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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Es Los Villares pueblo entrañable y acogedor, a un paso de Jaén. Campos Elíseos olivareros y montañosos preñados de paisajes sublimes, donde vivir resulta gratificante. Ubicado en el valle que el río Eliche ha excavado a lo largo del tiempo en las margocalizas del cretáceo, modelando además un profundo cañón vertical en las calizas jurásicas subbéticas; ceñido y sobrecogedor portillo que conduce la corriente hasta el Puente de la Sierra entre parajes fluviales sugerentes, mutantes cada año con temporales y riadas. Angostura que recorría en mi juventud al final de la primavera para descubrir nuevas pozas y chilancos y así remojarnos entre ranas, ágiles saltadoras olímpicas, coloristas martines pescadores y culebras acuáticas inofensivas. Un espacioso valle encajado entre la soleada falda sur de Jabalcuz y los cortados de las Cimbras, con el soberbio voladero de los Tajos de la Veleta planeando imponentes sobre los meandros del río, mientras se revisten de pan de oro, con magia e inenarrable ternura, en el fuego del atardecer.

En estos pagos arcádicos vivo hace un cuarto de siglo. Cinco lustros que se me han hecho bastante cortos debido a la paz, quietud y serenidad que se respira en estos contornos, el continuo trato íntimo con la naturaleza, las seductoras noches de fases lunares cambiantes, palpitante jardín de estrellas y exacta geometría de constelaciones, la presencia, a poco más de un km de un pueblo cercano, con todos los servicios necesarios, que está aumentando a buen ritmo su población, lo que hace una existencia plácida lejana al bullicio y al angustioso tráfago circulatorio de los Jaenes que ya me resulta insoportable. Y eso que soy nacido en el centro, en aquella deliciosa y aniquilada Plaza de las Palmeras, y más tarde morador de un piso en el inicio del Paseo de la Estación, pero aquellos eran tiempos distintos, otros usos y costumbres, otro tipo de periplo vital.

UN HORARIO VITAL

Aquí cumplo una cotidianeidad perfectamente reglada, sometida a un horario, no inflexible desde luego, pero diseñado hace tiempo por mis nuevas experiencias; un ritmo biológico adecuado a mis actuales expectativas vitales. A la cinco y media de la madrugada salto de la cama indefectiblemente para prepararme un sustancioso desayuno  —huevos fritos o revueltos cuatro días a la semana, pan integral con aceite, aguacate, tomate y jamón, y un zumo de granada o naranja con toda su fibra—  tras doce horas de ayuno, pues ceno entre cinco y media y seis de la tarde. Desechada radio y televisión, con sus mantras inapelables, sus rígidas proclamas partitocráticas que deben oírse genuflexos cual si fueran el oráculo de Delfos, su publicidad agobiante… Descartada  igualmente Radio Clásica que, desde hace años, se ha ido transmutando lamentablemente, en “Radio Palabra” pongo música de mis preferencias, sin faltar de ordinario Bach a la cita, como cuando escribo estas líneas y suena el grandioso y conmovedor Oratorio de Navidad que me acompaña en estas calendas hasta el día del sublime prodigio ocurrido en Belén bajo el esplendor del prodigio celeste. Me deleito con distintas versiones de esta obra sublime  —las de Karl Richter, Renée Jacobs y Nikolaus Harnoncourt son mis favoritas—. Tras un aseo conveniente, a las siete y media de la mañana estoy en la puerta del hotel ACG, a trescientos metros de casa, de cuya una de sus mesas junto al ventanal soy cliente inveterado. Me reciben con una sonrisa cercana, humeante ya en la barra mi café cortado del alba con una pizca de canela y un vaso de agua helada donde disuelvo un comprimido de vitamina C con zinc y selenio, por ahora, gracias a Dios, la única pastilla que tomo con cierta asiduidad.  Tras una hora de escritura contemplando en las pausas un ir y venir de clientes tempraneros: trabajadores, olivareros que van al tajo, funcionarios, gentes insomnes que se tiran de la cama con el canto del gallo, viajantes…, que, con cara somnolienta y mirada ausente, toman su taza de café o su tostada gratinada —¿qué sería de una tostada sin gratinar?;  igual se pasaba hambre—, vuelvo a casa y me dispongo a una marcha a buen ritmo con mi mujer por un circuito que vamos variando cada cierto tiempo, de unos ocho a nueve kilómetros. Tras la ducha reparadora atiendo a mis estudios de la UNED un par de horas antes de la comida de la una, momento en que reparamos fuerzas. Tras una breve siesta ya es hora de dedicar mi atención a la lectura, mi pasión cotidiana. Si la temperie lo permite lo hago en el jardín, situando el cómodo sillón de lectura en diversas posiciones alrededor de la casa. No hay placer similar en la vida que leer al aire libre, descansando la vista de vez en cuando para contemplar la falda sur de Jabalcuz, el cortado de las Cimbras, las alturas del Salto de la Yegua o la Cueva del Contadero, donde dicen que antaño se aparecía la virgen a Flora, una villariega, sin que la leyenda se haya mantenido en el tiempo, o la soleada lontananza del Cerro del Viento, en cuya cima parece que existió un templo dedicado a Isis —algún fragmento de columna rodada por sus pendientes he podido saber de su existencia— deidad  venerada a partir del siglo II en la España romana, como diosa del cielo, la tierra y el inframundo, quizá debido a la devoción del emperador Adriano por las divinidades alejandrinas que fue introduciéndose en las provincias del gran Imperio. Y tal devoción llegaría a la cercana Colonia Augusta Gemella Tuccitana, situada bajo la imponente peña que, si fuera de azúcar… dispararía el número de diabéticos de aquellos pagos. Martos, la antigua y noble villa, cuna y emporio mundial del oro líquido y de la grata acogida de sus moradores.

RUTAS DE ENSUEÑO

Todas estas alturas que circundan mi existencia las he recorrido innumerables veces, solo, con alguno de mis hijos, con amigos andarines, o con mis recordados alumnos en las excursiones que cada sábado del año emprendíamos desde Jaén. En una de ellas, cuando todavía moraba en los Jaenes, marchábamos a pie desde la puerta del Instituto “Fuente de la Peña” hacia el Puente de la Sierra, pasábamos el Berenguel, nos internábamos en la carretera de Otiñar, buscando fósiles en el nivel de calizas nodulosas del ammonítico rosso descubriendo distintos tipos de ammonites —la RAE incluye en su diccionario el término amonites—, antecesores jurásicos, con concha externa, de nuestros cefalópodos actuales, entre ellos el armonioso Hildoceras bifrons modelo de simetría espiral en su concha externa calcárea. Pero, también descubríamos belemnites y aptychus, en este nivel que aflora junto a la carretera. Más tarde, a la altura del ruinoso cortijo de la Palanca, remontábamos la dura pendiente que concluye en los pedregosos llanos kársticos abiertos al imponente otero de los Tajos de la Veleta, dejando a nuestros pies el cortijo Mingo. Tras deleitarnos con la despejada vista nos refugiábamos en la Cueva del Contadero, donde reponíamos fuerza, amenizados por un coro mixto de balidos de cabras, ladridos de perros pastores e imponentes mastines, celosos guardianes del agreste paraje, algunas veces con la voz solista de barítono rural en forma de amena conversación del cabrero con el que compartíamos una siempre instructiva charla, y hasta un generoso corte de un queso, coriáceo, rotundamente odorífero, pero igualmente sabroso, que él llevaba en la faltriquera. Había perdido ambas manos por efecto de un mal rayo que le alcanzó de lleno en una tormenta de la que no pudo guarecerse. Pero manejaba sus prótesis de acero, con singular pericia, para cortar el queso o encender un pitillo tras otro, maniobras que mis alumnos contemplaban con los ojos abiertos como platos. Más tarde bajábamos a la carrera hasta Los Villares, donde los más agotados, o indolentes, tomaban el autobús de las cuatro hacia Jaén, mientras que el resto, conmigo a la cabeza y trochando por atajos, poníamos rumbo hacia el Portichuelo, nos adentrábamos en la senda que nace junto al Mirador, pasábamos junto al “chilanco Elías” pago jaenero tan visitado por bañistas, gestores de arrumacos atrevidos, cuando no decididamente libidinosos, y arrapiezos de la época, para salir frente a la ermita del Cristo del Arroz y entrar en Jaén, con más de veinticinco km en el cuerpo, pero con el espíritu renovado. La delicia final del día era sumergirme en casa en la bañera rebosante de agua hirviente a la que agregaba un litro de infusión de romero, alucinógena y relajante alquimia que me hacía a veces quedar dormido en poco tiempo —sin melatonina alguna, meditaciones tibetanas, ni gabinas de cochero—, y debía ser despertado por mi mujer algo extrañada de mi tardanza. Era el culmen glorioso de una completa jornada.  

Prosigo tras la digresión el relato de mi rutina diaria. Una cena frugal y temprana, entre las cinco y media y seis de la tarde, preludia un paseo para desentumecer la musculatura seguido de una tabla de mancuernas con ejercicios de fuerza delante del crepitante hogar de leños al compás de una música agradable, un documental de You Tube, o alguna  entrevista con algún sabio personaje que tenga algo interesante que decir, que enseñar, o que hacerte pensar —hecho cada vez más difícil de encontrar en los tiempos vacuos  y falaces que corren—, y no las doctrinales simplezas cotidianas con las que nos deleitan ciertos farsantes. Ya es la hora de relajarse convenientemente, atender a pequeñas minucias y tomar una buena ducha nocturna antes de entrar en la cama a las nueve y media, en compañía de un buen libro —ahora releo a Huxley—, antes de apagar la luz, a las diez de la noche, para columpiarme en brazos de Morfeo hasta antes del alba. Lógicamente esto es un dietario tipo, que se altera por las diversas contingencias de la vida cotidiana: salidas y entradas, atención hacia asuntos inaplazables fuera de casa y diversos incidentes que alteran tal deliciosa cotidianeidad septuagenaria, pero el esquema básico consiste en eso. Y me hace feliz, pues, en esta etapa de mi vida, me basta, y hasta me sobra. No necesito más.

UN HOTEL ACOGEDOR

El Hotel ACG villariego está regentado por Juan Castillo, un villariego industrioso y activo. Trabajador y emprendedor, imaginativo e incansable, toda su vida, que posee también una herrería, profesión en la que ha destacado como verdadero artesano, yo diría, artista, pues se nota en la decoración, moderna y atrevida del interior de las instalaciones. Es un hotel confortable con espaciosas dependencias que da cobijo a viajeros de toda índole que ocupan sus habitaciones y desayunan a mi vera las suculentas pertenencias que les preparan, con amabilidad y sobrada maestría, Illo, Carlos, Nerea, Sonia, o Leti, que suelen ser quienes atienden, con diligencia y sencilla cercanía, la barra de la cafetería a esta hora tempranera, porque más tarde también acuden Mari Carmen o Rodrigo. Posee un magnífico restaurante cuyos platos nunca defraudan. Y un amplio y confortable salón que acoge bodas, bautizos, comuniones, reuniones diversas y eventos multitudinarios. Pese a sus proporciones resulta íntimo, nada agobiante, cuyos contratantes salen encantados del trato y menú, y esta es la prueba clave, pues tienen concertadas la celebración de tales ceremonias y eventos con años de antelación. La cocina del restaurante también es punto fuerte del local, para tomar unas tapas, siempre sorprendentes, o comer exquisiteces, preparadas con solvencia y buen conocimiento de los fogones por la experta mano de sus cocineros, comandados por Paco, el jefe de cocina. Por otra parte, en verano se abre una acogedora terraza exterior, sobre el río Eliche, arrullada de fuentes, músicas deleitosas y temblores de candelas celestes en las noches el estío. Espacio idóneo para compartir una copa o una cena de amigos o familia, o simplemente para solazarse con el agradable frescor de este rincón villariego que siempre ha tenido fama entre los jaeneros pues vence los rigores de la temperatura de un estío capitalino que es más propio del corazón del Sahara; un pequeño anuncio del infierno, ese que ahora dan como amortizado allá por las colinas vaticanas.

REUNIÓN PRENAVIDEÑA

Perfecto enclave por tanto para celebrar una nueva reunión prenavideña de este grupo al que pertenezco con orgullo que no es otro que la Octava de Maristas, aquella inolvidable promoción cuyos miembros comenzamos nuestros estudios en el viejo caserón de la Plaza de la  Merced, el palacio del capitán Quesada y Ulloa, para trasladarnos más tarde, en el curso 56-57 a las modernas, luminosas y espaciosas instalaciones del nuevo colegio diseñado por Ramón Pajares, el gran arquitecto santanderino que echó raíces en nuestra ciudad de los vientos y los sueños. Promoción que terminó el bachillerato en el curso 65-66, y al año siguiente el Preuniversitario. Es decir, que muchos de nosotros nos conocemos desde hace setenta años, y, aunque después de aquellos años de magnífica y exigente formación cada uno siguió caminos profesionales y personales diversos, gracias a la labor incansable de Antonio Carrascosa, siempre ligado a la estela marista y al cariño infinito hacia sus compañeros, bien arropado por Antonio Serrano, Jesús Trigo y Pepe Calabrús, nos reencontramos a los veinticinco años de haber terminado el bachiller, repetimos encuentro a los cincuenta, en nuestras bodas de oro promocionales, y, desde entonces, nos vemos varias veces al año de manera reglada, amén de muchos encuentros semanales de algunos de nosotros al calor de una entrañable conversación, amén de unos tallos jaeneros, del país o de patata, con chocolate espeso y agua clara al lado que preludia la copita final de Castillo de Jaén, verdadera hidromiel del Valhalla, y de un grupo de wasap en el que se emiten centenares de mensajes diarios con fotos y proclamas de todo tipo que mantienen y alientan esa unión imperecedera que liga para siempre a los que compartieron los primeros años escolares, sin duda la amistad más estrecha y sólida que se establece en  la vida, pues en muchos casos al encontrarnos con un antiguo compañero y tras muchos años sin verlo comenzamos a hablar sin rodeos como si hubiera sido ayer nuestro último encuentro.

Reunión perfecta, entrañable, emotiva, deseada, cercana, relajante, instructiva, nostálgica, amena, íntima… Por mucho que nos veamos siempre nos parecerán pocas las veces que estamos juntos. A esta edad resulta confortadora la presencia de compañeros del alma, tan distintos a veces, pero siempre tan próximos y unidos por lazos indelebles; de los que ligan los corazones para toda la vida. No necesitamos fingir. Tan solo ser como somos.

Y ¿qué hablar del ágape compartido que nos han ofrecido en el restaurante del hotel? Sorprendente, admirable, amplio, variado, de notable calidad en todas sus preparaciones y a un precio más que contenido. Delicadezas de variados entrantes, sólidos, creativos y bien cocinados, lejanos a las engañifas con que tantas veces nos “obsequian” en ciertos lugares de cuyo nombre no quiero acordarme. Un marisco fresco y saludable, preludia la llegada de los platos principales: una portentosa y sorprendente lubina rellena cuyo paladar impedía hasta la conversación para no perdernos ni una sola de las sutiles informaciones que registraba al cerebro procedentes de las papilas gustativas. Cerró el ágape una carrillera, en su punto, aunque muchos no pudieron llegar a degustarla porque estaban ciertamente ahítos a esas alturas. Yo hice un esfuerzo y pude con todo, aunque el resto de la tarde estuve a base de pequeños buchitos de agua mineral con gas, y moderada sinfonía de regüeldos que procuraba silenciar en la medida de lo posible, hasta que al día siguiente pude recobrar mi habitual cotidianeidad de usos y costumbres. La foto conjunta en la espaciosa terraza, ya entre dos luces, fue digno colofón a reunión tan deseada y vivida con entusiasmo, como todos nuestros encuentros, intensamente, apasionadamente. Hay que valorar a quienes vinieron desde Madrid, Málaga, Granada, y tantos otros rincones provinciales al ágape compartido, pues no quisieron faltar a la cita.

Destaco el trato perfecto, siempre profesional, vigilante, correcto, atento, amable, pero prudente, no invasivo, de quienes nos atendieron, dirigidas por Paqui, verdadera alma mater, perfecta gestora  y fuerza motriz, mental y cordial, de este hotel villariego que para mí ya es acogedor rincón diario del inicio de mi jornada. Sin duda volveremos a juntarnos aquí; es el deseo de esta promoción inolvidable que llevamos tan largo y fecundo camino recorrido.

UN AMISTAD SAGRADA

Honor y gloria a la amistad entre antiguos colegiales ese parentesco sin sangre del que hablaba nuestro Calderón de la Barca. Porque hicimos nuestra propia sangre colectiva desde que no levantábamos ni un palmo del suelo, ya que, codo a codo, sufrimos, reímos, jugamos, nos formamos admirablemente; aprendimos a ser hombres, a vivir. Y todo, juntos. A veces discutimos, nos peleamos y hasta nos distanciamos, pero tantas y tantas cosas habíamos compartido sin darnos cuenta que ya era imposible romper esos lazos sagrados. Y ahora, setenta años después resulta que estamos atados por hilos invivibles de inefable ligadura, pese a estar lejanos muchos de nosotros en el espacio. Porque, como decía Balzac, lo que hace indisoluble y eterna a las amistades y dobla su encanto, es un sentimiento que le falta al amor, y es la certeza. Esa certeza la tuvimos los jóvenes colegiales desde el primer día que el destino nos puso uno frente al otro para aprender a vivir. Y la seguimos teniendo. Eso nos une en la recta final de la existencia, aunque siempre les digo que quedan aún unos 36-38 años, 32 si viéramos algunos telediarios, imparciales, por supuesto.

En el acogedor y entrañable hotel villariego, que ya casi es mi segunda casa, aporreando entre sorbos de café las teclas del alma y los recuerdos compartidos, he escrito esta memoria sin llegar el alba aún que por algo estamos en los días del año en que amanece más tarde, y más con ese descabellado adelanto horario que tenemos y no se deciden a cambiar para recuperar nuestros perdidos ritmos circadianos. Me he sentido muy bien al hacerlo. Recordar es volver a vivir.

                                              Ramón Guixá Tobar

Foto: La Octava de Maristas en la terraza del hotel villariego.

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