Por ANTONIO DE LA TORRE OLID /
“Duelo” (según la RAE y en su segunda acepción, no siendo reto entre dos) significa dolor, lástima, aflicción o sentimiento. Aquí nos referimos a ese sentimiento sí, pero sostenido en el tiempo, un período desigual según la persona, en el que se digiere un trauma o una pérdida, bien de alguien pero también de un animal o de una cosa que se aprecia.
Y entre las cosas, están nuestros libros, a los que se tiene tal apego, que cuando se desposeen, pareciera que se llevan algo de nosotros, porque uno formó parte de un momento vital, otro nos hizo crecer, ese entender, aquel ser más libres, este nos lo regaló tal persona, ese nos evoca un hecho y aquel otro nos sedujo tumbados en nuestra cama y sin movernos como pieza artística.
La metáfora que mejor ayuda a entender este desgarro la pueden representar cientos de jóvenes jiennenses, ojala sean cada vez menos, que deben marchar a otro lugar a encontrar trabajo y su maleta no puede superar los veinte kilos en el avión; pero sobre todo, esa gran mayoría que tarde o temprano se emancipa de sus padres e igualmente se traslada a un apartamento y en muchos casos a una habitación en un piso compartido, que sólo dispone de un armario… Es el decalaje que le ha tocado vivir a buena parte de esta generación.
Aunque para ellos, visto desde su mentalidad, el anhelo de sus libros, quizás no sea tan intenso. Ahora estarán ocupados en primum vivere, deinde philosophare. Por cierto, que suele ser injusto decir que los jóvenes de hoy leen menos, por el hecho de que los veamos menos tiempo con un libro en la mano ni tengan una estantería llena de ellos. Harina de otro costal es el hecho de que, en edades más tempranas, ya otro día si eso, hablamos de la abundante clientela que espera a los oftalmólogos, por tanto niño ya atávico que no levanta la vista del celular. Pero retomando la seriedad, ese desapego de los jóvenes por el libro puede que también proceda de un primer cambio de paradigma, pues toda esa parte de su vida por suerte, si se desplazan, puede caberles en una tablet o en un ebook.
Pero si se trata de esos adultos que el día de mañana se marcharán precisamente a vivir cerca de donde han ido sus hijos, o sencillamente a una vivienda más practicable y por tanto reducida, de nuevo asistimos al desgarro de pensar qué va a ser por ejemplo, de casi 1900 volúmenes. Será nostalgia, será melancolía, pero no dejan de ser bellos sentimientos humanos, a veces también animales, como el del perrito que se ve abandonado.
Y entonces toca plantearse si esos libros directamente deben acabar en el punto limpio; o en cambio sobre todo para nosotros y para ellos, de manera más digna (observemos que endosamos un atributo humano a una cosa), y a la vez más filantrópica, debamos entregarlos en un colegio o en una biblioteca. O bien la donación de nuestro legado engordará nuestro ego, o bien pueden decirnos que allí no, que están saturados de recibir enciclopedias.
La misma pretensión de tenerse por persona leída, de tentación intelectualoide, puede devenir por haber hecho ese cómputo de 1900, o puede que no signifique nada. Sí lo significará apenas que nos embargue el pudor como para tener que hojearlos uno por uno, vaya que se cuelen íntimas anotaciones al margen, una dedicatoria o un separador personal. Entonces los libros van ganando enteros en nuestra consideración. Y más enteros aún si tememos que con ellos, con la leyenda de sus autores y títulos de sus portadas, hasta con nuestros libros de estudiantes, con nuestros apuntes, se puede ir parte de nuestra memoria. Y eso es así pues, cuántas veces miramos ese libro de nuestra estantería o escuchamos que hablan de aquel otro en la radio y nos fastidia no recordar bien su argumento o sus personajes. Relax, somos imperfectos, lo importante en el fondo es el eco que dejaron las sensaciones de su lectura.
Contra ese temor a nuestra desconfianza por nuestra desmemoria, nuevamente hay esperanza, aunque eso sí, acompañada de un segundo cambio de paradigma, que afecta a nuestra antropología. Igual que cada vez realizamos menos cálculos matemáticos porque los tenemos a golpe de calculadora del móvil, nuestra capacidad memorística puede verse mermada con el paso de los siglos, pues ahí está el buscador y wikipedia cada vez que necesitemos recordar. No lo vivamos mal, mejor pensar que vamos a tener más tiempo para hacer más cosas con las manos… y con el dedo.
Aceptémoslo, ni las colecciones de libros, ni de vinilos, ni de CD’s, ni mucho menos las de piezas de ajedrez, ni la máquina de escribir ni el mueble del abuelo -a lo sumo la colección de sellos que son un par de tomos-, nos va a seguir en nuestro viaje. Las librerías del Rastro, las de Urueña o la de Doña Leo en Buñol, desparecerán o quedarán como reclamo turístico. Bien es verdad que algo parecido ocurrió con el anunciado advenimiento de la desaparición del periódico en papel. Pero el caso es que, aunque se han cerrado muchos kioskos, a muchos sigue gustando acudir a saludar a su propietario y a llevarse el ejemplar para pasar sus páginas en la mesa de la cafetería.
En fin, ese bagaje sentimental, ese equipaje intelectual que son los libros, ya no los tocaremos en nuestras casas, pero sí nos quedará el eco de aquella sensación de su lectura. Lo malo es que ya no podremos regalarlos, o avalarlos con la transferencia de confianza que supone prestarlo a un amigo, no tanto por su devolución, sino porque al entregarlos estamos diciendo que merecen la pena.