Circulaban rumores insistentes sobre el particular, pero confiaba en que no fueran ciertos. Por eso la noticia me ha dañado sobremanera. Han cerrado el Manila. No conozco los motivos de su clausura. Tampoco sé si sus dueños han vendido el local, rendidos ante una buena oferta, o simplemente es que Pedro y Antonio se han hastiado de regentar el negocio que heredaron de su padre, un barman de la vieja escuela jaenera con cavernosa voz de tormenta —“pasen señores, al fondo de la barra, hay sitio”—, conocimiento del oficio y corazón de león, que situó a la tradicional cafetería de nuestra Calle Maestra en lugar de encuentro cordial para muchos jaeneros, en foco de tertulias diversas, en holganza dominical de familias al completo, en abrevadero del espíritu en morosas y nostálgicas tardes otoñales de tenaces aguaceros, en terraza de encajonadas corrientes de aire fresco, donde era un placer estival sentarse bajo los toldos para degustar una helada cerveza “el Alcázar”, dedicando tiempo al aburrimiento… con lo difícil que ha sido para mí la empresa de estar aburrido, un solo instante, a lo largo de la vida.
Han cerrado el local de mis preferencias en cuyo recinto era siempre un delirio para los sentidos, saborear los mistéricos recovecos del espacio-tiempo; intuir que, estremecido y sedente, hollabas con tu presencia una arteria de arraigada historia jaenera, por cuyo pavimento han resonado los pasos de muchas generaciones de nacidos en esta tierra querida. Rememorar los versos en ritmo de seguidilla popular, que hablan del caminar garboso de algún apuesto militar por cuyas entretelas suspiraba más de una mocita garrida de la tierra: “ Por la calle Maestra /pasa un teniente/ se las da de bonito / y de valiente. / ¡Jesús qué pena!/ que “le habla” a Aurorita / García Requena…”, que cuentan los amores del bizarro oficial con la hermana del insigne periodista, director de “La Regeneración” en los estertores del siglo XIX, Ricardo García Requena, nacido en esta calle, hombre de genio sin igual y de carácter personalísimo, pues era capaz hasta de dormirse en los discursos inaugurales de los homenajes a su persona. Cerraron el Manila, ese acogedor oasis, paraíso jaenero cuyas aguas mansas te permitían vagar por los campos infinitos del espíritu en ensoñaciones diversas a la sombra protectora de la mole catedralicia.
Llegó el estío precediendo a la canícula. Hace unos días ocurrió el fenómeno astronómico del solsticio de verano, el día de más luz del año. A las quince horas y cincuenta y cuatro y veinticuatro minutos del día veintiuno, comenzó oficialmente la estación veraniega en el Hemisferio Norte, tras una semana de vientos preñados de frescor que nos prepararon para el primer embate cálido, cuyos pregones primerizos ya resuenan en lontananza, mientras escribo este epicedio a la muerte, aunque anunciada no por ello menos dolorosa, de una cafetería entrañable de mi Jaén.
En esta fecha mágica, cada año, alrededor del 21 de junio, entra el sol en el signo de Cáncer, siendo el período de más insolación terrestre en nuestro hemisferio boreal. Nuestra estrella tiene su máxima altura sobre el horizonte. Esa noche del solsticio es la más corta del año; se puso el sol a las veintiuna horas y cuarenta y nueve minutos —es demencial el adelanto de dos horas que llevamos por estos lares—, para aparecer, al día siguiente sobre las seis horas y cuarenta y cinco minutos. Descontando por tanto las fases de crepúsculo y alborada, este día tuvo tan solo siete horas de cerrada oscuridad.
El solsticio de verano ha sido en todas las culturas fecha simbólica, preñada de misterio y expectación. Los pueblos paganos de la antigüedad celebraban esta jornada como la victoria de la luz sobre las sombras, del día sobre la noche, y lo hacían con toda pompa y boato, empleando para ello ritos variados que aún perviven en muchas de nuestras tradiciones culturales españolas, como las famosas Hogueras de San Juan alicantinas, y en alguna fiesta de nuestra geografía provincial, como la singular noche cazorleña de la “Tragantía”.
El cristianismo solapó estas antiguas conmemoraciones, que se pierden en la noche de los tiempos, con la celebración del día de Juan el Bautista, con el claro simbolismo del hombre austero, profeta del Ungido, precursor de la luz y de la vida, que bautizara a su primo, Jesús de Nazaret, en el Jordán, preludio de su vida pública por tierras de Galilea y Judea. Aunque mucho me temo que este santo no esté bien visto en estas calendas por ciertas mentes eclesiales, pues, para ellos, habría mucho que discernir en sus denuncias de la conducta inapropiada de un Herodes amancebado con la mujer de su hermano. Estos son tiempos de tolerancia sin límites y adulteraciones solapadas de muchas verdades de fe. Por eso Juan, el Bautista, voz del que clama en el desierto, pese a su parentesco con Nuestro Señor a quien bautizara – ¡proselitismo puro!, cuentan —, no es suficientemente avanzado, moderno, progresista, para despertar simpatía en ciertos ambientes clericales, sinodales y apegados al mundo, hoy dominantes, pues predicaba austeridad ante el hedonismo, esfuerzo frente a la molicie, normas claras frente al relativismo. Poco duraría su discurso en este tiempo. Ni tan siquiera le cortarían la cabeza. Facebook se encargaría de todo. O bien lo colocarían como atracción circense en cualquier cadena televisiva.
Solsticio de verano al que atienden también los cabañuelistas basándose en vetustos pronósticos que lo proclamaban como una de las llaves anunciadoras del año, por lo que había que observar el viento que corría en este hito astronómico para barruntar el tiempo que vendría más tarde. En Andalucía se dice que: “el viento que corra por San Juan, todo el año reinará.” De este hecho existe constancia escrita en antiquísimos calendarios andalusíes, e incluso en tradiciones bereberes anteriores a la conquista de nuestra tierra por los árabes, favorecida por la decadencia del reino toledano.
Otras antiguas tradiciones, de estudiosos meteorognómicos, hablan de la observación del día de san Pedro y san Pablo para augurar cuanto nos tiene reservados el verano en lo meteorológico, con refranes como: “Si llueve por San Pedro, lloverá un mes entero”, lo cual este año no parece vaya a cumplirse, por lo que nos espera, según la sabiduría popular, un estío al uso con calores usuales, hecho habitual al que estamos acostumbrados por estos lares. Sin embargo, aún es pronto para hacer pronósticos definitivos y la prudencia recomienda aguardar para emitirlos de forma contundente, la observación de los días finales del mes y así establecer una conclusión perentoria.
Han echado el cierre de nuestro refugio predilecto aún en tiempos en que sufría una notoria decadencia, una incuria dolorosa. Han precintado el Manila jaenero, el Manila cofrade, el rincón añorado de mi infancia, juventud, madurez y ocaso vital. En su seno han bullido reuniones apasionadas, expectantes —focos de algarabía y ojos brillantes—, de cofrades diversos de la ciudad. Recuerdo los años ochenta, en mis tiempos en las filas expiracionistas, que siempre recalábamos en su barra tras las reuniones de la Junta de Gobierno. Y allí hacíamos planes, diseñábamos proyectos, discutíamos con vehemencia, o firmábamos pactos de no agresión. Los veo a todos en torno a la barra: Abelardo Méndez, Nono Vera, Antonio Jesús Morago, el “Rubico”, Manuel Campillo… O los opíparos desayunos que compartíamos a base de dorados ochíos yayyánicos abiertos en canal, enriquecido su aceitoso interior con mantequilla caliente y jamón levemente asado al calor del horneado que hacía babear, de suculentas grasas saturadas, los bordes de tan jaenero manjar. O las reuniones de la hermandad de la Buena Muerte con el gran patriarca, Manolo Cañones, entronizado en su sitial consuetudinario —nadie osaba profanar ese asiento—, con su sempiterna chaqueta azul marino, su cigarrillo en la mano izquierda y la pluma en la derecha garabateando en una servilleta, el nuevo diseño del Guion de la Hermandad que iba a encargar al orfebre granadino Moreno —“no te das cuenta, Ramón, ¡no hay una cofradía como esta en Jaén…ni una!” —, escoltada su augusta presencia por veinte pares de jóvenes ojos y veinte gestos boquiabiertos que no perdían un detalle del rudimentario boceto y de las palabras incendiadas de amor a los colores blanquinegros de tan gran e irrepetible cofrade. O las reuniones de cofrades estudiantiles, con Luis Escalona, paseando nervioso —mientras fumigaba el local con la ceniza de su cigarrillo—, por el salón haciendo apostillas vehementes y sabrosas a cualquier comentario surgido en torno a la mesa donde los inquietos capillitas trataban asuntos humanos y divinos. Han cerrado el Manila, y conocer la noticia ha sido un trago amargo para mí, porque parte de mi vida en estos últimos cincuenta años ha estado ligada a tan enjundioso local. A ese acogedor caravasar persa de una señorial calle Maestra, que, aunque haya transcurrido el tiempo de manera inapelable, aún conserva sabores de elegancia y tronío yacentes en cada una de sus esquinas que tanto saben de la vida jaenera desde que Miguel Lucas, preferido de Enrique IV “el impotente”, la recorriera cada día de arriba abajo desde su palacio, y decidiera allanar la Plaza de Santa María cubierta, a mediados del siglo XV por enormes peñascos que posiblemente hubieran rodado por los pinos terraplenes jaeneros desde el monte calizo, en alguna formidable tormenta de verano. Han cerrado el Manila. Hasta es posible —no lo sé aún— que se erija un nuevo negocio de hostelería allí, pero, pese a sus adelantos técnicos e higiénicos, su música ambiental new age — nunca será Radio Clásica—, sus tapas de diseño, sus infinitas variedades, multicolores y multisabores, de tés, sus tostadas de pavo trufado, patés de las Landas o “huevos benedictine”, ya no podrá ser igual para mí. Me conformaría con el bilbaíno, o la torta de Alcázar mojada en el café con leche de recio sabor provinciano oyendo chascarrillos jaeneros de clientes madrugadores acodados en la barra que degustan embelesados, bizqueando de emoción en cada elástico sorbo de gesto gimnástico, su estimulante sol y sombra. Añoraría la voz bronca de Antonio padre, el paso cansino, de soldado que vuelve herido de la Guerra de Secesión, de Antonio hijo, o el aspecto impactante de gurú indio de Pedro, como si llevara tres meses de ruta con su chela o lazarillo camino del monasterio de las montañas entre cuyos muros aspira a alcanzar el samadhi.
Y, por supuesto, la soledad de mi mesa favorita, sí, la que está entrando a la derecha, junto al ventanal abierto a un Jaén de siempre, enclave mágico hasta donde llegaba tantas tardes desapacibles de vientos invernales, cuando recalaba en el lugar para enhebrar alguno de mis escritos, observando, a través de los cristales, el vuelo aquelárrico de cohetes Apolo en forma de paraguas desvencijados, o transeúntes con cara de sorpresa y malas pulgas cuyos labios musitaban maldiciones en arameo sobre la ventisca jaenera. Y allí, alcanzaba la paz, la quietud, el sosiego. Porque a veces necesitaba estar solamente conmigo mismo, para leer, meditar, escribir, o simplemente soñar, pues todas esas actividades te dotan de coherencia interior, y aumentan tu propia mismidad, esa que no sabemos descubrir y vendemos de ordinario, por escasas monedas, al mejor postor.
Han cerrado mi Manila;nuestro Manila jaenero. Quedará la calle desierta. Mi mente recitará los versos de ese admirable poeta jaenero que es Javier Cano: …”Esta calle sin prisa, sin regreso / tiene el abandono de sus huellas /un rumor sin cimientos, una honda / revelación acústica que asciende/ más allá de sus ámbitos…”
De parte de sus padres, mis vecinos de la esquina, acaba de traerme una encantadora jovencita de nombre apocopado de ascendencia italiana, un plato de cerezas, grandes, rutilantes, sedosas, que nada tienen que envidiarle a las que mi hija mayor cultiva con esmero en su casa de La Pandera. Con tal plato se ha producido un interesante puente aéreo, en recortada ruta de cincuenta metros. Viajó, hace unos días, en dirección contraria con una carga de sabrosos y fragantes albaricoques escogidos por mi mano en el jardín, para volver en unos días con tan rotundo y delicioso ramillete de rubíes del que hemos dado cuenta en un santiamén, mi primera mujer y yo, recién llegados del paseo canino en la magia de un crepúsculo, incendiado y mudable, con colores cambiantes de caleidoscopio celeste.
Han cerrado el Manila. Pongo fin a este artículo en el ordenador mientras oigo unas delicadas piezas para cello y piano de Fauré, el sugerente músico francés. Mientras tanto, un tropel de impresiones recorren mi sistema nervioso; cascada implacable de aguas tumultuosas en forma de recuerdos de tantos y tan buenos ratos compartidos en torno a un café cortado, con canela, un cigarrillo rubio fumado con deleite —por qué no—, una caña con almendras fritas de tapa, una reunión amical de buenos camaradas, o la soledad creativa de los eternos atardeceres de terciopelo, asomado al ventanal por el que contemplaba seres reales o espectros de tiempos pasados, todos jaeneros, y, por ello, cercanos, necesarios, queridos. De nuevo la palabra bella y profunda de Javier Cano, inigualable zahorí alumbrador de misterios, ilustra mi sentimiento: …”Llegas/ a un café solitario al otro lado/ de todas tus fronteras y coincides /con una mesa desgastada, un viejo /camarero y el labio que dejaste/ sucio en tu servilleta de papel./ Y absorbes/ el aire que mantiene el equilibrio/ de la tarde y pides una copa/ que apuras hasta el fondo / como si te bebieras/ las últimas palabras de un espejo.”
Han cerrado el Manila y me he quedado de nuevo huérfano. Con esta edad perdemos alguna entrañable referencia cada día de nuestra existencia. Hoy mismo me entero por su dueño, que también echa el cierre a su negocio Vicente, el popular hostelero de nuestra ciudad. Quedamos para tomar un café y hablar de su trayectoria personal a través de los años. Quiero conocer al dedillo su decurso vital; es una historia de la tierra; por tanto, apasionante.
Han cerrado el Manila, pero amanece de nuevo. Todo sigue igual. La tele y la radio hablan y hablan, y no dejan de parlotear hasta que desconecto el aparato, de pactos políticos interminables y tediosos, de olas de calor apocalípticas —parece ser que los veranos de hace cincuenta años eran gélidos y los osos polares se paseaban con bufanda por las plazoletas de los olivares—, de ferocidades trumpianas y bondades “democráticas” de sus oponentes, que son todos en tiempos globales, de fichajes millonarios de deportistas tatuados… En algún programa de radio surgirá un experto — con más de un máster en su currículo, ¡faltaría más!— que disertará sobre la influencia decisiva del cambio climático y las olas infernales de calor en el apetito matutino, la facilidad para resolver sudokus, el amor a la patria, los ronquidos nocturnos o el instinto sexual de la siesta. Nos recomendarán que andemos por la sombra y bebamos tragos de agua cada tres cuartos de hora, y no hagamos pesas al sol, sin gorra, durante la siesta. Por las rutas periurbanas un abigarrado gentío lucirá, una jornada más, un arco iris de atuendos deportivos en sus devaneos senderistas. Nihil novo sub sole. Pero han cerrado el Manila y, al hacerlo, me han robado parte de mi vida pasada en su seno. En sus rincones, ahora oscuros, quedarán para siempre pensamientos, sentimientos, sueños y fragmentos vitales muy míos. Por si acaso he guardado dos copias de todo. Una en el hipocampo del lóbulo temporal, y en la corteza cerebral prefrontal, otra en el corazón —en ambos lugares conservo todavía sitio para visitantes diversos a los que dé un pase de acceso—. De ellas sí que nadie podrá despojarme, porque son el mayor tesoro que poseo. Viajarán conmigo en mi partida, pues si no fuera así no podría ser del todo yo. Porque en cada una de esas profundas impresiones archivadas en la hemeroteca, cerebral y cordial, yace, viva, pujante y atrayente, la ciudad amada que me dio el ser, y la persona que he sido, soy y seré por los caminos de la eternidad.
Foto: El histórico bar Manila, de la calle Maestra, ha cerrado sus puertas. (Tito Ruiz)