La reciente aprobación por el Gobierno del Ingreso Mínimo Vital ha generado una amplia polémica centrada más en las claves relativas a su normativa y a los requisitos necesarios para acceder a su cobro, que en la idoneidad de su aplicación, ya que en torno al 70% de los consultados respaldaban la implementación de esta medida, según una encuesta publicada este fin de semana por un diario nacional.
Diferentes argumentos, suficientemente razonables, avalan ese resultado en base a las especiales secuelas que la actual crisis ha afectado, de una forma contundente, a una parte de la población, cuyos ingresos, ya de por sí escasos, se han visto mermados o están incluso en riesgo de desaparecer, bien afectados por los ERTEs presentados por sus empresas, o por la pérdida de sus trabajos por el cese definitivo de la actividad de las mismas. Por otro lado, aparte de evitar el desamparo de este sector y prevenir y consolidar grupos de pobreza, esta medida contribuye a facilitar la inclusión y cohesión social e, incluso, a reducir la desigualdad y, en el aspecto puramente económico, alimenta la actividad económica, ya que hasta 850.000 hogares pueden disponer de una renta mensual que, obviamente, debe redundar en el consumo, si bien se advierte que puede contribuir a incrementar la economía sumergida.
Sin embargo, como señalaba anteriormente, la controversia se ha desplazado, con mayor intensidad, a la regulación preceptiva de los requisitos que los solicitantes deben reunir para poder solicitar y acceder de hecho a este subsidio. Con independencia de esas condiciones necesarias exigidas por este Decreto Ley, existen otro tipo de consideraciones que son argumentadas para evitar que esta ayuda se convierta en una forma de subsidiar la pobreza, colaborando a perpetuarla en lugar de reducir los incentivos perversos, y contribuir a incrementar la dependencia del Estado de una parte de la ciudadanía y crear o consolidar redes clientelares ya existentes.
Otras opiniones emitidas por diferentes instancias y asociaciones se centran en el carácter temporal que debe conllevar este tipo de prestaciones, especialmente, porque su objetivo es contrarrestar los efectos indeseados que muchas familias están sufriendo, en este concreto período, que corren el riesgo de incrementar de forma alarmante el crecimiento de la desigualdad.
De otro lado, otras consideraciones abogan por la necesidad de encadenar la concesión de estos auxilios a la exigencia de la búsqueda de empleo, a un reciclaje formativo, o exigir prestaciones sociales a los beneficiarios de tal forma que comprendan que no se trata de una limosna social. Igualmente, se insiste en que las peticiones de los posibles beneficiarios deben ser sometidas a un exhaustivo examen, tanto de sus condiciones personales y familiares como de su posición laboral y fiscal, o de otros aspectos que puedan ser utilizados de forma fraudulenta para conseguirlas o, incluso, para evitar posibles duplicidades.
Aunque este beneficio está extendido por numerosos países de Europa, especialmente dirigido, en algunos estados, a investigar la posibilidad de adoptar una Renta Básica Universal, los resultados obtenidos han disuadido a sus mentores de hacerla vitalicia, ya que se ha comprobado que este tipo de ayudas no ha servido para reducir el número de personas que buscaban un empleo, lo que, en realidad quiere decir, que si se extendieran estas ayudas de forma permanente contribuiría a consolidar y a estimular las bolsas de ciudadanos que optarían definitivamente por esta forma de conseguir los recursos necesarios para su subsistencia.