A Julia y Natalia
Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Después de tanto tiempo, allí estaba la estatua de Hasday Ibn Shaprut. Había costado poner de acuerdo a las instituciones del viejo Jaén sobre el lugar donde debía de ubicarse: todas querían tener cerca al gran médico y humanista jaenés, el gran judío sefardí, cortesano brillante e influyente de los califas de Córdoba. Por fin la judería de Jaén culminaba su mayor anhelo.
La estrechura de las calles, la coquetería de sus plazuelas y la hermosura de sus adarves fascinaban a la joven Julia. Desde muy pequeña recorría junto a su padre las piedras y adoquines de la judería: le habían hablado de la belleza de los huertos enclaustrados entre las casonas, donde las flores crecían, junto con gran variedad de árboles, mirando al lienzo azul del creador; de las fuentes claras y limpias conectadas al raudal de la Magdalena descendían cascadas del preciado líquido. El agua de este manantial regaba también las huertas que, en el tiempo de las tres culturas, existían a extramuros: allá adonde los ojos de la puerta de los Caños miraban, una de las tres puertas que anunciaban la entrada a la idolatrada aljama.
Julia imaginaba el ajetreo de los Baños Árabes, en los que judíos y musulmanes se turnaban en armonía para gozar del baño reparador. Su mente viajaba, igual que el Sol a lomos del crepúsculo, a la estrechura de las calles, al rubor y frescor del agua derramándose entre las fuentes de los palacios, a las anochecidas celestes en las que el rabino reunía en torno a la mesa a su inmensa familia y rezaba al Señor de sus antepasados.
Estos paseos anunciaban en el alma de la joven su deseo de conocer a fondo la historia de la cultura judía. La llama del conocimiento, del saber, prendía sublime en el corazón de Julia. Se consideraba una descendiente legítima del legado Sefardí.
La amanecida comenzaba a asomar por el este. El monte Almadén, sorprendido por el Sol invictus, cayó rendido y con calma entregaba sus nieves a los valles cercanos. La primavera pronto llegaría y el caudal de vida y esperanza retornaba con inmensa alegría.
Julia despertó. Era sábado. Su ordinario paseo por el viejo Jaén iba a ser extraordinario. Ella ciertamente no lo sabía. Salió con celeridad de su casa y decidió acercarse a la archiconocida casa de Saprut, situada al lado de la fuente de la Magdalena. De ahí, según la leyenda, salió el famoso Lagarto de Jaén. La casa, aún guardaba su fisionomía judía. El encanto de su piedra encandilaba a todos los visitantes, parecía tener alma. Del palacio salía una luz. El inmueble llevaba mucho tiempo cerrado. Julia creyó percibir una presencia a través de una de las ventanas. Algo hizo que su corazón palpitara. Esperó con paciencia, creyendo ver alguna señal, pero esta vez la sensación no se repitió.
Pronto llegó la noche. El ocaso pereció por las sierras cercanas para resucitar en otro lugar. Julia tocaba el piano, interpretaba la famosísima sonata “Claro de Luna” de Beethoven. La joven intérprete tenía el virtuosismo de una diosa. Este año pensaba presentarse al prestigioso Premio de Piano de la ciudad de Jaén. Hacía tiempo que un español no lo ganaba. La escuela rusa, con toda la justicia del mundo, acaparaba la mayoría de los premios.
La sonata conquistaba la noche y las estrellas caían rendidas al sonido perfecto de las teclas del piano. Las finas manos de Julia acariciaban el esqueleto regio del maravilloso instrumento.
La madrugada, fresca y primaveral, invitaba a pasear por el antiguo barrio judío. Julia no se lo pensó, abandonó el piano, y aunque en su alma aún seguían sonando las notas del genio alemán, salió a la calle y aceleró sus pasos hacia la casa del médico. La Luna escoltaba la caminata de la joven. Algo milagroso estaba cerca de ocurrir. La quietud de la plaza y el sonido del viento anunciaban la mágica sorpresa. La niebla de la noche volvía a aparecer, cubría con su fina cortina blanca la portada gótica de la iglesia de la Magdalena y las casas olvidadas del alrededor. La noche era el imperio de un magnífico sueño: del raudal salió la silueta esbelta y verde del lagarto, su piel escamada ardía dorada como las estrellas del cielo y sus patas asaltaban el duermevela de las ramas de los árboles. Julia, sorprendida y confiada ante la aparición, agitó su pulso con gran alegría —pues sabía por su padre que el lagarto se presentaba en ciertas ocasiones a jóvenes amantes y conocedores del Jaén antiguo—. Admiró la soberbia naturaleza del jurásico animal. Sus verdes ojos fueron para ella un signo de la nobleza antigua y fiel del dinosaurio. La chica recordaba cómo el poeta antiguo había sido fiel en la descripción del lagarto. Julia guardaba compulsivamente todos los libros, heredados de su abuelo, que hablaban de las andanzas del verde animal. Se entristecía al pensar que solo había quedado para el pueblo de Jaén la parte mala de la leyenda; la desechó de su mente.
El guardián del Jaén cristiano, árabe y judío condujo a Julia a las entrañas del enclave judío. El tiempo giró rápido y el reloj de la vida transportó a ambos al Jaén del siglo X: las calles sinuosas respiraban las fragancias de los tenderetes; el callejón del gato era un auténtico hervidero de almas que acudían velozmente a la sinagoga: el edificio era el faro que iluminaba el corazón de la judería.
Julia sentía en su piel el aroma puro del barrio judío. El lagarto rozó otra vez las agujas del reloj, giraron en sentido inverso: Julia se encontraba de nuevo, en la plaza de la Magdalena, frente a la casa del sabio Hasday Ibn Shaprut. La joven vio al lagarto desaparecer sigilosamente por el raudal: aún quedaba alguna sorpresa más. Julia lo descubriría a la noche siguiente.
Atravesó la calle Santo Domingo y, en la plaza de los Baños Árabes, creyó ver a alguien con las ropas de un judío del siglo X. La visión desapareció rápidamente. Continuó hasta llegar a casa. El piano seguía sonando. Las teclas se movían sin que nadie las tocara. La sonata le daba la bienvenida. Pronto el manto de la autora cubriría la noche, derramando sus rayos.
Escribir, contar historias, componer poemas, sustraer la belleza de las personas, de la naturaleza, qué bonito oficio. En este arte, el noble era un gran maestro. Su poética supuso el inicio de una magnífica escuela de poesía. Nadie como él describía las pasiones, los lamentos, la melancolía de la humanidad. ¡Ay, la poesía tan hermosa como la música, tan efímera como una puesta de sol, tan liviana como la brisa del mar! Y siempre calmando la conciencia y elevando el ánimo de aquel que la lee, dejando una huella profunda e imperecedera.
Julia admiraba la poesía. Además de una notable intérprete, creaba bellos poemas, adornados con cuestiones sociales, referenciados con símbolos en los que se defendía el pasado oliváceo de la judería de Jaén. Era una joven humanista, enferma de inquietudes, con un ansia a veces peligrosa de aprender. Todos se preguntaban de quién había recibido tan peligrosa herencia.
Faltaba poco otra vez para que llegara la noche. Julia escribía escondida en la penumbra de una luz cautiva. El piano descansaba, pero la música sonaba: el ritual debía de continuar, desde el fondo del tocadiscos —lo había heredado de su abuelo— la sinfonía quinta de Beethoven adquiría vida. Necesitaba un estímulo para acabar el cuento que quince días atrás empezó. El primer movimiento de la quinta empujaba fuerte su imaginación hasta culminar en el final que buscaba para su historia.
La madrugada ya era media. La niebla volvió a asomar. La señal desvelada por el lagarto la noche anterior llegaba. El cuento por fin estaba terminado. Julia salió. La calle Martínez Molina vestía un traje totalmente diferente. Se dirigió a la Plaza de la Magdalena: su nuevo amigo, el Guardián de Jaén, la esperaba en la plaza que algún día llevaría su nombre.
Una luz colgada de un farol alertó los sentidos de los amigos. Venía de la casa del célebre judío, en la puerta del inmueble esperaba la esbelta figura del sabio.
El conocimiento es el balcón para asomarse a Dios. Julia y el jurásico animal atravesaron el umbral de la puerta. Penetraban en el mundo de la sabiduría. Pronto una nueva aurora desplegaría su belleza por el lienzo celestial, pero antes Julia vio cumplido un sueño que nunca llegó a soñar.
La beatitud del médico fascinó a la joven. Una larga barba poblaba su mentón, el cabello de plata y sus manos parecían las de un infante: el gran filósofo había hecho un pacto con la vida.
Enseñó a Julia su biblioteca, mostrándole antiquísimos tratados filosóficos y de medicina; la colección de libros de Ibn Shaprut era fascinante: de música, de poesía, de botánica, de geopolítica…
El sabio rescató desde la hondura de su memoria la juventud perdida y contó a Julia sus hazañas al servicio de la diplomacia de los califas de Córdoba y de cómo salió victorioso de una negociación con un señor feudal de Barcelona. Los ojos del hombre brillaban como la luna y la nostalgia de lo pasado era una flor que se aparecía en el cielo.
Julia asentía complacida. En el fondo de su corazón comenzó a amar a este artista y a toda la cultura que representaba. La conversación se alargó. La chica absorbió todas las enseñanzas que el maestro le dedicó, pues el tiempo detenido no contaba las horas. Y en la lonja del saber la prisa no actuaba de consejera.
A punto de llegar la amanecida, cuando el hechizo se iba a romper, el insigne judío entregó un pergamino a Julia.
Todo volvió a ser como antes, el lagarto y la joven se despidieron. Descendió nuestra amiga por la calle Santo Domingo. En la plaza de los Baños Árabes vio por última vez al mismo hombre: Hasday Ibn Shaprut se despedía de ella, volvía al lado del Creador.
En el escritorio de Julia permanecía el cuento acabado y la quinta de Beethoven había disminuido su frenético ritmo. El pergamino, la dermis del cordero, el conducto que trasmite un mensaje. En su capa se juntan las letras y se convierten en alta literatura, en textos sagrados, en tratados médicos. El mensaje escrito circula entre las gentes, entre los pueblos, en su alma la costumbre, lo consuetudinario se torna norma, aparece el derecho y el mundo salvaje e inexperto se humaniza, aunque, casi siempre, la norma escrita está al servicio del poderoso y no del débil. Julia asomada al balcón de los aplausos esperaba con calma la caída de la tarde. Se acordó de su madre, Natalia, en una forzada cuarentena, en un hotel cercano, contaba los días para volver a abrazar a su hija. El coronavirus se derrotaba, aunque la batalla todavía no estaba ganada. Las golondrinas concentradas en su circular vuelo desaparecieron. La quietud de la noche conquistó las plazuelas y campillejos del viejo Jaén. La joven, otra madrugada más, salió emocionada a buscar el resuello y frescor de las calles de la judería.
En su mente, incrustado como una piedra preciosa, brillaba el mensaje de Shaprut, la clave para desvelar un secreto tan antiguo como el tiempo.
En la plaza de los Huérfanos, cerca de la puerta de Baeza, se iba a producir el último milagro. Julia recitó la plegaria, produciéndose la transformación: la plaza recuperó su belleza judía y, en la misma, las casas de nobles judíos con sus huertos la rodeaban. De una casona abandonada se abrió una enorme grieta, una cueva descendía desde la roca, y desde su interior una joven cautiva salió a la superficie. El tesoro tantas veces buscado siguió para siempre en el fondo de la gruta. Julia liberó a la mujer.
Desde los tiempos del medievo, circulaba en Jaén, la leyenda de la bella adolescente que quedó atrapada en el interior de un palacio, la joven vio como dos campesinos elevaban una oración al azul cielo y en un impulso de tiempo la piedra de la mansión se abrió; penetrando los dos amigos, saliendo después con dos sacos de oro. La muchacha memorizó el rezo, y a la mañana siguiente fue con su madre a rescatar el tesoro; pero regocijándose en su suerte la gruta se cerró. La cueva solo podría abrirse desde fuera, ella era la única que conocía el texto secreto.
La plegaria volvió a sonar, la plaza recuperó su aspecto actual, las casas nobles con sus frondosos huertos desaparecieron quedando solo en la memoria de Julia.
Foto: El gran médico y humanista jaenés Hasday Ibn Shaprut, muy presente en la Judería de Jaén, donde una estatua lo recuerda.