Ni qué decir tiene que esto de escribir tiene su miga, sobre todo si de lo que se escribe es de las cosas del comer. Cuando lo hacemos, nunca estamos seguros de hacer coincidir lo bueno para que nuestros sentidos gocen, con lo aconsejable para que el cuerpo que nos acoge funcione saludablemente. Somos una especie débil, hay que recocerlo, y por mojar en una buena salsa le damos el culo a los perros, y no para otra cosa que para que nos lo muerdan con dentelladas de colesterol.
Vivir, en el fondo, no es más que la ejecución lenta de una sentencia de muerte que dura toda la vida, y de la cual nos defendemos cada día pidiéndole a nuestro verdugo, como última voluntad, una excelente comida que nos haga olvidar la corta distancia del corredor patibulario que nos corre por las venas.
Hoy que el tema culinario rompe pana en Jaén, y el asunto dietético levanta pasiones entre los ortoréxicos, a quienes les obsesiona, más que preocuparles, su salud en demasía, cada vez nos encontramos con mayor frecuencia con “cocineros en su tinta” y con “escritores en su salsa”, que por mucho que nos evoquen dos formas extravagantes de guisar los chipirones, se trata en realidad de las dos castas, estirpes o elites, que se mueven en el mundo del pretendido buen comer: De una parte los cocineros que escriben sobre lo que ellos preparan para que otros se lo coman y los transporten al estrellato de las guías gastronómicas; y, por otro lado, quienes escriben de lo que ofician otros y ellos mismos degustan no dejándose seducir por el marketing de las rutilantes estrellas.
Entre ambos, mojando en ambas salsas de tinta cojonera, se encuentran los críticos, ese espécimen que anida en el mundo de los manteles y que nos dice lo que le sobra o le falta al guiso, y la inadecuada proporción en la relación precio-calidad de los vinos. A propósito, ¿alguien se ha preguntado alguna vez por qué tiene que costarnos una botella de vino normalito, en un restaurante, más que algunos de los platos que nos sirven? Antes que demos con la razón última de este asunto, seguiremos siéndole fieles al viejo precepto gastronómico que hemos aprendido a fuerza de pagar facturas como estocadas: “El vino bueno en la casa, y en el restaurante el vino de la casa”.
La cocina, como todas las artes, también en Jaén, tiene sus fantasmas y sus artistas, sus camelos y sus camelistas, sus cabales y sus cabalistas, y, sobre todo, no faltan en ella los ombligos que mirarse en un culto localista a la onfaloscopia gastronómica.
En este mundillo de los manteles siempre, como en todo, hubo tradición y vanguardias, lo nuevo y lo viejo, lo genial y las sandeces, y, sobre todo, unas envidias afiladas como cuchillos de trinchar vanidades.
Del mismo modo que en las cartas de nuestros restaurantes aparece eso de “iva incluido”, sugiero que en la parte superior apareciera esta otra referencia: “Establecimiento adscrito al movimiento ‘Chominás, las precisas’”, que es una forma muy castiza de reafirmarse en el minimalismo gastrosófico del “menos siempre es más”. De toda la vida en Jaén “una cerveza de espuma controlada por efecto criogénico a presión isobárica”, ha sido una refrescante “caña fresquita” a la una de la tarde.