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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Vuelvo a mis buenas costumbres. Noche cerrada. Hotel villariego; acaban de abrir. Esplendor de Venus en el cielo oriental. Orión es una rutilante caricia constelar en el cenit, pregonada a gritos por Júpiter. Ligera humedad. Rocío manso que me ha hecho activar con frenesí los botones correspondientes para desempañar los cristales del coche ¿por qué lo hacen tan difícil los fabricantes?; parece la cabina de mandos del transbordador espacial. Café humeante que me ha preparado Manolo, tras un desayuno, opíparo y rotundo, en casa a base  de huevos fritos con jamón turolense con el que a veces me premio tras tirarme de la cama a las cinco y media de la madrugada. Lo he tomado conteniendo el ansia —me apasionan los huevos fritos, o revueltos, incluso en tortilla—, a los compases del delicioso sexteto de Glinka, porque ya he renunciado a prestar atención a la sarta de mentiras, perdón, posverdades —variables y adaptables a cada momento para pastoreo eficaz de muchedumbres satisfechas con su pienso cotidiano—, emitidas sin descanso por los medios de comunicación que me tienen al borde del hartazgo, pues sé que nada puedo solucionar, salvo caer en la desesperanza absoluta, que va en contra de mi carácter, crítico, pero siempre ilusionado, vital, receptivo, y abierto a las menudencias de la vida, que suelen encerrar las mayores grandezas y profundidades.

Hoy, sábado, día 23, a las 8,05 horas, con el sol en Libra, nos llega el equinoccio de otoño, momento en que el planeta pasa por un punto de su órbita desde el cual el centro del Sol atraviesa el ecuador celeste en su desplazamiento aparente hacia el sur. Por tanto, es igual en este instante la duración de día y la noche (equinoccio viene del latín aequus nocte, noche igual) al igual que el equinoccio vernal que marca la llegada de la tibia primavera en marzo. La entrada del otoño varía a lo largo de los años entre el 21 y 24 de septiembre. A partir de ahora la inclinación del eje de la Tierra hará que el  hemisferio boreal se aleje del sol, y reciba sus rayos en ángulo más pronunciado, dando lugar a días más cortos y sombríos, hasta que alcance, en el solsticio de invierno, su punto más bajo en el cielo, retornado en busca de claridades y tibiezas a partir de ese momento.

Es un día perfecto para conocer la posición exacta de los puntos cardinales, pues el sol saldrá justamente por el este, y el ocaso se producirá justamente por el oeste. A partir de ese momento tal ocaso se irá desplazando hacia el suroeste, hasta que a partir del solsticio vuelva a retornar al punto de partida, ocultándose justo al oeste, de nuevo, en el equinoccio de primavera, para mudar su trayectoria hacia el noroeste buscando el solsticio de verano.

Al ser sábado hay poca gente desayunando a esta hora. Algún cliente del hotel que ha madrugado, mientras la tele emite una sarta de medias verdades, que mañana pueden ser desmentidas con total impunidad y complacencia por parte de todos. Eso es el pensamiento débil de la posmodernidad, en lo laico y lo religioso. Pido música. Manolo, me hace caso, desconecta la tele y elige una cadena musical, para volver a moverse febrilmente de aquí para allá con su peculiar movilidad, y, entre café y café con tostada gratinada —¿qué sería de una humilde tostada si no estuviera cubierta de pitanzas gratinadas? —, prepara  las sombrillas de la terraza exterior pues hoy promete ser un día cálido. El sol de los membrillos no perdona su cita anual. Las distintas cadenas nos martillearán con sus alusiones al veranillo de san Miguel, y que este ha sido uno de los septiembres más cálidos desde que se tienen noticias, cuando mis mediciones, que hago desde hace más de cuarenta años, me dicen que ha resultado de temperaturas más bien, hasta ahora, por debajo de lo normal para estas calendas, aunque se anuncia un veranillo apreciable. Pero hay posverdades con las que resulta inútil enfrentarse, pues ahora todo funciona de esta forma. Las páginas de Google que se abren sin previo aviso en el portátil te informan del nuevo contrato de Mbappé con el Madrid que se prepara para el 2035, y de la serie de saltos mortales con medios tirabuzones en cadena que están realizando sin previo aviso las hormigas rojas, preludiando un otoño que se va a salir por completo de los cánones previstos para este tipo de piruetas animales. Pequeñas minucias que dejaron de interesarme ha largo tiempo.

El café sabe a gloria y apuro hasta sus posos en breves pausas concedidas en la redacción de este artículo, al que falta muy poco para ser otoñal. No me conmueven los Cuarenta Principales, aunque fueran cincuenta tampoco captarían mi atención, por eso oigo con auriculares Caravansary,  una deliciosa pieza de Kitaro que siempre tiene la facultad, sin saber exactamente el porqué, de estremecer mi cuerpo prendido en un leve estremecimiento onírico, imán de países lejanos, que me trae esta música. Un homenaje a los caravasares, aquellas estancias diseñadas para descanso de los viajeros de la Ruta de la Seda, perdidas en los desiertos del camino real persa, o de los senderos armenio y azerbaiyano, verdaderas estaciones de carretera en la ruta de las caravanas, donde los peregrinos y sus animales de carga podían reconfortarse con un caldo caliente y un descanso apacible de algunas horas bajo las estrellas, antes de reemprender la marcha al perezoso compás de los andares desgarbados de los camellos que hollaban, con bellísima parsimonia, las rosadas arenas del alba…

Otoño; decadencia de lo vivo que encierra promesas de futuros esplendores. Se difumina la glauca paleta de la clorofila y es sustituida por antocianinas y carotenoides que entonan una sugerente sinfonía cromática de hojas voladoras que siembran compactos y crujientes tapices por los que discurrirán los amantes pisando, entre miradas de fuego y apasionadas caricias, todas las hojas de los parques en este tiempo de renovación y esperanza, pues todo ser vivo, debe morir, para renacer con fuerza en un nuevo mundo.

Otoño de frutos y bayas silvestres multicolores: serbas, acerolas, majoletas, zarzamoras, endrinos, madroños, arándanos, uvas, caquis, almendras, azufaifas, almecinas, membrillos y gamboas, avellanas y nueces que son fuente de salud escondida en sus circunvoluciones cerebrales, deliciosas granadas aliviadoras de próstatas inflamadas e incontinentes, incendios de pyracanthas, cotoneaster, aronias, o ardisias… Otoño, cuando tras las primeras lluvias, salen a jugar al corro, en seductores aquelarres, los primeros y elegantes sombrerillos micológicos, prometiendo delicias gastronómicas sin cuento, o alertando con sus tonos carmesíes de indeseables intoxicaciones.

Últimos bramidos del ciervo por nuestras serranías jaeneras, calizas o silíceas, en busca de hembras fértiles con las que aparearse. Serán elegidos los más fuertes y tenaces, para que la selección natural siga desempeñando su secular cometido. Los machos vencidos, muertos de vergüenza, se adentrarán en la espesura, deprimidos e impotentes. Me contaba un antiguo guarda forestal segureño, que alguna vez había visto a alguno llorar de pena, en silencio, agazapado en su cobijo entre el ramaje, pues algo le hacía intuir que sus genes iban a quedar mudos a partir de ese momento.

Otoño de vuelos aventureros de regreso a zonas más cálidas. Especies como la golondrina, el vencejo, los aviones, la cigüeña blanca,  la codorniz, la grulla, el halcón abejero y pájaros de todos los tamaños y especies, como, abejarucos, carracas, ruiseñores… cruzan Gibraltar antes de que lleguen los fríos primeros.  
Otoño. A mi mujer le apasiona Granada. Allí estudió interna su carrera de Enfermería en el Hospital Clínico, y trabajó en su residencia sanitaria. En sus calles me conoció una tarde de noviembre de 1971. En el delirio barroco de la Cartuja se casó conmigo en un sereno, dilatado y hermoso atardecer septembrino de otoño primerizo. Allí nació nuestra primera hija, una tarde de Corpus, y de su seno  salió llorando, como magdalena inconsolable, una década después de haber descubierto tan intemporal enclave, y lo hizo por amor, pues yo buscaba Jaén, la tierra de mis ancestros para aposentarme en ella. Pero el poso de Granada jamás se ha difuminado en su corazón; tampoco en el mío. Por eso hoy hemos volado, como tantas otras veces, a reencontrarnos con tanto recuerdo compartido

Granada era un ordenado bullicio. Día grande. Todas las miradas en la fachada de la basílica estampada de caliza de Sierra Elvira. Apuntan al cielo los negros y elegantes chapiteles recubiertos de teja vidriada. Velas para la Virgen angustiada, que va a procesionar por sus calles, como cada último domingo septembrino. Está en majestad sobre su trono de plata, entre el blanco, verde y rosa del adorno floral, sencillo, pero muy delicado. Bulevar de las Angustias, coronado de majestuosos plataneros, repleto de paseantes, ambiente festivo, decenas de casetas donde ofrecen sus coloristas productos equinocciales, o las típicas tortas de la Virgen de crema o cacao, amén de las sabrosas tortas de chicharrones, de cuyo conjunto se ha aprovisionado mi mujer con su habitual e inconfesada bulimia hidrocarbonada y chocolatera.

Granada es siempre una fiesta de los sentidos, un enclave de hermética belleza, un centro de poder, una blanda sonrisa, una caricia para el  alma, un pellizco en el estómago, una puerta del acceso al Universo… Una ciudad que, aun siendo la misma de siempre, cada vez nos parece renacida, pues no se terminan de descubrir todos sus esplendores inasibles. En este día de otoño recién estrenado su luminosidad es demoledora. Agradable tibieza. Cortantes claroscuros. Se perfilan nuevas impresiones cromáticas en las copas de sus árboles, en sus fuentes y paseos arenosos, junto al Genil, en el verdical de las alturas alhambreñas y sacromontanas, en el limpio y nítido azul celeste. Paseamos junto al quiosco de las Titas, rememorando tiempos pasados, citas de amor, conversaciones interminables de pupilas dilatadas, que aún podría reproducir, frase a frase, desde el sagrado archivo de la memoria.

Nos acompaña mi hijo Daniel que quiere hacerme recordar al detalle antiguas impresiones y postales vitales, para no perder ripio de un tiempo perdido que le afecta. Todavía me tiene para relatarle el pasado. Daría años de vida para que vivieran mis abuelos y poder preguntarles acerca de mil detalles que entonces no fui capaz de indagar. Y le hablo largo y tendido de una década inolvidable. Fueron años ingenuos y esperanzados, plenos de energía vital, años de aprendizaje de variadas disciplinas y sobre todo, de la primordial asignatura de la vida que uno tarda tanto en aprender y mucho más en licenciarse, pues el doctorado si es que llega, lo hace muy tarde, porque, aun cuando creemos, en nuestra infantil ingenuidad, saberlo todo, cada día, abriendo bien los ojos, descubres cosas nuevas e imprevistas sobre las personas que te rodean y el curso de los acontecimientos que nunca dejan de sorprenderte. Y, sobre todo, sobre ti mismo. Mueres aprendiendo a vivir.

Otoño hechizado granadino. Colores ambarinos. Gozosa nostalgia de lo vivido. Es la hora de reponer fuerzas en un local de los Vergeles, junto a la plaza de Fontiveros, que alumbró para mí un amigo jaenero radicado hace décadas en esta tierra. Desde entonces lo visito con alegría, pues nunca me defrauda, pese a su encantadora sencillez, o quizá por eso mismo; estoy hastiado de estrellas gastronómicas recauchutadas, prefiero planetas más cercanos y hogareños. El paseo nos ha despertado los jugos gástricos. Así pues, hacemos los honores a las exquisitas y generosamente aviadas migas de harina, amén de berenjenas, pulpo, costillas, boquerones desraspados, una insuperable y jugosa caldereta de cordero… viandas que son degustadas entre trago y trago de un vermú muy agradable, recordando viejos tiempos y los lamentos de mi mujer por haberse visto acuciada a entregar la llave de la ciudad, como Boabdil, sin haberse resistido. Pero el amor te obliga a tomar decisiones dolorosas muchas veces.

Camino del Violón, en la confitería Flamboyán, el café, el suflé y la mallorquina ponen una nota singular en esta hora de la tarde antes de emprender el regreso al valle de río Eliche. Viajamos hacia una estrella polar invisible aún bien aprovisionados de viandas, de recuerdos antiguos y de impresiones otoñales de la ciudad que nos acogió durante diez años de nuestra vida, dejando una huella en nosotros que nadie podría borrar, ni tan siquiera lo intentamos, pues somos lo vivido a lo largo de los años, y Granada está ya impresa en nuestra forma de abordar y rememorar la existencia.

Cruzamos las afueras de Jaén y, una vez más, nos toca el corazón el paisaje sur de esta ciudad, quedando absortos pese a la costumbre, pues es una maravilla difícil de igualar. Nos abruma  el grandioso y violáceo señor Jabalcuz, vigía maternal de nuestros contornos, la magia, el olor y el frescor de la arboleda de un balneario desgraciadamente aún desaprovechado por nuestra incuria tradicional, el Portichuelo, donde se abre a los sentidos una deliciosa y dilatada postal de serranías calizas, cañones cortados a plomo, bosque olivarero y cumbres sureñas subbéticas, azules y lejanas, que pronto blanquearán con fuerza —auguro nieves generosas en los próximos meses— el amplio valle excavado sobre margas cretáceas por el río Eliche en cuyas alturas se asienta la casa en la que vivo hace veinticuatro años.

Pongo fin a este escrito en otro amanecer en el hotel delante de mi sempiterno café cortado con canela, oyendo una canción delicada e insondable del beatle George Harrison que martillea mi corazón hace días. Se trata de Someplace else, de su decimoprimer álbum de estudio publicado en 1987, Cloud Nine. Sin saber por qué y en misteriosa y causal sincronía junguiana —nada es casual, todo está misteriosamente hilado— la asocio a tiempos pasados de aquellos otoños granadinos en que el amor de una cartagenera y la inmortal belleza de una ciudad me hacían pensar en una Arcadia inmerecida, pletórica  de promesas futuras. Canta George el beatle más espiritual y creyente, el más sereno, el de mayor riqueza interior: You got into my life I don’t know how you found me, but you did It stopped me heading someplace else…”te metiste en mi vida, no sé cómo me encontraste, pero lo hiciste. Me impidió ir a otro lugar…” I need you now to be beside me while all my world is so untidy… “Necesito que ahora estés a mi lado mientras todo mi mundo está tan desordenado…”

¡Era como una llamada de socorro…! Pasado, presente y futuro admirablemente sincronizados. No existe el tiempo. Los distintos planos temporales se muestran en idéntica perspectiva. Todo está enlazado; hasta el detalle más nimio. Lo entiendes con el paso de los años. Esta canción de los ochenta está hablándome de mi complejo mundo de los setenta. Por eso no me la podía quitar de la cabeza desde hace días. Anticipaba un domingo de otoño primerizo al pie de Sierra Nevada.

Una canción bellísima con una letra certera y directa que en este equinoccio siembra en mi interior un revuelo crujiente de hojas marchitas; caleidoscopio inefable de recuerdos todavía intensamente vivos que anuncian nuevas y esplendorosas primaveras.

Foto: Un puesto de frutos de otoño, en Granada.

                                 

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