Por MARI ÁNGELES SOLÍS / La noche cerrada. Rodeada de silencio. Los olivos parecían figuras grotescas bajo la densa niebla. Ella no podía dar un paso. Un fuerte dolor en su vientre le anunciaba que el momento había llegado. Pero estaba sola, sola… rodeada de niebla y olivos.
Intentó caminar un poco aunque la escarcha que lloraba en el alba paralizaba sus huesos. Tenía que continuar, no podía ocurrir aquello tan hermoso estando sola, perdida en el campo y rodeada de nieblas extrañas. Tal vez, todo aquello era un sueño. Pero el dolor era intenso y real.
Se recostó en un tronco o, más bien, se abrazó a él para poder soportar el dolor de sus adentros, sentía cómo sus entrañas se revolvían, sus dientes rechinaban por el miedo. No podía ser allí, estaba sola y perdida. Fue entonces cuando aquel dolor se volvió intermitente y, de entre sus piernas, iba naciendo un manantial.
Las ramas arañaban sus brazos y ella se retorcía. Abrió sus piernas. El momento había llegado. Estaba sola, perdida… pero tenía que luchar. Sus entrañas desbocadas, su pulso acelerado, sus gritos angustiosos… y, mientras tanto, el alba tejía una sábana blanca para cubrirla. Quedó agotada, sumida en un profundo sueño que acariciaba sus sienes. Fue entonces cuando le oyó llorar. Sí, ya había llegado el momento. Había parido sola, perdida… pero había traído al mundo a su hijo, bajo la niebla del alba que la observaba como un puñal de doble filo.
Abrió los ojos y vio todo blanco. No escuchaba el llanto del niño. Y gritó, gritó desesperada, ¿dónde estaba su hijo? Una enfermera se acercó, también un doctor para intentar tranquilizarla. Pero ella, fuera de sí, sólo quería encontrar a su hijo.
Y el médico le dijo, con la mirada entre nieblas, que no había ningún hijo, que tres noches antes la encontraron desvanecida, sola y perdida, abrazada a un olivo. No había rastro de ningún niño, ni en su vientre, ni en el resto del infinito. Pero ella había escuchado su llanto, ella estaba preñada de un niño, lo sabía el alba aunque callaba con su puñal de doble filo.
“¡Me lo ha robado el árbol, el olivo tiene a mi niño!”. Cogió sus ropas y salió del hospital. Tenía que encontrar a su hijo. Su boca se llenaba de maldiciones mientras corría hacia el campo, en busca de aquel lugar escondido donde de entre sus piernas salió la luz del alba, donde el destino vomitó un destino vacío.
Y allí estaba el árbol, grandioso, con sus hojas medio giradas como ojos que se vuelven con una bella canción de nana. Enloquecida, corrió hacia él intentando herir su tronco. ¿Dónde, dónde está mi hijo?.
- ¿Qué haces mujer? – le preguntó un viejo campesino.
- El olivo, este olivo ha robado a mi hijo – respondió ella.
- No, mujer, los olivos no roban, los olivos dan cobijo.
- Pero la otra noche, cuando al alba cayó la niebla, yo parí aquí a mi niño – susurró ella, en un suspiro.
Y en los ojos del viejo, volvió a ver la niebla. Ella, dejó de sacudir al olivo. Y un sentimiento extraño se apoderó de su alma. Inconscientemente, se abrazó al olivo. Y, al rodear con su cuerpo al viejo tronco y arañarse con sus ramas, sintió que dentro del tronco y en su corazón se escuchaba el llanto de un niño. Allí estaba su hijo. El olivo estaba acunando al niño, con una canción de cuna que le prestó la niebla, aquel día que al llegar al alba ella estaba sola y perdida… entre los olivos.
Foto: Y allí estaba el árbol, grandioso, con sus hojas medio giradas como ojos que se vuelven con una bella canción de nana.