Skip to main content

Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR /

En Jaén, por San Lucas, a mi mulilla le compre dos docenas de campanillas…, cantaba el inefable Manolo Escobar esta tonada con música de Manuel Villacañas, el compositor toledano, y texto de Francisco Almagro el poeta y letrista pegalajareño, los mismos que crearon aquel párvulo cantar: Mi ovejita lucera, dedicado a Pepe Mairena, que nos amenizó nuestra infancia, y cuya letra podría ser perfectamente indicada en los tiempos que corren, cuando la cabaña lanar va en aumento en su  dócil marcha por rutas trashumantes del pensamiento, aún en la ausencia de la Mesta, o, más bien, controladas cañadas y veredas mentales por pastores global, desde medios, redes sociales y demás artilugios audiovisuales.

Al oírla me viene el recuerdo de nuestra entrañable feria sanluqueña que viví con ingenua y desbordada pasión en mis años de niñez y primera juventud, recuperé más tarde en el ingente bullicio de las casetas cofrades, y ahora la recuerdo en la distancia con la nostalgia imposible de calmar de épocas pasadas. Porque los tiempos son otros y las tendencias íntimas también. Hay cosas que menguan en tu interés y vuelves la vista a otras que estaban escondidas, aunque ahora comprendes que eran fundamentales; siempre habían estado ahí, camufladas desde luego por hojarascas inútiles. Pero la vida es eso, un continuo ejercicio de experiencia hasta el último día de la existencia. Un peregrinaje y aprendizaje incansable y tenaz, como expresó el genio Goethe, de manera profunda y didáctica, en las continuas andanzas vitales de su personaje Guillermo Meister.

CONVITE FERIAL

Pero eso no es óbice para que un grupo de amigos que formamos parte de la tertulia Hala Madrid  —qué tremenda osadía en estos tiempos darse ese nombre—, nos juntemos un día ferial, víspera de la memoria del culto evangelista, en un local que hace esquina en la estrechez del callejón tabernario que gira hacia el Arco del Consuelo, para compartir un rato de abrazos, buena armonía, risas y recuerdos, en torno a un sencillo, pero más que interesante menú preparado por alguien cercano, gran profesional y maestro en las artes culinarias; José María Ruiz Galiano, un joven y magnífico cocinero autodidacta, audaz empresario hijo de un miembro de esta entrañable cofradía amical. Así pues, el Ginger bistró será hoy nuestro recinto ferial de los sentidos.

Ojos brillantes, estrechamientos torácicos largos y tenaces, como grizzlies de las Montañas Rocosas, frases hechas, pero directas, alborozo epidérmico y cordial, así es el encuentro de los miembros de la tertulia, mientras degustamos el delicioso, estimulante y gélido acíbar de la primera caña de cerveza. Muchos de ellos también estudiaron en los Maristas en distinta promoción que la mía, otros en el Instituto, pero todos compartimos pasión por el club de nuestros amores, aquel que ya nos hacía vibrar en la infancia, cuando paseaba el nombre de la capital y del resto de España por los estadios europeos para hacerse con el mando de la competición, esa que su presidente recordado había ayudado a crear y definir. Hoy el fútbol es distinto, otra cosa. Se mueve en torno fundamentalmente al dinero y a múltiples factores e intereses espurios —¿por qué escriben algunos espúreos?; tal vocablo no existe en español—, desde luego mucho menos románticos y deportivos que en aquellos tiempos. Mi pasión por tal deporte, como por tantas otras cosas, se ha ido congelando con los años, pero conservo dentro de mí la llama de la infancia, el recuerdo vivo —los domingos que el Real Jaén no jugaba en casa— de aquel Carrusel Deportivo seguido desde el cuarto de estar —arrebujado por la mesa camilla que crepitaba al calor del brasero de erraj— que tenía vistas hacia la deliciosa Plaza de las Palmeras, al Castillo roqueño, a su Cruz redentora y al imponente y aserrado cortado cretáceo del cerro Almodóvar, vibrando por la narración de las glorias del equipo blanco, o las de nuestro no hay equipo que te venza, que por aquellos tiempos militaba en Primera División, y yo asistía cada domingo, desde antes de cumplir los diez años, al palco abonado de mi abuelo en la Victoria para contemplar, ensimismado, las andanzas de Cerrillo, Bermúdez, Antoniet, Arregui, o el argentino Sará, con el estadio a rebosar de público jaenero de la capital y toda la provincia, o venido allende las  fronteras de la Cora yayyánica, aunque nada en absoluto tenga que ver, creo, tal concepto de cora administrativa, división territorial de la España musulmana, con el de provincia actual nacido en 1833  por diseño del político, escritor y por entonces ministro de Fomento, el motrileño Francisco Javier Burgos y del Olmo.

Me siento bien con este grupo de amigos, algunos de ellos lo son desde la más tierna infancia. Amistades que son ciertas nadie las puede turbar, decía nuestro inmortal Cervantes. Y estas son una verdadera certeza. Es reconfortante volver a verlos, oírlos hablar, disfrutar de sus chanzas, vibrar con la magia de sus recuerdos —por conocidos no menos apasionantes— en cada nuevo relato, contemplar sus gestos, sus reacciones, sus explosiones de carcajadas ante alguna anécdota hilarante. Cada uno de ellos es un mundo propio e inimitable, y el conjunto forma un grupo bien definido, especial; desde luego merece la pena estar con ellos, te sientes bien, gozosamente natural, joven y con ánimo renovado.

LOS TERTULIANOS

Aquí está Pepe Rodríguez Gabucio, para todos nosotros Pepe Gabucio, ni más ni menos. El artista de rotundo estro, el soñador, el arabista, el lector infatigable, el hombre culto y cercano de rutilantes pupilas cuajadas de chirivitas, de gracejo entrañable cuando te habla sotto voce acercándose a ti para hacerte una confidencia, inaudita, escatológica y festiva, para soltar una carcajada de ojos achinados, pillines, con flexión acrobática de la columna al finalizar su narración que ha expresado con infinita socarronería y mirada ladina. Pepe, la persona de la que siempre se aprende algo nuevo. Un octogenario de espíritu treintañero.

Y también ha venido, José Carlos Leyva, la excitante alegría de cualquier reunión, la pujanza y salero festivo inimitable, el arrebato estruendoso cuando termina alguna de sus sentencias que son coronadas por una sonora carcajada de voz de bajo que contagia su fuego interior, su alegría y ganas de vivir, a todo el local y parte de las calles adyacentes. Lo conocí hace 71 años, y hasta lo llevaba de la mano por encargo de nuestras madres hasta el autobús de la empresa Vargas Machuca que nos bajaba al colegio tras hacer la preceptiva parada en aquel delicioso y perdido palmeral, rememorada arcadia, hoy angosto guardamuebles, pese a tener tan solo un año más que él. Compañero más tarde en la enseñanza a distancia, INBAD se llamaba por aquellos tiempos, que su nombre ha cambiado, como tantos enclaves urbanos al dictado de los tiempos. El gran estudiante que además fue capaz de divertirse ampliamente en sus años mozos, con lo difícil que es eso. El enorme jugador de fútbol, el infatigable coleccionista de cromos de los campeonatos de liga, el amigo que estuvo ahí en el momento preciso.

Y está el galeno  Eduardo Maza, vecino mío en los pagos villariegos, poseedor de un finísimo y aristocrático sentido del humor en sus dichos pronunciados sin despeinarse que sorprenden en un principio, aunque en seguida son causa de alborozo por su hilaridad sin aderezos. El melómano inveterado, algo que le viene de familia, pues vive la música con profusa inclinación genética, con concentrada pasión vital. La persona cercana, de ojos soñadores y profundos tras sus gafas.

No ha podido estar con nosotros Joaquín Pérez Rosa cuyo efervescente mundo interior, siempre a punto de estallar, se refleja en su mirada escrutadora de pupilas color cielo. Psicólogo de profesión y vocación, fue compañero mío en el Instituto. Grandísimo cocinero que nos deleita de vez en cuando en el sótano de su casa con unos platos que difícilmente podríamos degustar en lugar alguno. En aquella catacumba, acogedora y armoniosa, plagada de discos de vinilo, unidos en la larga mesa hemos disfrutado de platos exquisitos y de charlas amplias y enriquecedoras. Joaquín, hombre sensible de múltiples inclinaciones a lo largo de su vida, mentalidad inquieta, bulliciosa y receptiva, que anuncia un corazón grande y desprendido. Él, no es madridista, sino del equipo del noreste de la Península —quizá tenga alguna promesa que yo desconozca—, pero se integra en este grupo de amigos de blanco corazón en lo futbolístico lo que es muestra de su imparcialidad afectiva. Hoy, una pequeña incidencia de última hora le ha impedido compartir el ágape.

También forma parte del grupo José María Ruiz Almazán, filólogo y abogado, con el que compartí pasillo y sala de profesores del recordado centro de trabajo que tenía el nombre de un pago inolvidable de nuestro Jaén:  la Fuente de la Peña. Es varón ordenado, medido, sensato y juicioso; de una sabiduría senequista de gestos pausados y solemnes. Cuando habla hay que oírle, pues su sentido común es directo y reflexivo. Gran cocinero —no en vano es progenitor de quien hoy nos acoge; algo habrá aprendido de él— y un notable degustador de platos ajenos a los que califica con mesura y conocimiento.

Y Cheto, mi compadre, del que tantas veces he hablado que casi no me quedan cosas por decir. Su prodigiosa estatura y humanidad es el techo alpino y latido cordial de la reunión. Su catálogo de dichos jaeneros —procaces, jocosos, desmesurados, impensables— resulta de tal dimensión que necesitaría un lingüista experto en variedades dialectales diatópicas, diafásicas y diastráticas para clasificarlos y enriquecer nuestro conocimiento del habla popular jaenera. Me refiero al lenguaje de otros tiempos, porque ahora se habla de igual modo en los Jaenes que en Vigo, Carmona o Tudela; es decir, con un repertorio clónico de tópicos repetidos hasta la saciedad y bastante simples, por cierto, aunque eso sí, resilientes, paradigmáticos, sostenibles, asertivos y globales, amén del equipaje de absurdos anglicismos que ilustran la jerga cotidiana de nuestros contemporáneos. Cheto es una mezcla alícuota de sensualidad goliarda, misticismo, espiritualidad, apetito pantagruélico, humor radiante…Conoce a todo el que habita, ha habitado o habitará por estos pagos jaeneros. Digo más, no existe aún la persona de los Jaenes que Cheto no conozca o haya conocido. Una verdadera enciclopedia sobre la población humana de esta ciudad inefable. Y no solo conoce al interesado por quien preguntas, te habla también de su cuñada, la que se casó por amor con el agente inmobiliario que tenía un cierto estrabismo, o con su sobrino de primos hermanos, de perniles zambos, que intentó entrar en el ejército y a final lo dejó para integrarse en una formación política en la que medra buscando una subida de nivel económico y prestigio social. Si es cura, te dice su nivel de latín, griego y hebreo —verdaderas rarezas en esta época—, el número de clériman que tiene en su guardarropa y quién se los plancha, y su ambigua, cuando no recelosa, postura sinodal, amén de la calidad oratoria de sus homilías, virtud que tanto escasea en esta era plana de frases hechas e ideas, religiosas y laicas, enlatadas para el consumo de gentes políticamente correctas. Vamos que hay pocos Naciancenos y Crisóstomos en tiempos de tan débil espiritualidad y escasez de fe.

Y qué decir de Manolo Martínez, compañero de aventuras pedagógicas y de excursiones añoradas con los alumnos por las veredas salvajes y agrestes de la sierra segureña cada mes de mayo a lo largo de dieciséis inolvidables años. Manolo el prudente, el elegante, el exquisito, el viajero impenitente, el cercano, el pausado, el gran observador. Destacado jugador de fútbol en sus años mozos, compañero en dos centros de enseñanza, fino degustador de platos y bebidas. Hoy tampoco ha podido estar con nosotros, lo cual es poco frecuente en él. Lo echaremos de menos.

Vendrá Arturo Aponte, el de los dichos jocosos emitidos sin despeinarse. El ingeniero agrónomo que cambió, con su conocimiento de las plantas y su sensibilidad botánica y urbanística en su vida profesional, la faz de los jardines, parques, calles y plazas jaeneros. El madridista acérrimo. La persona que siempre te sorprenderá con sus dichos imprevistos.

Y estará Esteban Espinilla, el amigo fiel, el fantástico fotógrafo, al que aliento cada día a que realice una exposición de sus formidables fotografías, porque haría disfrutar al jaenero con su habilidad técnica, y con sus dotes artísticas para el encuadre y la composición de los motivos retratados, porque todo en la vida es un arte, y cada persona, como decía Ortega, está recorrida por un nervio divino. El don artístico de la fotografía lo posee en abundancia Esteban, unido a un corazón noble como pocos he conocido, y a una pasión compartida por caminatas extenuantes, música y literatura; también la compartimos por el wiski de malta y el tinto ribereño y riojano, pero el calendario ha enfriado tales ardores enológicos.

Y Miguel Ángel Capiscol, el notable arquitecto, la persona íntegra, el gran pintor y dibujante. Nadie como él en la ciudad ha captado con más abundancia y precisión, motivos de nuestra catedral, desde todos los ángulos inimaginables. Su obra merecería otra exposición detallada, para que nuestros paisanos pudieran recrearse ante su don artístico acerca del monumento más emblemático de la ciudad. Porque la catedral es y será siempre Jaén. En ella está contenida la esencia inigualable de esta ciudad de luz y sombras.

Y otro Joaquín, Duro en este caso, que faltará en este día. Entrañable humanidad, y unos dichos castizos, emitidos sin despeinarse, como si no fuera él quien los pronunciase, adornan sus intervenciones.

AMISTAD DIVINO TESORO

El ágape resulta íntimo, agradable y selecto, repleto de deliciosas gollerías. Los entrantes diversos y sorprendentes, los decápodos frescos, sabrosos, en su punto, las migas, reconfortantes, porque el día de hoy era puramente otoñal de temperatura, el postre idóneo. La charla, amena, variada, siempre chispeante y festiva. Café y brindis. Los últimos abrazos, el paseo Jaén abajo en plena víspera ferial. Últimas y ruidosas cuchufletas, próximas citas. Eso es todo, parece poco contado así, pero es algo muy intenso y profundo pese a su aparente liviandad, porque en este rato compartido se encierran muchos universos, antiguos, actuales, eternos. Amistades que nacieron antaño y ahora se refuerzan en el momento cotidiano en que una persona le dice a otra, sin palabras, como pensaba el ensayista británico C.S. Lewis: ¿cómo?, ¿tú también?

Gozosa amistad compartida, sin estridencias ni exigencias, sabiendo tan solo que están ahí, que siempre lo han estado y lo estarán. No hay sentimiento parecido. Decía Cicerón en su tratado filosófico Laelius de amicitia que: Amor enim, ex quo amicitia nominata est; lo que quiere decir que para el insigne escritor, filósofo, político y retórico romano la raíz del término proviene de amor; es de tal nombre de donde deriva la numinosa palabra. Desde luego tienen mucho que ver, pero, además la amistad tantas veces no está sometida a los desequilibrios emocionales, hormonales, del amor, de su alucinación pasajera, de su más que quebradiza y efímera duración. Los mayores y más prolongados “amores” desde luego tienen como base una íntima y sólida amistad.

Siguen su curso los días feriales. Y en la mente laten los compases de la coplilla: El tesoro más grande de España es Jaén, laborioso sencillo y cabal… ¡Ay qué bien bracea la mulilla mía, con sus campanillas trota de alegría! Cuando va camino de los olivares lleva el mismo ritmo de las soleares…

Y con el agradable regusto aún del momento compartido, eternizado, pienso en la razón que tenía Eurípides, al que releo en los últimos días, cuando escribía en su tragedia “Orestes”, versos 800-810: Cuando un hombre se identifica con vuestro  carácter, aunque sea un extraño, resulta ser mejor como amigo que diez mil parientes consanguíneos.

                                   En Jaén por san Lucas.  

                                     Ramón Guixá Tobar

Foto: Una tertulia entrañable.

Dejar un comentario