Por ANTONIO DE LA TORRE OLID / Al conocer los últimos datos publicados sobre el incremento de los beneficios de los bancos y energéticas españoles y las ganancias de los empresarios más ricos del país, reconozco que he debido perder olfato y perspectiva -aunque este artículo me ayude al menos a denunciarlo, a mitigar en parte el sentimiento de complicidad como consumidor y cliente y a redimirme o reconciliarme conmigo mismo-; pues tras ver que esos beneficios desmesurados y exorbitantes coinciden en los mismos meses con un incremento de la inflación, la reducción de la capacidad adquisitiva de los asalariados o el aumento del tipo de interés en las hipotecas… inocente, pensaba que más allá de la sorpresa inicial, al día siguiente se extendería en el tiempo una mayor indignación y denuncia social entre la opinión pública.
En fin, una vez más nos resignamos, como si esto fuese un designio divino o debiera ser así sin más. Además, no había caído en que ello también está propiciado porque, si los medios de comunicación generan asuntos de agenda e interés en la opinión publicada, al ser esos bancos y empresarios, accionistas o patrocinadores de esos mismos medios, es normal que este asunto pase por la actualidad apenas porque toca y ya.
No hace muchos años, al entrar en nuestra caja de ahorros y charlar con nuestro gestor, nos daba sensación de seguridad y certidumbre. Qué tiempos aquellos en la provincia de Jaén en los que una aparición pública del añorado Francisco Tudela era reveladora de solvencia, como eran celebradas las protocolarias visitas del sacerdote Castillejo, de Julio Rodríguez o de Braulio Medel, porque solían venir acompañadas de buenas noticias. El contexto nacional y europeo hizo recomendable la fusión o desaparición de Caja Jaén o La General, entre otras, y el progresivo distanciamiento del territorio de los centros de poder y de toma de decisiones.
La responsabilidad social corporativa y la devolución al territorio donde siguen operando, de algunos de sus beneficios, por parte de las matrices herederas actuales de esas entidades, permite que obras sociales o fundaciones contribuyan al mantenimiento entre otras cosas, de iniciativas de organizaciones sin ánimo de lucro o culturales, que tienen entre sus ejemplos más sobresalientes el apoyo de CaixaBank a los premios literarios Jaén o el de Unicaja al Festival de Otoño, entre otros. Mención especial entre ellas merece Caja Rural de Jaén, por la acción que despliega su fundación en casi todo los órdenes de la vida de los jiennenses, en la promoción económica, social y cultural, su presencia territorial en una provincia como la nuestra -en un contexto de desmantelamiento en el medio rural-, el mantenimiento por parte de la caja de ayudas en el sector agrario, y todo ello de manera cuantiosa y sostenida en el tiempo. Hasta ahí todo perfecto.
Los datos conocidos, relativos a la comparación respecto a los propios beneficios en el tercer trimestre del año, de las ganancias de los ocho grandes bancos españoles, en particular de los cuatro primeros, son obscenos, sonrojantes, impúdicos y grotescos (19.000 millones de euros).
Y no es por por la ganancia en sí. Como diría Max Weber desde su ética capitalista, gane yo para el progreso de los que están a mi alrededor. Pero nos referimos al contexto en el que se producen esos incrementos del beneficio y en esa cuantía, respecto a las economías domésticas, a los clientes de una tienda o un supermercado o los pequeños y medianos empresarios.
Los bancos ciertamente no son un ONG y también les queda lejos a las entidades financieras que se extendieron por las provincias de todo el país, aquello de monte de piedad. Se trata sí de entidades mercantiles, pero que sus beneficios hayan crecido en ese periodo entre el 40 y el 68% respecto al año anterior es impresentable, en comparación a la carestía de los autónomos y de los ahorradores.
Los bancos españoles recibieron casi 40.000 millones de euros por parte del Estado para que no cayeran en plena crisis de 2008. Y aquí se empieza a entonar aquella canción de dos estrofas: en la primera, en la que se entona que las entidades financieras se deben proteger porque son como el sistema nervioso de la economía; y en la segunda, se rompe el aserto liberal por el que el Estado no debe interferir en el mercado, pero para esto, sí. Los mismos bancos a los que se les compraron los activos tóxicos, por su enorme patrimonio inmobiliario, creando banco malo, mientras que en un gesto de sincero agradecimiento a la sociedad de lo que en su día hicieron por ellos, a día de hoy siguen poniendo condiciones leoninas para conceder una hipoteca por una vivienda. La canción de la necesidad vital de los bancos se repite en España cuando no se les obliga a devolver esas ayudas.¿Y por qué en otros países europeos sí se han devuelto y no pasa nada?
En relación las grandes energéticas, también en julio supimos que las cinco grandes españolas aumentaron sus beneficios un 165% en 2022. De nuevo se entona la canción de la libertad del mercado, exceptuada de nuevo en la petición de los empresarios al Estado para que reduzca los impuestos que llevan aparejados estos consumos o se trabaje en Bruselas para conseguir una excepción ibérica. El gesto de solidaridad de sus propietarios nuevamente fue magnánimo, con el anuncio en algún caso de la ralentización de proyectos de inversión, precisamente a causa de los impuestos; el mismo gesto por el que una gran constructora que obtiene gran parte de sus beneficios gracias a su encargos precisamente desde el sector público, anuncia que traslada a otro país su domicilio fiscal. Una vez más nos apelan a que reprendamos nuestros gestos de rabia, por la debacle que supondría su marcha, pese a que cualquiera de los españolitos podríamos decir desde nuestra ignorancia o desde el sentido común que, si hay un mercado objetivo de consumidores de luz, gas, etc, que se marchen, que ya vendrán otros a ocupar su lugar.
Hablábamos también de los empresarios más ricos entre 47 millones de españoles, los cien más ricos, sólo esos cien, acumulan 190.000 millones de euros, la misma cantidad con la que se pagarían todas las pensiones de España en un año y sobraría dinero. Tampoco les ha ido mal, en este último año han aumento sus beneficios un 37%.
Pues bien, si nos referimos a los empresarios, desde la misma patronal española CEOE se incurrió de nuevo en la contradicción de nuestra recurrente canción, pues ante otra gran crisis, la del COVID 19, se reclamaba que se exceptuara su sacrosanta no intervención estatal, para que sí se interviniera por parte del Estado en la actividad empresarial, en este caso en forma de ayudas a ERTES de regulación de empleo y rebajas fiscales.
Pero para combatir toda crisis desde lo público, la del 2008, la de 2019 o cualquier otra, hacen falta recursos, que salvo en forma de fondos europeos, como ha ocurrido, y también con líneas para el sector empresarial, tienen que llegar de la mano de ingresos públicos, de impuestos.
En ese punto, de nuevo se entona la canción por la que aprobar un impuesto a la banca o a las grandes fortunas es poner en riesgo nuestra economía, pese a que sí existen por igual en otros países europeos, incluso con gobiernos conservadores, donde la media de presión fiscal también es más alta que aquí. El mismo argumento de rechazo que se reproduce al referirse a otros impuestos como el de sociedades, sucesiones o de patrimonio. Por cierto que, respecto a este último, una vez que el Tribunal Constitucional declara constitucional el impuesto a las grandes fortunas, ya hay comunidades autónomas que se plantean recuperar el impuesto al patrimonio, lo que revela que su eliminación no tenía un planteamiento ideológico, sino favorecer el dumping fiscal entre territorios y la desigualdad entre españoles, como se pretende seguir fomentando al recuperarlo.
¿Y qué hace el ciudadano que asiste atónito a este espectáculo ante el que se siente impotente? Pues observa cómo sus depósitos no son remunerados de la misma manera que suben los tipos de interés; cómo sus hijos ven su futuro comprometido porque no pueden acceder a una vivienda a causa del coste de las mismas y de las hipotecas; cómo tienen que ayudar a sus padres a realizar gestiones en un cajero, porque como ellos, han ido ganando desconfianza ante cualquier gestión bancaria; a la vez que tienen que tener los reflejos de punta para anticiparse a la llegada de la renovación de la tarjeta bancaria. Eso es así, porque perplejos, observan que si hacen una llamada a su entidad, les reducen la comisión de mantenimiento, al igual que les rebajan si realizan esa llamada amenazando con su marcha en función del incremento que tenga el recibo de hogar su vivienda o del vehículo. Es decir, si no llamas, el incremento se aplica, a ver si cuela. La misma perplejidad con la que observan que el mismo consumo de luz y potencia, el mismo, tiene un precio menor si tienes los reflejos de cambiar de tarifa, ofertas y facturas que siguen teniendo una nomenclatura confusa, opaca y poco transparente. ¿Cómo no va a cundir las desconfianza?
Un escepticismo realista nos lleva a presagiar que esta tendencia va a seguir, no va a haber convergencia en las desigualdades. Valgan tres ejemplos descriptivos: si una de las personas más ricas de España es un andaluz, que es el segundo accionista de una entidad financiera, y esa entidad como hemos descrito ha disparado sus beneficios este año, en la medida en que la entidad siga aumentando y repartiendo sus dividendos, él seguirá aumentando su riqueza. Y si otro de esos grandes ricos españoles, que recibe beneficios gracias en gran parte a la cantidad de obra -también pública- que realiza en España, traslada su domicilio fiscal fuera para pagar menos impuestos, pues el año que viene ahorrará por esa vía. O si a otro de esos campeones en el ránking de multimillonarios españoles, se le reproche desde las organizaciones de consumidores, que en la cadena de distribución, el precio del aceite de oliva sea de 9,25 euros, justo el mismo que en otras siete tenedoras de grandes superficies, la lucha contra la inflación en la cesta de la compra por parte del ciudadano se sigue haciendo difícil.
No queda pues sino clamar porque esos trabajadores que han visto reducir su capacidad adquisitiva un 5%, a pesar de aumentar su productividad, reciban la gracia de que se aumenten sus salarios, para entre otras cosas, seguir consumiendo y viviendo. Y a la par y sobre todo, podrán incrementarse impuestos, rompiendo tanto dogmatismo y prejuicios y fijarnos en otras latitudes, para tener mejor garantizadas algunas prestaciones básicas y para comprobar la vigencia del papel moderador del Estado en la economía.