente parcelas de la vida privada, un esperpento que, a veces, amenaza. No nos extrañemos, Leviatán no es de este siglo, ya en el siglo XVII estaba en la mente de Thomas Hobbes y, más recientemente, el profesor Juan José Ruiz-Rico, hace más de cuarenta años que ya lo vio en zapatillas.

 

 

 

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