A Alberto, músico de Jaén
Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Camino con cautela, muy despacio, por el arrabal de San Miguel. El adoquín aún resiste y no es asfaltado en su alma: me evoca amor y melancolía por lo antiguo.
Voy a casa de mi amigo Alberto —recientemente restaurada—. Desde su terraza se observa la decadencia de la Iglesia de San Miguel; enterrada o rea entre los muros de otras casas.
Es hoy un día especial para mi amigo: después de mucho tiempo va a conocer a un ilustre personaje de esta ciudad que algunos tan poco quieren —el reptil verdidiano—.
El animal consciente de las virtudes del músico, me ordenó concertar una cita con el creador de melodías: quiere darle las gracias y la bienvenida por su valentía de querer vivir en lo más hondo de la ciudad.
En la transparencia de la noche, nos citamos, en la fuente de los caños, allí, en la tahona, el pan parecía hecho por la misma mano de Dios.
Descendemos, por la cuesta de San Miguel; y traicionando al sentido común callejeamos, y escuchamos cantar y orar a las hermanas clarisas ante el Cristo del Bambú; vemos el pescado remojado en la calle de su mismo nombre. Y a través de la Santa Cruz desembocamos en la plaza de los Caños.
Los ojos del músico hermosos como los personajes de un cuadro del pintor Carrillo, muestran su asombro al lagarto dentro de la fuente, en remojo, al claro de una luna llena.
Se abrazan y hablan; no es necesario ningún tipo de presentación: sus almas están en conexión desde siempre, aunque estos crean no conocerse.
La noche sigue dibujando estrellas. Enfrente en los baños del naranjo el jaenés disfruta de la magia del agua, del rito purificador que permite hablarle a su Dios.
Amanece que no es poco. El lagarto desaparece con docilidad.
Alberto sube la cuesta, su ritmo lo marca la emoción, tan íntima. Ya tiene algo más que componer.
Y yo mientras, sueño despierto para poder hallar la poesía entre las piedras.
Foto: Monumento al Lagarto de La Magdalena, en Jaén.