Por JAVIER LÓPEZ / Entré en pánico en el Mercadona. Hasta el mediodía viví el apagón con la mezcla de estoicismo y chulería con que afronto las situaciones extremas, pero al entrar en los dominios de Juan Roig me contagié de la histeria colectiva. O tal vez el pangolín, la zona cero de la histeria, era yo. Sea como fuere de esa pérdida de tranquilidad proviene que en mi frigorífico acampen ahora a la vez la Albufera y Los Pedroches: a ver para qué quiero cinco kilos de naranjas y veinte yogures.
A la invasión de los cítricos y de los lácteos en los lineales de mi nevera hay que añadir como novedades derivadas del apagón tres latas (dos de lentejas con chorizo y una albóndigas) un bizcocho de yogur, una docena de botella de agua, tres barras, dos molletes, un par de bananas, una bolsa grande de pan de molde, cuatro berlinas de chocolate, dos envases de jamón cocido, uno de crema de calabacín Starlux y medio kilo de mortadela siciliana. ¿Capisci?
Ni que decir tiene que la mitad de esta compra compulsiva acabará en estómagos ajenos en el mejor de los casos. Entre otras cosas porque la base de mi pirámide alimenticia se apuntala con legumbres, verduras, carnes rojas y nueces. Y ni que decir tiene que si un ciberataque ruso o la pérdida casual de 15 gigavatios nos deja otra vez sin energía eléctrica no seré yo el que pase por caja en el supermercado de referencia. O tal vez sí: a veces me gusta vivir al límite.
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