Serena y radiante tarde de noviembre —en la apacible calidez de un veranillo de san Martín prolongado e inusual—, que ocupo en rememorar mi viaje de novios a las Islas Canarias. Un ciclón de recuerdos se ha abatido sobre mi mente al oír una isa de los Sabandeños que me ha hecho viajar en el tiempo, de inmediato. Recordar es volver a vivir; revivir, restaurar lo vivido.
La pieza se llama: “De la Esperanza a Taganana”, y en ella se habla, entre otras cosas, de la devoción hacia la Virgen de las Nieves que tiene su santuario en ese pueblito situado al noreste de la isla de Tenerife; blanco e ingrávido caserío sedente en unos verdes abismos que se desploman, en cortante y vertiginoso voladero, sobre las dilatadas aguas atlánticas. Tuve ocasión de visitar este paraje a principios de octubre de 1975. En aquellos días posnupciales alquilamos un Volkswagen escarabajo, rojo, descapotable, junto a otro matrimonio maño —que estrenaba, como nosotros, estado civil—, al que habíamos conocido en el avión, y con el que sintonizamos de inmediato, lo cual suele suceder en ocasiones especiales, pues lo semejante atrae a su entorno a lo semejante, ley que pocas veces deja de cumplirse. Eran de Tauste, a la vera del Ebro, un pueblo agrícola y ganadero situado junto a Gallur, el terruño donde nació mi abuelo materno. Habíamos decidido compartir un recorrido minucioso de la isla tinerfeña. Por eso optamos por hacerlo a nuestro aire, sin testigos, paso a paso, rincón a rincón, lejos de la impersonalidad, gregaria y limitante, de los grupos turísticos, lo que constituyó una experiencia inolvidable para el cuarteto.
Estoy sentado en el ordenador tras haber tomado algunas notas a mano en el jardín, y no tengo un tema claro para componer el artículo que deseo iniciar. No sé de qué escribir. Me inclino, como en algunas ocasiones, por obrar al albur; ir anotando lo que se me vaya ocurriendo, ya ligaré más tarde los temas abordados, empresa en la que no me desenvuelvo mal, lo reconozco. Pero acaba de surgir el tema porque, mientras diseño la página de word comienzan de nuevo su canto los Sabandeños, y fluye en la memoria, como un torrente de montaña en primavera, la gozosa evocación de aquellos paisajes verdinegros, lujuriosos de vegetación, tallados por una colosal geología volcánica, de la que está tapizado todo el solar que fuera de los guanches; tribus de origen bereber que se habían aposentado en estas islas desde muchos siglos antes de la llegada de los modernos europeos —ya fueron visitadas por romanos y griegos—, y de la definitiva conquista española de 1496.
CANTAN LOS SABANDEÑOS
Y “disen” que sabes coser, y “disen” que sabes bordar, me “hisiste” tú los “calsonsillos”, con lo de “alante patrás”, y “disen” que sabes coser, y “disen” que sabes bordar…
Así comienza la vibrante isa, que entona el enjundioso grupo musical isleño, con ese su dialecto dulzón y eufónico, seseante, aspirador de la j, la s, y la h, pero con acento cercano y deleitoso, que usan los canarios, y del que tanto disfruté en otro tiempo, pues en mi época de estudiante en Granada, nos relacionamos con un grupo de ellos que vivían en un piso del mismo bloque de la calle Dr. Olóriz. Personas apacibles, llanas y abiertas, obsequiosas y atentas, amantes de la tranquilidad y de la música. Poseían la mayoría de ellos voces de tenor, barítono y bajo muy relevantes y armoniosas. Profesaban una tendencia tenaz hacia las rondas nocturnas junto a las ventanas del comedor de la residencia de enfermeras del cercano Hospital Clínico, donde se apiñaban tras los barrotes que daban a la noche granadina, gélido y tintineante vivero de estrellas, una colorista algazara de muchachas en flor, luciendo sus batas de estar en casa y sus más bellas sonrisas, entre las que bullía la que es todavía, después de cuarenta y ocho años de relación, mi primera mujer.
Pero además, eran amigos de desenfadadas y eternas francachelas, regadas de buen güisqui que traían consigo del archipiélago a precio de saldo, porque en las islas este elixir escocés era por entonces más barato que el agua, así como diversas marcas de tabaco rubio americano —¡aquel Chester sin boquilla!, o el recordado Camel de tan precioso diseño en su cajetilla—, que compartíamos o cambiábamos con ellos por otros productos, o mercedes diversas. Los recuerdo con cariño: Jose Ángel Sosa, “Palmero”, natural de el municipio de El Paso, en la isla de la Palma, alto y corpulento; un coloso, bigotudo y compacto, que tocaba muy bien la guitarra y tenía una hermosa voz para cantar isas y folías de su tierra querida, causando estragos sus armoniosos gorjeos entre el gineceo. Estudió Medicina y ha sido ginecólogo en Tenerife. Teo, un personaje curioso que llevaba incontables años cursando medicina —nadie, ni siquiera su biógrafo, podría asegurar cuántos—, jugaba a baloncesto conmigo en la pista de los Maristas granadinos, en el Carril del Picón, trasegaba todo tipo de licores como un cosaco con baja del médico de cabecera, además de ser un melómano empedernido. Ernesto Lecuona, de idéntico nombre al compositor cubano, o Enrique Viejo, pequeño y robusto personaje, que ocupaba parte de su jornada haciendo culturismo casero.
“Con tu manta esperancera te vi salir de tu casa…”
Prosigue el encendido canto haciendo alusión a la prenda de abrigo que usan los naturales de las islas en los días crudos de invierno, que también los hay. Es La Esperanza un pueblecito situado junto a La Laguna, a veinte km. del citado santuario. Un lugar de ensueño cobijado entre un paisaje delicioso cuya vegetación es capaz de cambiar de improviso en tan solo unos centenares de metros. Y así pueden verse en el camino romero, cardones, mato blanco, dragos, tabaibas, tarajales, o la grácil palmera canaria, la Phoenix canariensis, la misma que tapizó, en un corro inolvidable, que yace estampado en mis adentros como si fuera sello indeleble, el solar de mi amada e idolatrada Plaza de las Palmeras; sagrado recinto donde se consumó mi venida a este mundo en una serena noche abrileña; santuario del amor y la pasión.
Esta zona tinerfeña está plagada de endemismos que no pueden descubrirse en ningún otro lugar de la geografía española. Por no hablar de la rica variedad del bosque de laurisilva que se extiende por el Monte de las Vueltas, en los alrededores de Taganana. Recuerdo cabalgar, en nuestro vistoso coche color cereza, por las infinitas revueltas que conducían desde Santa Cruz hasta este lugar paradisíaco, en una senda que no era demasiado cómoda de recorrer. La belleza de las vistas, junto a picachos de aguja cercanos a los mil metros, y el quebrado y agudo relieve despeñándose hacia un mar, azulenco, sin límites, florecido de espuma y de innumerables rompientes, producía un estremecimiento inapelable; como un vértigo de intenso placer que aún no he podido olvidar.
Y llevabas una ñamera caminito de Guamasa…
Canta el grupo canario esta estrofa que hacía alusión a la vistosa colocasia de la zona, planta de hojas grandes que transportaba la aludida camino del barrio de La Laguna, la ciudad universitaria que encierra en su urbanismo toda la esencia colonial urbana y la grandiosidad paisajística de estos parajes de fantasía de los que muchas veces, por la distancia, nos olvidamos, como si no pertenecieran a nuestra patria, considerándolos tan solo un destino turístico exótico, cuando son una parte íntima, valiosa, bellísima, querida, de nuestra nación española —esa tan vilipendiada por una legión de mezquinos, zotes y analfabetos de este tiempo—, pero que a la mayoría nos hace sentirnos orgullosos de llamarla ¡madre!, y nos conmueven su himno, su bandera, sus paisajes diversos, sus gentes y su historia, fecunda a veces, desgarrada otras, pero que nos pertenece, y a la que no debemos renunciar, sino aprender con serenidad de sus lecciones. Pero nunca renunciar a ella, ni tener la cobardía de cerrar nuestra boca cuando quieran arrebatárnosla los bárbaros iletrados, los mezquinos resentidos que pululan, como enjambres de furioso zumbido, por la piel de toro en estas primeras décadas del siglo. Además, aquellos canarios con los que compartí años universitarios, más muchos otros que he conocido a lo largo de mi vida, se sienten profundamente españoles, pese a lamentables y amargos olvidos de los peninsulares hacia aquella tierra de ensueño, y a sus gentes de bien.
LA VIRGEN DE LAS NIEVES
Ahora se repite la jocosa estrofa:
Y “disen” que sabes coser, y “disen” que sabes bordar…
Una sonrisa aflora en mi rostro al imaginar la prenda íntima del androceo puesta del revés, impidiendo inaplazables urgencias mingitorias. Mi recuerdo vuela presuroso hasta aquella plazuela de Taganana, colmada de brisas tibias y horizontes eternos, donde se asienta la sencilla ermita de la Virgen de las Nieves, devoción y amor del pueblo tagananero. El día tres de agosto sale la Virgen de su camarín y se muestra, con su ropa de fiesta, al gentío que ha venido desde lugares lejanos, siendo el día cinco la procesión por las calles del pueblo. Ahora es cuando el solista con una deliciosa voz de barítono canta versos de amor de una manera que me rompe el alma y la deshace en menudos pétalos de rosas de pasión:
Virgencita de las Nieves, tagananera, tagananera…tagananera preciosa, ahí te va mi corazón, porque no tengo, porque no tengo otra cosa…
Y al oír esta encendida plegaria recuerdo como si fuera ayer, la estampa de los cuatro jóvenes recién casados sentados en los bancos de la plazuela tras haber visitado la ermita, mientras compartíamos, como necesario tentempié, algunas de las delicadas golosinas adquiridas en los supermercados del Puerto de la Cruz, de las que habíamos hecho acopio para evitar las posibles lipotimias del trayecto, acariciados por la inexpresable tibieza del aire y el perfume raro, exótico, para nuestro olfato peninsular, de aromas y fragancias desconocidas provenientes de las plantas circundantes, de la tierra madre, del mar azul, y de los fogones de cocinas hogareñas, pues cada enclave de la geografía huele de una manera peculiar que le da carácter y modela para siempre los recuerdos.
TENERIFE ISLA HERMOSA
Desde entonces le tomé un inmenso cariño a las islas. Muchas veces me intereso por los problemas tinerfeños. Este verano, a orillas del mar cálido murciano, leí las declaraciones del Presidente de la Asociación de Vecinos de Taganana y sus pedanías, Luján González, reclamando una municipalidad propia para esta villa, que en su día la ostentó sin depender de Santa Cruz de Tenerife, como lo hace en este momento. Al mismo tiempo se lamenta, y cito palabras textuales suyas: “Ahora mismo pertenecemos a la España despoblada, aunque eso parece que solo pueda ocurrir en localidades de la Península…». Por otra parte lamenta las malas comunicaciones con el resto de la isla, y la falta de múltiples servicios que los quinientos habitantes de esta bellísima zona merecerían tener, pues es un verdadero paraíso circundado de bosques de palmeras, cañeras, orovales, vegetación de árboles frutales, pero también de huertas abandonadas, solares decrépitos y casas viejas que hablan de una dolorosa incuria por parte de los responsables municipales.
¡Tenerife! Isla de la belleza perpetua. Jardín del Edén. Dulce oasis entre aguas saladas. Lugar soñado. Venero de pasiones. La Nivaria romana. ¡Cuánto daría por estar un año en agosto en la romería de la virgencita serrana, junto a los riscos volcánicos de basalto, traquita y fonolita, para compartir con los romeros la alegría festera. Contemplarlas a ellas, luciendo la belleza proverbial, delicada, inefable, de la mujer canaria, seguir el grácil y desmayado contoneo de sus pasos armoniosos de leve muselina, gozar con su acento conmovedor, dulce como un chorro de miel recién extraída de la colmena, deleitarme al verlas ataviadas con sus faldas de telar, rojas o negras, con tiras de colores, enaguas bordadas, delantal encintado, camisa recubierta de un corpiño, rojo o negro, revestida la cabeza de sombrero con pañuelo, y la manta esperancera para los días desapacibles. Contemplarlos a ellos luciendo polainas de lino bordadas, pantalón de lana negro, fajín rojo y camisa de algodón blanca bordada. Chaleco de lana y sombrero negro de ala corta.
Y así compartir con los romeros la devoción a la virgen, las lágrimas furtivas, los cantos religiosos y populares, el amor que profesan, sin fisuras, por la tierra amada, ese que nunca pesa, aunque se lleve a cuestas desde siglos antes de nacer, y degustar la comida típica de esos días de devoción y alegría, siempre a base de productos de la zona: como el plato fuerte y típico de la fiesta romera que es la Carne Cabra, guisada con tomates, cebolla, limones, vino blanco y tinto, almendras, laurel, cominos, orégano, aceite de oliva, pimienta… acompañada de papas arrugadas, mojo picón, y una buena pelota de gofio, completada tamaña exquisitez por peras y duraznos, todo ello acompañado del vino tinto de la zona, que no es nada despreciable de sabor y aroma, para rematar con rosquetes de almíbar de la zona, bollitos de batata, y una copita de aguardiente.
EL GOFIO CANARIO
Y termina la isa con unas estrofas cuajadas de gracia y vitalidad
Un lebrillo gofio me comí, fue tanta la “sede” que me dio, que una pipa de agua me bebí, y de vino tinto, un garrafón…
Me vienen al pensamiento las bolas de gofio que nos hacían probar nuestros compañeros estudiantes canarios, lo que hacíamos, en un principio, con cierta prevención, pero tras mojarlo en leche, a mí por lo menos llegó a gustarme, aunque todos preferíamos los tejeringos granadinos, gruesos, crujientes, oleosos…, que despachaban en un quiosco situado junto a la puerta de la cercana Residencia Sanitaria, masa frita que los isleños devoraban con una sorprendente avidez, acompañada de cierto bizqueo de ojos y confortable tiritona de satisfacción.
El gofio es el alimento canario por excelencia —ya lo usaban los pueblos prehispánicos—, obtenido del tueste de harina de trigo y maíz, al que ellos llaman millo, que se suele añadir a la leche, o usarlos en guisos, e incluso consumirlo como si fuera pan. Aquellos compañeros recordados lo mezclaban con todo tipo de condumios, ¡hasta con huevos fritos!, ante nuestra absoluta perplejidad, aunque yo, que considero a los huevos como un selecto manjar, desde mi más tierna infancia, por cuanto siempre los he tenido situados en lo alto de un pedestal —me refiero, claro está, a los de gallina, no a mis pertenencias —, los prefería, y prefiero, mezclados con medio kilo de patatas criadas en altura, fritas, con arte, a lo pobre, aderezadas más tarde con chorizo jaenero, de receta antigua, y morcilla de Graná. Y, quizá, con el glauco toque de unos pimientos fritos para suavizar el agresivo tono rojinegro de la matanza. Ahora al recordar esta verdadera ambrosía, el bizqueo se hace estrabismo perpetuo.
ME HE OLVIDADO DE JAÉN
¡Islas Canarias…! Sin embargo, acabo de caer en la cuenta de que no he dicho una palabra sobre Jaén, en un artículo que va a ser publicado en el magnífico blog de Antonio Garrido, concebido por y para la ciudad. Es imperdonable. Pero, ¿qué puedo decir en pleno confinamiento perimetral? Lo resumiré cuanto pueda. No me dejan pasar el Portichuelo para acceder a mi ciudad natal, yo que vivo a ocho km.de su casco urbano. Y la echo de menos en el alma. Estoy harto de pandemia, de engaños, de confusión, de política partidista, en tiempos tan duros. Harto de personajes sectarios, macarras, chulescos. Harto de hipocresías, de tontos útiles, de malvados, de borregos. Estoy herido por la enfermedad, o muerte en algún caso, de amigos y conocidos, por la ruina de tantos…
Quiero que esto termine de una vez, y poder estar en mi Jaén cada mañana. Tirarme de la cama con la ilusión de visitarla. Madrugar más que nunca, si eso en mí fuera posible, yo que despierto a los gallos para ponerlos a cantar en su afónico orfeón del alba. Tomar un café bebido pensando en los tallos crujientes de la calle Espartería, a los que se debe siempre hacer un hueco. Aparcar a la entrada, caminar con paso vivo sin haber amanecido aún, detenerme junto al convento de las Bernardas para admirar la armonía de su sencilla espadaña, bajar la mirada con respeto y tan solo elevarla en la esquina de los antiguos bomberos para quedarme embobado, boquiabierto, sin habla ni hálito de vida, ante la belleza inexpresable de la Catedral de mi Jaén, que es obra del espíritu, por eso es inmortal e imperecedera su hermosura, su profundo significado divino y humano para los jaeneros. Plantarme ante la Puerta del Perdón, y soñar que salgo de ella vestido de nazareno blanquinegro de la Buena Muerte de Cristo, contemplar la fachada desde todas las perspectivas posibles, mientras un azul indescriptible se perfile por los cielos junto a la dorada piedra, con Venus como juez de paz de la escena. Abrazarme a mis amigos mejores, compartir con ellos momentos que no se olvidan. Y enamorarme de nuevo, apasionadamente, de la tierra en que nací. Porque hoy he contado el agradecido y vibrante amor que siente el canario por su patria isleña circundada de azules marinos, pletórica de cálida hermosura, pero también podría hablar de mi pasión por mi ciudad, tallada en olivo y roca, a la que no podré dejar de querer, mientras tenga un átomo de vida circulando por la sangre y las entrañas. Hablaré de eso otro día. Hoy me quedo envuelto en las nubes que acarician la cima del altivo Teide, la máxima cumbre de España. Conservaré en el alma el recuerdo del rostro sencillo de la virgencita serrana tinerfeña, de las Nieves Perpetuas, cantada y venerada con pasión por los tagananeros, pues saben que en su seno, purísimo como una azucena, floreció la semilla divina para dar sentido a nuestra existencia. Pongo fin al artículo, apago el ordenador mientras canto:
Virgencita de las Nieves, tagananera, tagananera, tagananera preciosa…
Es en este momento cuando creo ver sonreír levemente a la Virgen de la Capilla, en su camarín de san Ildefonso, al ver que la llamo con este nombre, que también es suyo.
Foto: Taganana, pueblecito tinerfeño donde se encuentra el santuario de la Virgen de las Nieves.
PS Si algún lector quisiera escuchar, y creo que merece la pena, el audio de la isa canaria que me ha hecho remover tanto recuerdo, y escribir este artículo, aquí dejo el link correspondiente: https://www.youtube.com/watch?v=qws_RV-j-jg