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Por JANA SUÁREZ / Tengo un quemador que es mucho más que un aromatizador o un objeto decorativo, digo esto, porque en ocasiones pareciera tener vida propia, es encender su vela y regalarme las imágenes maravillosas que entre luces y sombras es capaz de recrear, siempre dependiendo de mi estado de ánimo. Cierto es, que mirarlo y respirarlo, me da una paz infinita, si eso se acompaña de una música adecuada, de esas que también nos dicen mucho, soy capaz de pasar un par de horas simplemente imaginando que es aquello que el quemador refleja. Quiero contaros esta pequeña historia porque a pesar de tenerlo hace tantos años, nunca me había hecho ver de forma tan clara la bondad y la maldad del ser humano.
Hacía una tarde muy fría, volví a casa con la intención de tomar algo calentito y ponerme a leer algo que tenía pendiente. Puse la calefacción, prendí la vela del quemador, me descalcé y me dio la sensación que el mundo se paraba en ese momento, todo era paz, templanza y armonía en mi casa, eso sí, mi perro después de estar solo varias horas, me pedía insistentemente juegos y caricias, se las di sin dudarlo y mansamente se tumbó a mis pies. Pensé un momento qué afortunada era, cuánta tranquilidad y compañía me daba a cambio de unas caricias y sin más dilación me dispuse a retomar la lectura que dejé días atrás.


La luz era la apropiada para la lectura, la música sonaba melancólica en exceso, pero algo me hizo bajar dos puntos de luz y mirar aquella pared donde se reflejaban las sombras de mi quemador.
Veía unas montañas que incluso podía dibujar con la yema de mi dedo, un gran prado verde en su falda y muchos niños correteando entre arbustos, pensé que jugaban al escondite alegres y bulliciosos. Creí ver incluso un pequeño gazapo huir asustado. Pero rápidamente cambió el paisaje y ya mis dedos no podían dibujar ninguna silueta porque todo ocurría demasiado deprisa, no corrían los niños, no estaban alegres ni jugaban felices, apenas unos lamentos ahogados por el llanto llegaban a mis oídos y los impactos demoledores de algo que brillaba y hacía un ruido estruendoso no muy lejos de donde esos pequeños estaban. Adultos y niños de todas las edades, mis ojos se detenían en las atroces heridas de esos niños inocentes, en sus ojos tristes, en sus caras sucias por tantas lágrimas derramadas, en el dolor que sentían, en la soledad y tristeza que les rodeaba, en su inocencia, en el terror que están viviendo. Me sentí tan culpable por no poder consolarlos, por no poder secar esas lágrimas y atenuar ese dolor, por no poder proporcionarles un poco de calor…
No quise ver más, no podía con tanto dolor, con tanta injusticia, con tanta destrucción, con tanta masacre.
Ni encuentro el signo de interrogación, pero de verdad… ¿no podemos hacer nada? ¿no podemos? ¿podemos dormir tranquilos con lo que pasa en tantos países?
Afortunados nosotros que tenemos salud, calor y pan, pero otros no tienen más que sufrimiento por los “intereses creados” de unos países contra otros.
Sí, lo he visto y oído siempre, pero nunca como en esta ocasión, porque yo era la niña que jugaba feliz y la niña que lloraba, una imagen creada por las sombras de un quemador me ha hecho ver la injusticia de este cochino mundo de cerca como nunca antes…
¿NOS QUEDA SÓLO DAR UN DONATIVO O ASOCIARNOS A UNA ONG? ¿En serio?…

¡Feliz Navidad a TODOS!

Jana Suárez

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