Esta es la típica pregunta arriesgada, cuya respuesta puede dar pie a un debate, porque ambos sustantivos, arte y belleza, tienen significados completamente subjetivos, y por tanto, sujetos a la variación entre cada individuo, e incluso, dentro de una misma persona, cambiará la percepción del arte y la propia belleza, con la edad, el enriquecimiento interior, etc.
Etimológicamente, arte viene del latín ars, y este del griego tekné, en relación a la fabricación material. Por lo tanto, se relaciona directamente con la producción de formas y objetos. Muchos especialistas atribuyen a los griegos clásicos el invento del arte, entendido como una producción material con un fin estético, hedonista.
Platón le dedica interesantes reflexiones. Para este filósofo, el arte es una mímesis, una imitación de la realidad, pudiendo ser una imitación icástica, fantástica o transcendente, según se trate de una copia del modelo real, una composición arbitraria de elementos reales o una búsqueda de un modelo ideal. La inspiración del artista era tomada como una “posesión divina”.
Esta capacidad del arte de poder desvelar el modelo arquetípico oculto en las formas materiales, hizo que Platón planteara esta actividad como la vía para mostrar la belleza escondida en las cosas. Puesto que el arte, como proceso fabril, trabaja con formas y volúmenes, la sublimación de ambos se consigue mediante la búsqueda del modelo geométrico armónico. De esta manera hubo un intento de poner de manifiesto la belleza de las cosas materiales, creando producciones artísticas basadas en un modelo o canon de proporciones.
Y este canon clásico ha estado imperando con una tremenda adaptabilidad durante veinticuatro siglos, hasta que es definitivamente desechado en buena parte de la producción artística del siglo XX, aunque ya en el siglo XVIII pensadores como Burke, Lessing o Schiller, abren las puertas para poder hacer arte sin tener en cuenta el canon, o lo que es lo mismo, la búsqueda de la belleza.
Se hace necesario hablar de la belleza, que proviene del latín, bellus, agradable, bueno, bonito. Teognis de Mégara, hace decir a las Musas: “Cuanto es bello nos es grato, e ingrato lo no bello.” Desde la Grecia clásica existe ese estrecho vínculo entre lo bello y lo agradable, y la propia cultura griega es muy afín a la búsqueda de los cuerpos bellos. De esta manera, puesto que el arte busca la belleza, debe producir sensaciones agradables.
Cuando en el Renacimiento se redescubre el canon clásico, como vía para llegar a aflorar la soterrada belleza de la Naturaleza, surge el clasicismo, cuyas bases metodológicas son puestas por el pintor Alberti, del siglo XV, recopilando la tradición griega sin olvidar la técnica lograda por pintores como Giotto o Massario. Y este clasicismo estará vigente hasta el propio siglo XVIII y XIX.
El clasicismo propone crear arte, no copiando la Naturaleza tal cual, sino utilizando las leyes geométricas del canon, que permiten descubrir la belleza de las formas, oculta entre las propias imperfecciones de la naturaleza. Sólo así se comprende el escándalo y rechazo que produce Caravaggio cuando se atreve a pintar directamente copiando del natural. El clasicismo, en definitiva, sigue, con mil adaptaciones a otras tantas crisis, buscando los ideales platónicos, que permite trascender la cotidiana y gris realidad.
Las costuras del vestido clasicista terminan reventando cuando Burke plantea la búsqueda de lo sublime, lo ilimitado, como alternativa superior a la búsqueda de la belleza por parte del arte, o cuando Lessing justifica que el arte puede también ocuparse de la fealdad, o cuando Schiller reclama para el arte la máxima libertad, para que el hombre pueda llegar a poseerla también.
A partir de este momento, ¿dónde queda la belleza en relación al arte? ¿es posible hallarla en obras que representan escenas feas, por ejemplo, en Saturno devorando a sus hijos, de Goya?, ¿o en obras que no siguen el canon, como el impresionismo de Monet?, ¿o el espectacular Guernica de Picasso? Es evidente que sí. Luego entonces el arte puede utilizar más caminos para hallar la belleza.
Tal vez se ha encorsetado demasiado la noción de belleza en las proporciones armónicas del canon. La belleza es algo mucho más sutil, más independiente y más profundo que el mero estímulo sensorial. ¿Puede un invidente percibir la belleza de las formas? ¿puede un sordo percibir la belleza de una melodía? Es evidente que sí, luego estamos ante una característica que no es de naturaleza sensorial sino mental.
El arte es también, antes del proceso de tekné, una realidad de naturaleza mental, y en algún punto de la mente, arte y belleza deben unirse, más allá de la percepción sensorial de formas y volúmenes, que terminan por restringirlo.
Hay que volver a la belleza. Para Platón, es la expresión de un arquetipo, Lo Bello, que es equivalente a Lo Justo, Lo Bueno, Lo Verdadero. Todos confluyen en Lo Uno, por lo que no puede concebirse la Belleza de manera ajena a la Justicia, el Bien o la Verdad. Según Platón, la realidad material es la expresión de los arquetipos, de las Ideas. Es decir, existe una belleza, un bien, una proporción justa, soterrados en la naturaleza, cuya percepción y conocimiento conectan con su esencia.
En el sistema platónico, la belleza es una vía de conocimiento, porque a través de su contemplación, puede llegarse a la esencia del ser de cada cosa. La belleza no se encuentra sólo en el arte, sino en todo: en el paisaje, en un trabajo, en las relaciones, en las matemáticas, en la comunicación, en la poesía. Por tanto, en cualquier ámbito de la realidad puede llegarse al conocimiento de su esencia, de su verdad, desde la contemplación de su belleza.
Y de igual manera que para tener la mejor perspectiva de un paisaje hay que moverse hasta dar con el ángulo idóneo, también hay que trajinar mentalmente con la realidad hasta dar con la postura en la que se percibe la belleza, y por tanto, su esencia, su verdad.
La inspiración del artista, la “posesión divina”, es ese trajín del corazón y la mente para mostrar la posición de la realidad desde donde se percibe la belleza. Esta inspiración crea algo nuevo, abre un camino que une la realidad material con la realidad ideal, es decir, crea símbolos (símbolo, de griego sinballein, reunir dos partes separadas previamente unidas). El símbolo requiere imaginación para poder interpretarse, y la imaginación es la herramienta imprescindible del artista y del observador para poder abrir esa puerta.
La imaginación y la inspiración son también necesarias para el poeta, el literato que trabaja con la palabra creando realidades inexistentes en lo material, pero que también conectan con un mundo ideal.
El catedrático Calvo Serraller[1] apunta que cada obra de arte encierra un relato, una historia, y que las buenas obras de arte son ante todo buenos relatos. Desde la hermenéutica sabemos que la realidad no puede comprenderse directamente si no es a través del lenguaje, con cuyos elementos gramaticales (oraciones o imágenes, según sea un lenguaje verbal o un lenguaje simbólico), se manejan las ideas que pueden explicar la realidad.
El relato de una obra de arte es susceptible de ser interpretado a través de la imaginación. Desde este punto de vista, no falta razón cuando se afirma que las obras de arte que deben ser explicadas no son tal arte.
Quizás en la existencia del relato artístico puede rastrearse la presencia de la belleza, asumiendo el principio platónico de los arquetipos (la igualdad entre Lo Bello, Lo Justo, Lo Bueno, Lo Verdadero), porque si el relato es verosímil (“Creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad”, Diccionario de la RAE), independientemente del material, estilo, técnica, recursos gramaticales empleados, etc, podrá percibirse la belleza. Si es un relato bueno, no incompleto o imposible y retorcido, entonces trasunta belleza.
Tal vez no sea imprescindible recurrir al canon clásico y clasicista (en el que la forma se ajusta, Lo Justo, a las proporciones) para alumbrar esa belleza soterrada, porque también puede recurrirse a un relato inspirado, que si es veraz y/o bueno, es bello.
De cualquier manera, el arte no se razona, se interpreta de manera intuitiva (símbolos), y esencialmente se siente. Y es que la presencia de la belleza produce sentimientos estéticos, una suerte de atracción, de enamoramiento hacia el ámbito donde se percibe lo bello (un paisaje, una profesión, una persona, una obra de arte). Este amor es la base del Eros, el Amor Primordial, que instaura las polaridades, y provoca el movimiento de buscar lo que nos falta para completarnos. El amor es esa búsqueda eterna, y la belleza que percibimos es como un anuncio luminoso que apunta hacia aquello que nos falta.
Y en relación a la pregunta de este artículo, “¿Es posible un arte sin belleza?”, no voy a entrar en una respuesta categórica, sí o no, porque no me siento capacitado para ello. Pero sí sé que no me interesa un arte sin belleza, un arte en el que no pueda desplegar un camino hacia la realidad esencial de la naturaleza, de mi naturaleza interior. No me interesa un arte que no me enamore.
Para terminar creo oportuna la siguiente frase de Kafka, escrita a su amada Milena Jesenská: “Quien conserve la capacidad de ver la belleza no envejecerá nunca”, para valorar la belleza en el arte.
[1] Francisco Calvo Serraller (2015). ¿Existe un arte sin belleza? En Historia de la belleza. De Fidias a Picasso. Círculo de Lectores, pp 11-29