Mis cabildeos jaeneros siempre convergen, antes o después, en una inmersión silente y admirada del simpar prodigio, seductor e insondable, de la fachada catedralicia. Es una necesidad imperiosa la que me planta delante de tal latigazo barroco, de belleza y armonía, al que quiero abarcar con mirada intuitiva ajena a la realidad de personas y cosas. Por eso, perdida la noción del momento físico — pienso con Jung que: “alguna parte del yo, o del alma humana, no está sujeta a las leyes del espacio y del tiempo…”—, contemplo agradecido, en boquiabierta apnea, aquello que el inconsciente colectivo de un pueblo, de una cultura cristiana, católica, plasmó por medio de sus artífices al labrar con primor, caliza y arenisca, para modelar un símbolo eterno de la ciudad.
Siempre he creído que los artistas son meros amanuenses de lo que el poderoso sentimiento instintivo de una cultura ordena diseñar, como reflejo de cuanto ha significado y significará la misma. Estoy convencido de que las obras de arte surgen así, creadas por el inconsciente colectivo, en un determinado período histórico, previamente proyectadas y enriquecidas por todas las mentes anteriores, y traducidas, desde ese nivel onírico de la psique más profunda, hasta la piedra, la madera o el mármol, por medio de artesanos geniales, videntes preclaros, quienes, obedeciendo a un instinto irrefrenable, alumbrarían desde lo inconsciente hasta lo evidente, las claves arquetípicas de toda una civilización, como recuerdo, memorial y guía para sucesivas generaciones.
La catedral de Jaén, además de templo católico, iglesia matriz de la ciudad, centro espiritual de la misma, es muchas más cosas. Es un símbolo del jaenerismo antiguo y futuro, nuestro monumento más preciado, centro de poder inexplicable, espacio mirífico, silencio mayestático ante el Señor sacramentado, latido cardíaco del pueblo jaenero, barrunto de eternidades, sede canónica de la elegancia cofrade, referencia continua para los habitantes de esta ciudad, colosal obra de arte, preciosa arqueta que guarda en su seno el relicario de la pasión de Cristo, libro de recuerdos eternos, almágena de pigmentos solares en el crepúsculo, cueva sagrada, aleph borgiano; pues en su seno todo queda abarcado en un sorprendente incremento de la percepción de lo habitual. La catedral es radiante emisora energética, guía para mentes perplejas, fuente inefable de paz, nudo telúrico, compendio de inefables sinestesias, remanso de recuerdos perdidos, sublime mirada interior, ingente central onírica, irrefrenable impulso vital, unión morganática entre la luz y las sombras, nítida seña de identidad jaenera, magistral y atávico tratado de una impensable geometría, camposanto de báculos sostenidos, con firmeza, más allá de la muerte, precisa veleta de todos los vientos, enigma portentoso de belleza, retorno de sensaciones primordiales, encuentro con uno mismo; una gruta, encantada y mágica, donde en sus artísticos y simbólicos recovecos, subterráneos y aéreos, se encuentra la respuesta a todas las preguntas que pueda hacerse un jaenero. Porque la catedral es Jaén, más que ninguna otra cosa.
Por todas estas razones y por bastantes más que no logro entender, me convierto en audaz espeleólogo cada mañana, y penetro, con unción y respeto profundo, en esta caverna intemporal, que parece poseer un alma colosal, un inefable latido vital. De esta forma paseo por su grandioso y sobrecogedor recinto buscando aquello que he estado persiguiendo desde que naciera, volando mi mente de arriba abajo, junto a las sublimes estalactitas y estalagmitas rocosas de su interior, vagando mi imaginación por sus arabescos místicos, por sus cursos de agua latentes, por sus pasillos aéreos, tan plenos de ligereza y armonía que casi pueden rozar los cielos, ensimismado entre sus paisajes interiores donde creo advertir, en cada nueva visita, que allí yacen las claves que ordenan y dan sentido al universo.
Y es que esta gruta encantada, repleta de tesoros, visibles e invisibles, encierra en ella una profunda verdad que alumbra el entendimiento, como si fuera un escondido símbolo goethiano que ansiara encontrar el Wilhem Meister en su peregrinaje vital. La catedral es la vida de Jaén durante los últimos siglos. En ella se estratifican todos nuestros sueños, historias, desencantos, esperanzas e ilusiones. Es un símbolo de la ciudad, y está palpitante, plena de vida, pues como decía Goethe: “cuando lo inanimado tiene vida, también puede producir un ser vivo”. Y eso es nuestra seo jaenera: un inconmensurable ser vivo a cuyo potente latido cordial queda imantada la vida ciudadana. Su esencia está por encima de creencias o disparidades de criterio; ella nos une a todos los amantes de la tierra, más allá de cualquier disquisición. La catedral, es Jaén, ella contiene en sí misma a todos los jaeneros nacidos y por nacer.
Cuando la columbramos en el horizonte, nos colma de una alegría inexplicable atisbar, en la imprecisa y brumosa lejanía, su silueta de trasatlántico que atravesara un fiordo de altas paredes calizas, con las orillas sembradas de un mar de olivos. Su descubrimiento tras un viaje, allende nuestras fronteras locales, tranquiliza nuestro corazón, y nos hace sentir de nuevo en casa. Ella es nuestra continua referencia, visual, cordial y espiritual. Si alguien habla de Jaén a un extraño, siempre tiene que comenzar su narración por nuestra catedral, que es una síntesis de la ciudad hecha decisiva obra de arte.
Pasear por la catedral es obtener energía y paz de este gigantesco depósito de vida que está escondido, desde sus cimientos hasta su cubierta de teja, o hasta las altos pináculos de sus torres. Y jamás puedes cansarte de ello, porque la obra de arte, no puede explicarse: desborda cualquier explicación racional plausible. La obra de arte, es misterio siempre renacido, está hecha para vivir de ella eternamente, para alimentar la búsqueda habitual del espíritu humano. No nos cansamos de mirar nuestra catedral, como jamás nos hastiaría la escucha emocionada de la Pasión de San Mateo bachiana, ni tampoco admirar la belleza, alba e ingrávida, del Taj Mahal, las angelicales pinturas de Boticcelli, o la divina armonía arquitectónica del Partenón ateniense. La naturaleza de una obra de arte, en palabras del psicoanalista Thomas Moore, es: “revelarse interminablemente, poder mostrar sus claves escondidas, pausadamente, durante toda una vida, quizá una eternidad, de ahí, su evidente perdurabilidad”. Porque nada dura que ya haya sido revelado por completo. Por ello, estas obras de arte no solo nos son de suprema utilidad, sino que constituyen eternos puntos de referencia que nos pueden hacer la más fácil conseguir nuestro objetivo vital que no es otro que la realización de todas nuestras potencialidades, que siempre son superiores a nuestra confianza en las mismas.
Y, además, por si todo la anterior fuera poco, la catedral es Jaén, sobre todo, Jaén, más que nada, Jaén; esa ciudad entrañable digna de ser respetada. Porque debe ser un estilo de vida amarla y engrandecerla; cuidarla celosamente de sus detractores, o de aquellos que quisieran que su corazón siguiera latiendo al ritmo cansino de la monotonía, del conformismo, de la acedia del espíritu y el ritual conocido de hábitos y costumbres. Y eso no es tan solo un deseo; es algo más. Decía Goethe que: “nuestros deseos son presentimientos de las capacidades que hay latentes en nosotros, anuncios de lo que en un futuro estaremos en situación de realizar”.
Poco a poco se conseguirá. Los jaeneros lo llevamos en los adentros. Antes o después se hará realidad. Por eso debemos proclamarlo sin desmayo. Sucederá entonces. Jaén lo merece. No hay ciudad más bella en España; ninguna que pueda igualar su arriscado contorno, la inmaculada claridad de su cielo, la rica sencillez de sus tradiciones, la belleza inaudita de su paisaje circundante, el pino y tortuoso trazado de sus viejos barrio, el carácter sobrio de sus gentes, sus noches de luna morisca que se cuela de rondón, embozada de misterios y leyendas, por las callejas de los barrios altos — Zumbajarros, Hospitalico, Peñuelas, Bazo, Reventón, Vicario, Elvín…—, silenciando su cauce argentino el grito colorista y apasionado de geranios y gitanillas, plateando con embrujo desmayado la cal de las esquinas. Calles donde han nacido y vivido jaeneros valiosos que lucharon con denuedo para mejorar la vida de los suyos, que era hacer mejor la propia vida jaenera. Sendas empedradas por las que en cualquier momento pueden aparecer chirris de atezado rostro, o pintureras pastiras de andares desmayados; hombres y mujeres valiosos de esta noble tierra, con la mirada cargada de amor, ternura y añoranza, pues pese a trabajar y vivir en el nuevo y extendido Jaén de la planicie, nunca olvidan su infancia transcurrida junto a los roquedales coronados por la blanca cruz; aquellos lugares que han marcado su vida y decantado sus sueños mejores.
Ni un solo día debe pasar sin que un jaenero se plante, como una encina añosa de raíces fecundas, frente a la fachada de nuestra catedral. A cualquier hora del día. Amaneciendo cuando parece que la aurora plantara sus claros pendones sobre sus torres simétricas. O bajo la luz radiante del ángelus, en plena profusión solar, elevando una plegaria a la Asunción de María a la que está consagrada. O al atardecer, en el instante mágico en que la roca venerable de su fachada toma el color de la carne cruda, mientras destilan los ángeles un zumo de naranja generoso por un poniente de cielo y roca. O cuando se hace ascua de luz, lucero radiante en medio de las sombras, para atraer a todos los corazones desde cualquier punto del paisaje quebrado de la ciudad. Y allí, en cada momento, en silencio amoroso, quedar ligado a ella, en unión mística y cordial, formando parte viva de tan singular prodigio, enseña del Jaén de nuestros amores. Porque en su belleza, armonía y grandeza, estamos contenidos nosotros también; nuestra vida y sueños mejores. Allí está Jaén, por eso al elevar la vista a tal prodigio parece que ya estuviéramos en el paraíso jaenero , si es que no lo hubiéramos alcanzado mucho antes.
Nosotros, los habitantes de esta tierra, sabemos que tenemos un tesoro. Otros, por el contrario, están tardando bastante en reconocerlo. Que Dios les conceda la lucidez precisa y haga caer las escamas de sus ojos. Entonces verán la luz.